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Qué ven mis ojos

Qué importa que ganen los buenos o los malos, mientras sean los nuestros

“Quien libera al culpable hereda el crimen”.

“Dónde están los que ayudan, / quién es el feo, el bueno y el malo, / cuál de los doce es Judas, / quién duerme al otro lado”, canta Amaia Montero, y eso parece la banda sonora de la vida en general: se trata de saber con quién se la juega uno, en qué manos se pone, en quiénes confía. El problema es que a todas las preguntas se les puede dar, como mínimo, dos respuestas: la verdad y una mentira; se puede tratar de aclarar las cosas o de enturbiarlas con el fin de pescar en río revuelto. Y a veces, incluso, de lo que se trata es de hacer el relato de forma que acabe el cuento y gane el lobo, que está domesticado y le lleva las ovejas muertas a su dueño.

En los últimos días, los tiburones hacen círculos alrededor del marinero herido, algo normal en el territorio minado de nuestra política, tan falta de bisturíes como sobrada de puñales. Los argumentos que salen por los megáfonos, que son unos artilugios pensados para que importen más el sonido que el sentido y las voces que las palabras, dicen que vivimos en una película de espías de serie-B en la que el bueno de la historia es un comisario que está en la cárcel, imputado por delitos de una gravedad extrema: cohecho, blanqueo de capitales, pertenencia a organización criminal, descubrimiento y revelación de secretos y extorsión. En resumen, una auténtica joya que habrá que ver en qué dedos brilla, para comprobar si eran los mismos que contaban los billetes con los que presuntamente se le pagaban sus trabajos de fontanería, cuyo fin era que al abrir el grifo saliera matarratas. Velázquez le fue quitando veneno a los colores, escribió Ramón Gaya; y otros se lo añaden a la tinta de los periódicos. El dinero con el que se financiaba al correveidile, no hace falta explicarlo, salía de las cajas fuertes públicas y las firmas en los papeles de los fondos reservados las ponían ministros que quisieron ser presidentes del Gobierno o, en la otra acera, que los fines de semana iban al Valle de los Caídos a rezar. Qué miedo da intuir esas oraciones.

“Ahora la estupidez sucede al crimen”, decía Luis Cernuda, y aquí el intento de chantaje ha tomado el sitio del juego sucio, así que hay gente que aplaude al extorsionador y lo jalea incluso en los pasillos del Congreso y el Senado. Incluso en algunas redacciones. Y por supuesto, ¿dónde iban a acabar esas aguas negras que no fuese en las cloacas? Y por supuesto, número dos, ¿a quiénes iban a querer lavar la cara con ellas? Pues más de lo mismo: que dicen que la Gürtel fue un invento del juez Garzón, al que ya apartaron de su carrera judicial con artimañas legales, al parecer, pero incomprensibles, porque con ellas se trataba de lo mismo, de quitarle el muerto de encima al Partido Popular y dejarlo en la puerta de la Audiencia Nacional. Esas fuentes dicen que el que manda en el Ministerio de Justicia es él; degradan, muy a su estilo, a Dolores Delgado a la categoría de marioneta; dejan caer dudas sobre la naturaleza de su relación, igual que si eso importara, fuese del tipo que fuese y, en definitiva, tratan de demostrar que en la calle Génova no hubo corrupción, ni sobres raros, ni obras no declaradas, ni financiación ilegal. O dicho de otra forma: que les echan de menos y quieren que vuelvan por la misma puerta por la que los echó a la calle la moción de censura y, dos más dos cuatro, a volver a hacer lo que hacían. Les tendieron una trampa, nos sugieren, así que son inocentes, están limpios, no son los culpables sino las víctimas.

El desfile ha comenzado, cruzará la ciudad por la Avenida de la Desvergüenza, y acabará en el Puente de los Cínicos. Se oye. Trompetas de guerra, pero a ellos les suena a marcha triunfal. Y ya sabemos cuál es su himno: no importa si los que ganan son los buenos o los malos; sólo importa que sean los nuestros.

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