Desde la tramoya

No, el problema no son las 'fake news'

El nivel de estupidez humana llega a niveles tan estratosféricos que mucha gente cree tonterías como que se van a pedir certificados de virginidad para poder casarse por la Iglesia o que el Estado Islámico es una creación de Obama. Antes de que llegara Internet para extender esa basura, ya había un buen número de personas que creían que las imágenes del hombre en la Luna eran un montaje, que el mundo se dirige en secreto desde el Club Bilderberg, o que Elvis Presley aún vivía. Internet sólo acelera la difusión de los bulos, como también acelera la viralización de cualquier otra información. No vamos a evitar que una parte importante de gente crea las noticias falsas, como tampoco podemos evitar ya enterarnos de las noticias veraces en unos pocos minutos.

En unos casos, los bulos proceden simple y llanamente de fuentes satíricas que sólo quieren hacer reír, y que algunos dan ingenuamente por veraces. Pero sería absurdo cerrar El Mundo Today o The Onion porque haya individuos dispuestos a extender su contenido a sus amigos de Facebook o de Twitter, como sería ridículo prohibir la publicación de noticias falsas el Día de los Inocentes.

En otras muchas ocasiones, las noticias falseadas proceden de webs creadas específicamente para viralizarlas. A veces sin intención política ni ideológica. Con frecuencia lo que hay detrás es un mero interés económico. Se ha descubierto pronto que esas noticias captan la atención de mucha gente, que interactúa con ellas: las comenta, las desmiente, las difunde en broma o en serio. Y eso da dinero a los propietarios de la página porque los anunciantes pagan por poner sus anuncios junto a ellas o dentro de ellas. Este ya es un problema algo mayor, porque hay cientos de miles de páginas que parecen medios de comunicación serios y que incluso publican información real –usualmente copiada, para poder enganchar a la gente y también el dinero de los anunciantes– junto a la que realmente les resulta rentable, que es la falsa.

El lector no tiene que ir muy lejos si quiere ver cuál es el mecanismo. Puede mirar aquí abajo para ver cómo bajo el rótulo “publicidad” se recogen titulares supuestamente informativos del tipo “las fotografías que Fulano no quiere que veas”, “el vídeo que hace furor en Internet”, o “los diez mejores hoteles baratos del mundo”. Si infoLibre, que es extremadamente cuidadoso con la distinción entre publicidad e información, aún se llena de titulares llamativos que parecen objetivos y que sólo pretenden llevarte a lugares en los que engatusarte con publicidad –generalmente bastante cutre, por cierto– es  fácil imaginar hasta dónde puede llegar la confusión con propietarios de “medios” menos escrupulosos.

El problema no son las fake news. Ese es un término, en primer lugar, que deberíamos desterrar y no volver a utilizar jamás. Su uso lo ha extendido uno de los líderes más corruptos y mentirosos del mundo, el presidente Trump, para referirse precisamente a las noticias que publican los medios más prestigiosos. Para Trump, el New York Times, el Washington Post o CNN, y todos los demás menos los ultraconservadores de Fox o Breibart, son fake news media. Sólo ese uso engañoso del concepto en manos del Gran Cretino, debería disuadirnos de utilizarlo.

Más allá del término fake news, que es fácil sustituir por “desinformación”, el problema no debería ser el contenido, sino los motivos últimos de quienes los promueven con malicia y los recursos que utilizan para hacerlo. Ponerse a legislar sobre los contenidos, imponiendo nuevas formas de censura, sería una tentación que agradaría mucho a los trumps y los zuckerbergs. Les gustaría porque esa discusión bizantina sobre lo que es verdad, mentira, sátira o simple acervo popular, aparte de ser irresoluble en una democracia, distraería la atención sobre lo que realmente les afecta: el control de los poderosos que se benefician de la ignorancia y se forran con ella.

Luchar contra la desinformación es sólo una parte de una batalla mucho más amplia que tiene como enemigos fundamentales a una cuadrilla de millonarios que están beneficiándose de la desregulación en los monopolios que controlan. Aproximadamente tres cuartas partes de toda la información que la gente ve en Internet procede hoy de Google y del News Feed de Facebook. Con sus logaritmos secretos y sus legiones de controladores, que aunque vayan con camiseta y zapatillas de deporte, hacen el papel de los viejos censores con corbata y chaqueta llena de caspa. Esas compañías y sus supermodernos propietarios y directivos se hacen ricos gracias a los datos que tú y yo dejamos cuando hacemos uso de sus servicios. Ellos son el verdadero problema. Ellos y quienes compran esos datos sin nuestro consentimiento explícito. Nos rasgamos las vestiduras cuando es Putin o Trump quien los utiliza y los paga, pero deberíamos exigir que tampoco pudiera utilizarlos el señor que vende pulseras milagrosas o elixires crecepelo. Lo grave no es el contenido, sino que cualquiera con dinero tenga acceso a datos sobre nosotros que ni siquiera nosotros tenemos.

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El problema añadido es la increíble impunidad con que se están estableciendo esos monopolios. Ya se les conoce como GAFA (Google, que también posee YouTube, Amazon, Facebook, propietario de WhatsApp, y Apple). Si al GAFA añadimos un puñado de empresas que también monopolizan sus respectivos sectores (Airbnb, Uber ...) ya tenemos a los nuevos rockefellers de nuestro tiempo. Empresas de indudable creatividad y enorme éxito económico, pero que tienen tal posición de dominio que se convierten en gigantes too big to fail, demasiado grandes para quebrar. Empresas tan listas que no amedrentas a sus jefes si no es poniendo límites a su negocio, aunque los tengas diez horas compareciendo ante el mismísimo Congreso de los Estados Unidos o el Parlamento Europeo. Demasiado imprescindibles para el ciudadano común que puede moverse por la ciudad a un precio mucho menor que el de un taxi, conducido por un pobre conductor precario que ni siquiera tiene una nómina; para un joven que puede comprar su ropa preferida sin pagar por las garantías habituales que tiene todo consumidor; para un turista que puede gozar de un buen alojamiento, sin necesidad de pagar la seguridad social del portero o el extintor que sí se exige a los hoteles convencionales; para un ciudadano que alivia su soledad compartiendo fotos o comentarios o vídeos de sus vacaciones con amigos reales o virtuales.

Que Estados Unidos, un país típicamente individualista, esté admitiendo que esas empresas –todas ellas de Sillicon Valley– mantengan tales posiciones de dominio, es asunto de ellos. Pero que nuestra vieja Europa garantista, solidaria y progresista, no se haya atrevido a plantarles cara, es una constatación más de la pérdida de pulso de nuestro continente. Es realmente insólito que hayamos sido capaces de marcar límites tan severos con leyes antimonopolio en todos los sectores tradicionales, y estemos siendo tan torpes y lentos en poner coto ante los nuevos.

Entrar en el juego de las fake news y ponerse a discutir de ellas es la mejor manera de permitir que esos aparentemente inofensivos tiburones americanos y los especuladores que les financian sigan frotándose las manos en sus clubs de San Francisco, a costa de tu ingenuidad y de la mía, y del despiste sideral de nuestras autoridades.

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