Desde la casa roja

¿Quién vigila a los vigilantes?

El infinito catálogo que es internet está limitado por la capacidad económica de quien navega. Ya no es infinito. Pero mi hijo no sabe de saldos. Él quiere ver trenes de juguete en mi teléfono y nos escondemos del sol de la tarde y juntamos nuestras cabezas delante de la pantalla. Buscamos en Google “trenes de madera”: locomotoras, puentes, cambios de agujas, túneles. Ya sabe que en mi móvil hay un botón con el que podemos encontrarlo todo. Y tumbados en el sofá alimento su deseo, hago la vista gorda con mis propias normas y paramos un rato. Él aprende muy rápido lo que significa elegir. ¿Tú cuál?, me pregunta. ¿Es solo desear una forma de ser feliz?

Unas horas después de nuestras búsquedas, una juguetería que está muy cerca de mi casa ya no solo sabe lo que quiero, sino también desde dónde lo quiero, y comienza a seguir mi cuenta personal de Instagram. En esa juguetería venden los trenes exactos que mi hijo y yo mirábamos durante la tarde. Entonces, cierro todas las aplicaciones.

¿Quién está vigilándome? ¿Quién paga y quién vende los datos de nuestra vida?

Si ordeno aquí en una lista todos los datos que sobre mí vuelan por internet, ustedes se ruborizarían por mi falta de pudor. Soy la madre del niño al que le gustan los trenes, la que no olvida que vivió en Veracruz, la que este mes pasado ha leído cinco libros, la que perdió una gabardina en el tren, la que tiene una familia de salamandras habitando en el desván. Sin embargo, este rastro lo he dibujado yo con cierta conciencia porque sé que, en el fondo, nadie puede saber más de mí que eso. Pero cada vez que digo que sí, cada vez que sigo navegando y acepto una política de privacidad nueva, cada vez que permito las cookies de uno u otro sitio abro más puertas y de forma frívola y despreocupada me defino y entrego el perfil de la mujer que soy. Una mujer que hoy tiene valor por ser la compradora que es o, lo que es peor, que puede llegar a ser.

Saben lo que consumo, cómo viajo, a dónde y con quién me veo, a qué hora me siento delante de la televisión y cuál es mi talla de ropa. Son dueños de mis hábitos y conductas. Lo llamarán segmentación, perfil de usuario, personalización de mensajes. Me pregunto cómo podré explicarle después a ese niño que señala locomotoras y que lo primero que vio al abrir los ojos fue la manzana de Apple delante de su cara de recién nacido que esa falta de privacidad no debe ser jamás asumida.

La vida laboral y la vida personal se atraviesan y se solapan en una pantalla en nuestra mano. Nuestros datos, su compra-venta, se han convertido en el nuevo petróleo de empresas y gobiernos. Pero no quiero que nadie sujete mis elecciones. No quiero que saquen dinero con mis rutinas. Hablo de la cesión de la libertad. ¿Estamos ante la red de espionaje más tupida de la historia? Todo les sirve: la correspondencia privada, nuestras fotografías de las vacaciones, las decisiones que tomamos en nuestras reuniones, nuestros insomnios y ansiedades, nuestros vuelos y huidas. ¿Cederíamos todo eso gratuitamente si nos lo hubieran planteado hace, cuánto, cinco años?

¿No se sorprendieron de los mapas interactivos después de las elecciones en los que podías saber casi por calles qué habían votado sus propios vecinos? Vivimos en una gran casa de cristal en la que hay un marcador donde exponemos cuánto estaríamos dispuestos a pagar por cada una de las cosas que decidimos.

Y un poco más allá: en su última novela, Feliz final, la crónica de una ruptura sentimental contada desde el fango hasta llegar a los fuegos artificiales, es decir, al revés, Isaac Rosa escribe: “Siempre acabamos invocando la libertad, pero qué libertad es esa, la jodida libertad es la trampa con la que nos están quitando el suelo bajo los pies (…) Todas esas libertades las disfruta el que puede pagar una buena escuela, un seguro sanitario, una universidad extranjera, unas prácticas sin cobrar, mantener una familia con un solo sueldo, alguien que te limpie la casa y cuide a tus viejos y a tus hijos, una amante, un divorcio y los que no podamos pagar tanta libertad nos jodemos”. Pero, ¿quién organiza estas y todas nuestras elecciones? ¿Dentro de qué fronteras nos permiten  movernos? ¿Quién monta el escenario para nuestra gran improvisación? ¿Quién sabe lo que desearé mañana y organiza mi felicidad?

¿Quién vigila a los vigilantes?

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