Desde la tramoya

Contra la mascarilla

Luis Arroyo

En la “nueva normalidad” (un oxímoron importado de los Estados Unidos tras la crisis de 2008), los españoles tendremos que llevar la mascarilla en lugares públicos cerrados, y también en los abiertos en los que no se pueda garantizar una distancia de metro y medio con otros congéneres. Por cierto, resulta curioso que esa distancia no sea de dos metros gracias a una negociación parlamentaria con Ciudadanos y no por un criterio científico... Es un metro y medio porque lo ha exigido un partido político, no porque lo haya dicho un comité médico.

Llevaremos la mascarilla, según establece la norma gubernamental bajo amenaza de multa de 100 euros, hasta que tengamos una terapia eficaz o una vacuna contra el virus. Hasta hace tan solo unas semanas, las autoridades españolas y las mundiales nos decían que no era recomendable su uso generalizado y epidemiólogos tan prestigiosos como los que ahora las recomiendan, dicen que no es bueno exigir su uso entre la población general.

Lo cierto es que no hay evidencia científica sobre la utilidad del uso generalizado de las mascarillas en la prevención de los contagios. BMJ (la empresa editora del British Medical Journal), ha publicado en abril una buena recopilación de estudios sobre la cuestión. No hay pruebas de que el uso de las mascarillas entre la población general disminuya el impacto de una pandemia. Tampoco las hay de lo contrario. Sencillamente no hay contundencia en los resultados en ninguno de los sentidos.

Las mascarillas, dicen los expertos, podrían funcionar si se utilizaran gran parte del tiempo, si no se pusieran y se quitaran constantemente, si se renovaran con mucha frecuencia, si se manipularan como es debido y si se utilizaran al comienzo de la pandemia. Utilizadas en la fase de remisión de la pandemia y con el poco rigor con que se usan, no sólo no ayuda, sino que puede ser contraproducente, porque genera en los usuarios una falsa sensación de seguridad adicional.

Los defensores de la imposición del uso aplican el “principio de precaución”: deben adoptarse medidas protectoras ante las sospechas de su eficacia aunque no exista evidencia científica, buscando un supuesto beneficio social mayor, que es la protección de la población. Ese principio de precaución fue asumido y matizado por la Unión Europea en Niza en el año 2000, y se exigió que al adoptarlo se tuviera en cuenta la proporcionalidad en su aplicación y una buena explicación a la población. Porque en manos de políticos poco escrupulosos, el principio de precaución es un peligro cierto, ya que bajo la apariencia de un pretendido bien social, pueden sacrificarse otros bienes, o incluso puede esconderse un intento de control social y político.

No creo que el Gobierno tenga mala intención, pero la exigencia del uso de las máscaras sin prueba científica de su utilidad tiene serios inconvenientes. En primer lugar, extiende sin fecha de caducidad el miedo entre la población, y el miedo solo es útil a los gobernantes autoritarios. Decirle a la población que el virus está en cada rincón es sencillamente falso. Recordemos: más de la mitad de las muertes provocadas por la pandemia en España han sido en residencias de ancianos en las que los mayores fueron literalmente abandonados sin recursos médicos. El virus se ha ido retirando, ojalá que por siempre, tras haber hecho estragos en miles de familias, en lugares que ni siquiera se confinaron, como Suecia. Es cierto que con un coste neto de unas dos mil muertes, en comparación con las que han sufrido sus vecinos nórdicos, como Dinamarca o Noruega. ¿Es un coste demasiado elevado? La respuesta depende de los costes y beneficios que una sociedad determinada establece como deseables. Sabemos que las probabilidades de morir de infarto, suicidio o accidente de coche son muchísimo más altas por vivir en grandes ciudades atestadas de gente y contaminadas, pero estamos dispuestos a asumir ese coste para no tener que vivir aislados en una aldea.

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La mascarilla, además, incrementa la división entre conciudadanos. En su libro Pandemia: siguiendo el contagio de las enfermedades más letales del planeta (editado en España este año por Capitán Swing), Sonia Shah afirma algo muy interesante: “A diferencia de los actos de guerra o de las catástrofes, los patógenos que causan pandemias no generan confianza ni facilitan defensas cooperativas. Por el contrario, dada la particular experiencia física de los nuevos patógenos, es más probable que alimenten la sospecha y la desconfianza entre nosotros, destruyendo nuestros lazos sociales tanto como destruyen nuestros cuerpos”. Así parece estar sucediendo. Quienes haciendo uso de nuestra libertad, y respetando escrupulosamente las normas, decidimos no ponernos la máscara en la boca cuando no es obligatorio, ya sentimos la mirada inquisitorial y miedosa de nuestros conciudadanos.

Por último, la mascarilla generalizada no es coherente con el relato de uno de los países más abiertos, tolerantes y mestizos del mundo. Es curioso que en el vídeo promocional que presentó hace solo unas horas Turespaña para animar a los turistas a volver a visitarnos, todos cuantos aparecen en las imágenes están descubiertos. No hay mascarillas, excepto en una imagen simbólica de una enfermera que sonríe con los ojos. Publicidad engañosa, podríamos llamarlo.

Obligar a un uso estricto y generalizado de la mascarilla no es una buena idea. Aunque no haya pruebas científicas de su utilidad sanitaria, se ha impuesto por un principio de precaución que es comprensible. Pero tengo la sensación de que esas mascarillas, convertidas en una obligación generalizada e indefinida, nos dividen, nos atemorizan y nos alienan mucho más de lo que nos protegen.

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