A la carga

España, una democracia manifiestamente mejorable

Como he tenido ocasión de defender en varias ocasiones, creo que el sistema político español ha sacado su rostro más feo durante la crisis catalana. La forma en la que nuestro país ha tratado de resolver esta crisis no es la propia de una democracia liberal avanzada. Durante años se registraron avisos de que nos encaminábamos a un choque frontal entre las autoridades de Cataluña y las del Estado central. Se advirtió al Gobierno una y otra vez de que era necesario encauzar el conflicto institucionalmente, abriendo un proceso de diálogo y negociación, como se había hecho en ocasiones anteriores a lo largo del periodo democrático. Pero no se hizo. La negligencia de Mariano Rajoy y el Partido Popular permitió que el problema fuera pudriéndose hasta llegar a la crisis constitucional de septiembre y octubre de 2017.

Ante el intento de realizar unilateralmente un referéndum, el Gobierno de la derecha dio una respuesta represiva que dañó gravemente la imagen de España en el extranjero. Y en lugar de intentar reconducir la situación políticamente, se optó por judicializar el problema. La iniciativa correspondió al Fiscal General del Estado, José Manuel Maza, y fue continuada con entusiasmo por el Tribunal Supremo, que ha organizado una especie de causa general al independentismo basada en acusaciones fraudulentas de rebelión.

Como ciudadano español, siento profunda vergüenza por la forma en la que las instituciones del Estado, incluyendo la monarquía, han actuado ante la crisis catalana. Por supuesto, los independentistas y su estrategia unilateralista de secesión pusieron las cosas extraordinariamente difíciles. El intento de ruptura del marco constitucional fue una irresponsabilidad grave por mucho que no hubiera violencia. Ante la falta de apoyo social en el interior de Cataluña y la ausencia de apoyo alguno en los Estados europeos, los independentistas escenificaron una declaración de independencia que era pura gesticulación, sin atreverse a afrontar las consecuencias políticas que algo así suponía: ni se retiraron las banderas españolas de los edificios públicos, ni hubo resistencia ante la puesta en marcha de la suspensión de la autonomía (artículo 155), ni se aprobaron los decretos para la construcción de estructuras de Estado. En fin, un desastre sin paliativos por ambos lados.

En el debate que ha tenido lugar desde entonces, una de las vías de respuesta del nacionalismo español ante las críticas al funcionamiento de nuestro sistema democrático ha consistido en afirmar que España es una democracia sólida, comparable en todos los aspectos a las democracias más avanzadas de Europa. Para dar sustento a esta tesis, suele tirarse de las bases de datos internacionales que clasifican a los países por la solidez y calidad de sus sistemas democráticos.

Me gustaría señalar que un examen desapasionado de los datos muestra un panorama bastante menos complaciente. Aunque es evidente que España es una democracia, su funcionamiento deja bastante que desear en varios aspectos. Y esto no es sólo un juicio de los expertos en la materia, sino también de los propios ciudadanos.

Vayamos por partes. Empecemos por los ciudadanos. De acuerdo con uno de los últimos Eurobarómetros disponibles (la encuesta que realiza la Comisión Europea en todos los Estados miembro), el nº 6863, de mayo de 2017, la satisfacción con la democracia es muy baja en España, sólo por encima de Grecia e Italia dentro  de la zona correspondiente a Europa occidental. Si 1 es mínima satisfacción y 4 máxima, la opinión pública española se sitúa de media en 2,22. Véase la posición de España en el siguiente gráfico:

Puede considerarse que los ciudadanos no son los mejores jueces de su propio sistema político. Es frecuente, por ello, recurrir a las bases de datos comparadas, que se basan en las puntuaciones dadas por expertos sobre una serie  de indicadores y dimensiones de la democracia. Así, se ha hecho uso frecuente de los datos de Freedom House y Polity. En ambas bases de datos, España obtiene la mejor valoración posible, al igual que la mayoría de países europeos. Estas bases de datos, sin embargo, son muy generales, no recogen bien las variaciones en el corto plazo y usan procedimientos de agregación de los indicadores bastante cuestionables (véase un análisis crítico en este trabajo científico).

En los últimos años, se ha desarrollado un nuevo y ambicioso sistema de indicadores, más  riguroso y sistemático que los anteriores, el proyecto Varieties of Democracy (V-Dem). Divide la democracia en cinco dimensiones (electoral, deliberativa, participativa, liberal e igualitaria). En todas ellas, las puntuaciones de España caen de forma acusada desde 2012, sin que hasta el momento se haya tocado fondo. Nuestro país obtiene en 2017 puntuaciones muy bajas en todas las dimensiones con respecto a Europa occidental. El lector interesado en los datos puede examinar la siguiente serie de gráficos:

 

En cuatro de las dimensiones, España aparece en última posición y, en una, en penúltima. No son resultados para sentir orgullo. España tiene aún mucho que mejorar en el funcionamiento de la democracia: está incluso por debajo de lo que le corresponde por nivel de desarrollo económico.

No quiero dar a entender que las bajas puntuaciones de nuestro país se deban a la crisis catalana. Cuando se hagan públicos los datos relativos a 2018, podremos calibrar mejor el impacto que esta ha tenido. Lo que está claro es que la forma en la que España abordó la crisis catalana refleja el patrón que indican los datos: estamos en la posición más baja dentro de Europa occidental, con una esfera pública de baja calidad, mecanismos muy imperfectos de participación política, una división de poderes cuestionada, etc.. Es evidente que nos queda todavía mucho por mejorar en cada una de las cinco dimensiones.

Cuando oigan a políticos dar rienda suelta a su nacionalismo español defendiendo que España es una democracia sin mácula, recuerden estos datos, elaborados sin ningún tipo de intencionalidad política y de acuerdo con los protocolos metodológicos más exigentes. En última instancia, la opinión pública española no anda tan desencaminada: hay buenas razones para que los ciudadanos no estemos satisfechos con nuestro sistema democrático.

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