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Muros sin Fronteras

¿Son todas las opiniones respetables?

Ramón Lobo

Se ha puesto de moda un tipo de estupidez: estar en contra de la vacuna del covid-19, aún no inventada pese a que los medios de comunicación publicamos rumores y supuestos avances que suelen tener su impacto inmediato en las cotizaciones en Bolsa de las farmacéuticas. ¿Será el objetivo de tanto optimismo anticipado? Políticos como Donald Trump necesitan este tipo de noticias, reales o no, para mejorar sus posibilidades de reelección en noviembre.

Los conspiranoicos 2.0 ven vínculos entre Bill Gates, fundador de Microsoft, el multimillonario George Soros, la tecnología 5G y las vacunas. Aseguran que tratan de insertarnos un chip en el cerebro para robotizarnos y lograr que hagamos su voluntad. ¿No estaba ya inventado ese control masivo a través de la publicidad y la propaganda? Escuchamos cada poco la estruendosa irrupción de un nuevo fiel a la secta, sea cantante, presunto profesor de una universidad católica o cardenal, y la anunciamos con tanto bombo que a veces no se sabe quiénes son los tontos y quiénes los listos. Estamos ante la última pirueta del movimiento antivacunas que lleva años entre nosotros. Reclaman su libertad poniendo en peligro la salud de la mayoría.

En nuestro declive hemos sustituido ideas por opiniones, que no son lo mismo. Pensar y decir no suelen ser actos consecutivos ni tienen por qué estar relacionados. Hay gente capaz de decir mucho todos los días sin pensar una sola vez en todo el año. Ese decir vacuo se nutre de repetir lo que se oye por ahí sin contrastar su veracidad. Domina el ambiente un runrún tóxico. Prima la bronca sobre la propuesta. No son solo las redes sociales, algunos medios son correas de transmisión de ruido.

Dos o más personas que pleitean en un plató de televisión o en una radio no conforman una conversación ni un debate; tampoco una clarificación. Es necesario un ejercicio poco español, el de la escucha del otro. No entendida como pausa circunstancial y sorda para pensar en qué vamos a decir a continuación, sino en el intento de comprender desde el respeto a quien nos habla. No sabemos discrepar, reconocer que el otro puede tener algo de razón, aportar algún detalle, aunque sea nimio, que permita confirmar o enriquecer nuestro discurso.

Es difícil enfrentarse a las mentiras convertidas en discurso. Sucede en EEUU con Trump; en el Reino Unido, con Boris Johnson, y en España, con Pablo Casado y Santiago Abascal. Los medios de comunicación tradicionales no han dado todavía con la tecla: ¿ignorarles o enfrentarles? El número de votos no convierten en respetables a grupos como VOX ni les igualan a otros que luchan contra la xenofobia, la pobreza y la exclusión. Quien miente sistemáticamente debería estar fuera del juego, al menos en los medios de comunicación.

Las redes sociales son un murmullo paralelo permanente que marca la agenda política, que nos obliga a entrar en el juego. Es interesante lo ocurrido en The New York Times tras publicar un artículo de opinión del senador Tom Colton, en el que llamaba al despliegue de tropas de combate en las ciudades estadounidenses para enfrentarse a los manifestantes. Su contenido era peligroso, además de inconstitucional. ¿Debió publicarse? Si al filme Lo que el viento se llevó, estrenado en 1939 y que trata del racismo y la esclavitud en el siglo XIX en EEUU, debemos acompañarlo con una advertencia, ¿qué hubiera sido necesario con el senador incendiario?

En aras de una mala interpretación del derecho de expresión sentamos en una misma mesa a un científico y a un conspiranoico del 5G/vacuna covid, igualando sus discursos. El mero hecho de sentarlos juntos otorga al impostor una credibilidad de la que carece. No es lo mismo afirmar que la Tierra es redonda que defender que es plana. No es lo mismo erradicar una enfermedad que despertarla.

La guerra por las audiencias no puede conducirnos al todo vale porque si no seremos, y ya lo somos, responsables de la perversión del lenguaje y de la convivencia. No se puede dar pábulo a las sandeces del obispo homófobo de Alcalá de Henares ni a las del cardenal Cañizares, que no cesan de repetir bulos desde su mentalidad medieval. Su negocio es el miedo. No deberían financiarse a cargo de los Presupuestos Generales del Estado. Que lo sostengan sus fieles, como sucede con los otros credos. El Estado debería ayudar directamente a las órdenes religiosas que realizan un trabajo social, y a Cáritas.

Con las prisas por estar en el maldito trending topic se nos ha olvidado el contexto. No se puede publicar Mein Kampf sin explicar qué supuso el nazismo y mostrar la realidad de los campos de exterminio. Es un problema que se resuelve en la educación.

En España carecemos de una memoria de la Guerra Civil y de la dictadura, más allá de los gritos del “y tú más” desde las nuevas trincheras. No tenemos lugares emblemáticos que visitar. Muy pocos de los alumnos estudian y visitan Auschwitz o Mauthausen. Los países sin una memoria democrática sólida suelen tener democracias frágiles e incompletas.

Nuestro trabajo como periodistas no se basa en la objetividad como valor supremo porque no existe, todos somos subjetivos: los informadores y los lectores. El pacto hipocrático es con los hechos comprobados, narrados desde la honestidad de quien trata de acercarse a la verdad. En ese camino no caben los conspiranoicos, ni los racistas, ni los odiadores profesionales. Nuestra función es poner a todos en su sitio, apartar a los tóxicos y entregar el centro del escenario a los imprescindibles, a los constructores de esperanzas.

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