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Desde la casa roja

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Hago seguimiento de la campaña electoral, me propongo mirarla de frente este par de semanas y acompañar los viajes geográficos que esos cinco hombres candidatos iniciaron el pasado 12 de abril. Me paso varias horas leyendo, con la radio del coche encendida durante mis trayectos y sentada frente al televisor. Me trago sin masticar una palabra tras otra, escucho el ruido y la vanidad. Les veo crecerse a algunos sobre sí mismos en torno a medias verdades y a veces mentiras sin asombro, exponer con la cabeza más alta imposible el vacío que se esconde detrás de una declaración no meditada, provocar y ocupar tiempos de información en repetir consignas no constructivas, artefactos verbales semivacíos para el proyecto de este mapa en tensión. Lo de alguno de ellos es más instalar pequeñas detonaciones en la casa del adversario que le impidan seguir con su vida. Les oigo reír por lo bajo. Quiero decir: lamento que todo esto sea parte de la baraja con la que nuestro país tiene que jugar su próxima baza. Ya nadie llora por la responsabilidad de hombres y mujeres de Estado, porque ya pasó el día en que los desvestimos: es la hora del animal político de las televisiones, que es igual de viejo que el otro, pero no devuelve explicaciones. No se las vayan a pedir.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La política española afronta las elecciones polarizada (alerta al viejo lugar común). Pero de este destructivo pulso entre contrarios se olvida casi todas las veces lo que debería ser central: convertirnos en un país equilibrado y moderno que trabaja para desterrar la desigualdad. Pensé que esta sería la evidencia de partida, llámenme naif.

Llegamos con el enfrentamiento aún caliente en torno al territorio que ha dejado a varios políticos y activistas presos durante un año y medio. Somos capaces de difuminar en el huracán un viento sucio como el que recorre los subterráneos de un país donde se ha espiado a un político y a su familia y se han construido noticias falsas para perjudicar propuestas y, aunque algo huele mal desde hace tiempo, no llegamos a saber de dónde viene el aire. Adentro van también las calles llenas de jubilados que gritan por la quiebra de nuestro (no solo suyo) sistema de pensiones. La educación y la sanidad públicas parecen esperar una muerte lenta por abandono. Llevamos una Constitución desmejorada para afrontar los tiempos que exigen igualdad. Traemos consecuencias directas del cambio climático sobre nuestro paisaje y pronto sobre nuestra vida.

Y damos espacio a la anticipación de una amenaza: la desmemoria, el desprecio, el fascismo. Traemos muchas palabras: aborto, despoblación, concebidos-no-nacidos, arriba España, matrimonio, sangre, cunetas, frontera, libertad de expresión, monarquía, águilas. Tampoco hemos olvidado traer a ETA según a dónde. Traemos la historia de los héroes nacionales distorsionada a conveniencia por los nuevos villanos. Traemos a cinco hombres y a ninguna mujer para el cambio que precisamos.

Estoy casi segura de que algunos políticos preferirían salir vencedores de un televoto que de las urnas: de la respuesta rápida a una impresión emocional, a un grito bien entonado, a la ocurrencia más vana. Los sentimientos por encima de las razones. Y las razones por encima de los argumentos. A cuento de qué si no les vemos formar parte de un circo del entretenimiento, preparar la cena, caer simpáticos, hacerse pasar por nosotros, contarnos su vida. Pero no somos la clá de un holograma: no aplaudimos a conveniencia, no abucheamos a petición, no heredamos su confrontación: nuestro minuto de oro nunca sale en pantalla.

¿Qué es el bien común? ¿Tan abstracta es hoy esta idea como para conseguir identificarla? ¿Qué fue de aquella palabra antigua: “el progreso”? La acción de ir hacia delante buscando el perfeccionamiento sin desandar los caminos. Porque cuando toquemos con los talones arenas movedizas y estiremos el brazo para que nos sostengan, solo nos responderán: “No habíamos pensado este caso en negativo. ¿Acaso tengo que ir con miedo por la vida?”.

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