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Qué ven mis ojos

La democracia es como todas las fiestas: se vuelve aburrida si fallan los invitados

“No sigas a quien sepa dónde quiere llegar, sino cómo llevarte”.

Quién tiene detrás, de dónde viene y a dónde nos llevaría si lo seguimos. Lo más razonable sería darle la vuelta a esas tres preguntas y ordenarlas al revés, es decir, dándole mayor importancia a la última y dejando para el final la primera; pero a menudo no es así como se hace, y tampoco es lo que está pasando en la carrera electoral que se vive en el PP. El jefe saliente, Mariano Rajoy, hacía deporte andando, pero ahora se corre a toda máquina por las seis calles de la pista y hay codazos en las curvas, igual que ocurre en todas las competiciones. En este caso, el premio es el poder, y no hay medalla de oro más tentadora que esa.

María Dolores de Cospedal, sobre el papel una de las candidatas más fuertes, le tira con bala a Pablo Casado, a quien trata de desacreditar justo porque es el tercero en discordia, y eso lo convierte en un rival de cuidado, el que puede llevarse el gato al agua mientras ella y Soraya Sáenz de Santamaría defienden cada una su orilla del río. Y la acusación que deja caer sobre él es que está influido, y se sobrentiende que manipulado por José María Aznar, cuyo nombre ha pasado de antídoto a veneno: nadie lo quiere en Génova y su legado es una de esas herencias a las que renuncian los beneficiarios, porque les dejaría más cargas que ganancia. Aquí nadie quiere pagar ese impuesto de sucesiones. Puede que sea porque ya no hay quien sostenga el relato que lo llevó a la Moncloa, muy bien vendido en su momento, de una derecha homogénea, donde todos los remeros eran parte de la misma tripulación. La idea de la unidad tiene su peligro: hace dudar de la calidad democrática de la organización que alardea de ella. Lo que ahora vemos en la calle Génova es mucho más saludable y verosímil. A quién venza se le atribuirán mil y un tejemanejes, pero el caso es que, de entrada, tendrá el aval de no haber sido puesto a dedo. Se mire por donde se mire, es una diferencia notable.

En una lucha de esta naturaleza, no están de más los golpes bajos, porque el toreo de salón no va a desenmascarar a nadie, así que conviene que los aspirantes se pongan el puñal entre los dientes y se canten las cuarenta, para que quienes van a elegirlos tengan claro cuál debe ser su voto. Que no hayan hecho lo posible y hasta lo imposible para asegurar una participación amplia y, al contrario, las dos favoritas parezcan estar encantadas con ese siete y pico por ciento de participación que se ve venir, lo único que las hace es sospechosas: a menos, se los controla mejor.

La tercera pregunta, la que debiera ser la Puerta del Sol de esta historia, de momento la han dejado en blanco. ¿Dónde llevaría cada una o cada uno de los contendientes a su partido y, si ganan las próximas generales, al país? ¿Cuál es su proyecto? ¿Qué aportarían a lo ya conocido, teniendo en cuenta que ya formaban parte destacada de la formación desalojada del Gobierno a causa de sus errores y sus delitos? ¿Qué garantías y medidas pueden ofrecer de que nada de eso se repetirá?

Ahí está la clave, pero no parece que la tengan o la quieran dar. Lo más realista sería aceptar que si a esta fiesta –porque el ejercicio de la democracia siempre lo es– sólo van a asistir el siete por ciento de los invitados, sea su número real de militantes el que sea, es que al otro noventa y tres por ciento no le interesa ninguno de los competidores. Repito: al noventa y tres por ciento. No me digan que no es para mirárselo.

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