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¿Repetirán Sánchez y Rivera su escena del sofá?

De todos los políticos españoles que aspiran a ser el próximo inquilino de la Moncloa, el que menos credibilidad me suscita es Alberto Carlos Rivera. No niego que tenga dos principios berroqueños: la sagrada unidad de España tal y como se configuró tras la victoria de Felipe V en la Guerra de Sucesión y la maximización de los beneficios de las grandes empresas y entidades financieras. Pero me parece que todo lo que no sea la monarquía rojigualda y el interés del Ibex 35 resulta perfectamente negociable para el caudillo de Ciudadanos.

Lo digo porque creo posible que el fruto de las elecciones del 28 de abril sea un Gobierno surgido de algún tipo de entendimiento entre el PSOE y Ciudadanos. A Pedro Sánchez, al que las encuestas auguran que conseguirá esa jornada el primer lugar de la clasificación, esa fórmula es la que le resultaría más cómoda: no tendría que volver a enfrentarse a la murga de los que en el mismísimo PSOE se ponen como hidras ante cualquier entendimiento con los “bolivarianos” y los “separatistas”, ese tropel de nostálgicos del felipismo y barones castizos cuyas declaraciones son amplificadas cual si fueran el oráculo de Delfos por nuestros medios de comunicación impresos y audiovisuales.

Intuyo que Sánchez solo mirará a la izquierda y a la periferia en busca de refuerzos si no le queda más remedio, como ocurrió en el último tramo de la última legislatura. A poco que sus escaños sumados a los de Ciudadanos y algún que otro canario le permitan una nueva investidura, veo a Sánchez interpretando de nuevo el papel del Tenorio en la escena del sofá que ya nos ofreció en febrero y marzo de 2016. Incluido el chantaje emocional a la izquierda para que acepte su romance con Rivera como un mal menor e incluso pague la dote. En cierto modo, ya lo ha confesado recientemente su leal escudero José Luis Ábalos.

Y aquí es donde empiezo a irritarme. Sí, me irrita que haya periodistas que se crean la milonga de que Ciudadanos jamás pactará con el PSOE. Le tengo a mi oficio un gran cariño y me enfada verlo practicado por gente que es lerda o se hace la lerda. De la misa de los políticos, el periodista tiene que creerse menos de la mitad, y, en el caso de Rivera, su credulidad debe ser próxima a cero. Salvo –ya lo he dicho– en materia de nacionalismo españolista e intereses del Ibex 35.

No tengo la menor duda de que Ciudadanos prefiere que el resultado del 28 de abril le permita formar parte de un Gobierno Trifachito como el de Andalucía. PP, Ciudadanos y Vox son primos hermanos, bisnietos de Franco, nietos de Fraga e hijos de Aznar, y comparten el mismo ideario básico: españolismo, neoliberalismo económico y autoritarismo político. Sus principales diferencias están en cuestiones de sociedad: los de Casado son conservadores, los de Rivera modernitos y los de Abascal reaccionarios. Así que Rivera se sentiría muy a gusto gobernando con Casado con el apoyo del facha Abascal.

Pero si, como predicen bastantes encuestas, los escaños obtenidos por los tres tenores de la derecha no son suficientes para desalojar a Sánchez de un plumazo, veo a Rivera perfectamente capaz de coaligarse de uno u otro modo con el socialista. Ya lo hizo, recuerden, con el PP de Rajoy, el PP de Cifuentes y el PSOE de Susana Díaz. El argumentario que usaría es previsible: hago este sacrificio en aras de la gobernabilidad de España; España no puede permitirse un vacío en la Moncloa en estos tiempos de desafío independentista y malos augurios para la economía mundial; los mercados y la Unión Europea nos están demandando que formemos con rapidez un Gobierno sólido y reformista… Bla, bla, bla.

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Sin duda, un Gobierno semejante sería mucho más aplaudido por el Ibex 35, los grandes grupos mediáticos, la Unión Europea y el Sursum Corda que otro de Sánchez apoyado por la izquierda y los nacionalistas periféricos. Pero de modo instantáneo plantearía tres graves problemas. El primero sería el fin de las tímidas medidas sociales impulsadas por el primer Ejecutivo de Sánchez bajo la presión de la izquierda. Rivera no las aceptaría, exigiría rebajas fiscales a los ricos, reducción del gasto social y eso que él llama “reformas” y no es otra cosa que desregulación, privatizaciones y abaratamiento de los sueldos, las indemnizaciones por despido, las pensiones y todo aquello de lo que malviven las clases populares. Olvídense de cosas como el blindaje de la subida anual de las pensiones según el IPC.

El segundo problema sería un nuevo agravamiento de la crisis catalana. Rivera reclamaría el final de cualquier dialogo con los independentistas y una política de mano aún más dura con ellos. Y no me extrañaría que, con tal de seguir en la Moncloa, Sánchez se olvidara de su sensata actitud de los últimos meses: no arrojar sal a la herida, no combatir el fuego con gasolina, intentar que el suflé vaya desinflándose poco a poco. Los independentistas catalanes, y quién sabe si también los vascos, encontrarían nuevas razones para calentar a sus partidarios contra un Gobierno en el que la combinación del rosa y el naranja produciría un rojigualda intenso (presentado, eso sí, como “constitucionalismo”).

Y hablando de la Constitución, su reforma quedaría aplazada ad calendas grecas. Ese sería el tercer problema: la inexistencia de una salida razonable a la crisis del régimen del 78.

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