Desde la casa roja

No es país para la ultraderecha

El domingo votamos en un barrio que ya no es el nuestro dentro de un país que sí lo es. Un tipo vestido de legionario y apoderado de la extrema derecha nos indica que podemos pasar directamente sin hacer cola si traemos los sobres. No entiendo el rictus de soldado ni el disfraz. Parece que vaya a cuadrarse a nuestro paso. La mujer que está delante en la fila dice que ella tiene las papeletas readys en el bolso, da un saltito hasta el legionario y nos deja atrás. El padre que espera ahora de espaldas a nosotros le explica a su hija que si Pedro Sánchez gana, pactará con Podemos, la adolescente lanza un suspiro de susto, y el padre añade con tono de aparición del lobo en el cuento: y con los independentistas. No, susurra la cría, llevándose las manos a la boca. Y el hombre le confiesa que aún tiene dudas entre dos de las derechas. Finalmente, me fijo después, votará al Partido Popular.

Mi hijo de tres años, que a veces hace constar que no está por aquí solo de paso y respira a su aire, sabe desde hace días que hay que elegir un presidente, –allí siguen descoloridos los carteles electorales con los candidatos en la valla de la escuela infantil–, y suelta en alto y espontáneo que él quiere votar al señor de coleta y una pareja que pasa cerca se detiene, ella le acaricia el pelo, le sonríe y dice: ay, qué ocurrencia. Él no entiende nada del proceso de meter sobres en urnas, claro, no hace falta que sepa de esto, sus intereses van desde las patas de las hormigas a las estrellas de la sopa en la cena. Tampoco le contamos que ese domingo votamos más que nunca contra algo, con más arrojo que convencimiento, y que lo hacemos por nosotros y lo hacemos por él.

Con este paisaje temprano temí durante el resto del día que el domingo dejara de ser domingo electoral para transformarse en triste jornada histórica. Me equivoqué al intuir una distopía donde se llevan cargadas las armas y la testosterona. Pero ni el Brasil de Bolsonaro, ni la América de Trump, ni la Hungría de Orbán, ni la tibia felicitación de Marie Le Pen a los “defensores entusiastas” de la nación vecina encontraron la victoria que esperaban de ese país al que exhortan por mucho que se hayan hecho con un rincón del Congreso. Y no la van a encontrar porque hace muchos años que ese país dejó de existir.

Lo que queda es una fisura, una ranura por la que a veces se cuelan canciones, aletean ciertos pájaros y se ve cómo se ponen firmes los cuerpos, cuanto más viriles, mejor. Tendríamos que haberle puesto bien su nombre y apellido en la placa de la pared, señalar las partes que responden a una quimera desfasada, identificar los símbolos que recortan las libertades y, tal vez, sabríamos cómo no repetirlo. Solo nos queda tapar con memoria, memoria y memoria esa grieta por la que se escapa el tufo del retroceso.

Pero que el optimismo de los días siguientes no se coma los números: dos millones y medio de españoles han votado por una opción de ultraderecha. La explosión de alegrías porque no han conseguido formar parte del Gobierno no va a borrar su “campamento base”, esos veinticuatro sillones desde los que intentarán hacernos oír sus ideas heroicas de esa gesta “Por España”, pero nunca por los españoles. No es lo mismo prender la estopa de una masa ya convencida que exponerse en un hemiciclo con algo de altura. En ningún caso representan a una mitad silenciada de ningún país que yo conozca, de ningún país en el que yo viva, por mucho que a esa mitad aludan en sus mítines. Y ese mundo rural que ellos dibujan debe ser solamente el que se recorta por la ventanilla del cuatro por cuatro cuando salen de caza.

No es nuevo, llegan desde un gran olvido bien premeditado. Ellos se llaman “la resistencia”, y lo son: son los nietos de una dictadura que no ha sido archivada como corresponde.

El domingo no pasaron.

Y no pasarán.

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