Mala hierba

Unidas Podemos y 'Cowboy de medianoche': cómo matar al crítico

Portada Daniel Bernabé

Los años 60 del pasado siglo fueron un momento de crisis donde se pusieron en cuestión gran parte de los principios y estructuras en las que la sociedad occidental decía basarse, una época donde los márgenes saltaron al centro y la luz de los focos iluminó aquellas zonas que hasta entonces habían permanecido en la penumbra. Una de mis películas preferidas del periodo, que prefigura el Nuevo Cine Americano de la siguiente década, es Cowboy de medianoche. Cowboy de medianochePara los que no la hayan visto, cuenta la historia de cómo un chaval de Texas, interpretado por John Voight, va a Nueva York a escapar del tedio y buscarse la vida y acaba prostituyéndose para poder sobrevivir en una ciudad inclemente. Allí conoce a un timador de poca monta, al que da vida Dustin Hoffman, con el que traba una de esas amistades en la cuerda floja en la que uno sostiene a otro para no caer.

La película siempre es recordada por su banda sonora, donde destaca el tema Eberybody’s Taking’ de Harry Nilson, y por la polémica que despertó al ver al buen chico blanco norteamericano teniendo que vender su cuerpo y dignidad, con mujeres y hombres, creyendo que así podría ascender rápidamente de los barrios bajos a los suntuosos portales del Upper East Side. Sin embargo, al menos para mí, la historia destaca por mostrar un país amoral y destructivo, donde el sueño americano se vuelve rápidamente una pesadilla al primer traspié: algunos pueden equivocarse todas las veces que quieran en su vida, otros nunca se recompondrán de un tropezón buscando el cielo prometido. Sin desvelar su trama, lo que sorprende de la historia no es que sus protagonistas no consigan nada de lo que buscan, sino la decadencia a la que se enfrentan. Hay un momento en que como espectador te preguntas qué hace seguir caminando a una persona cuando tantos golpes deberían haber tirado su cuerpo a la lona. No te levantes, piensas.

La elección de John Voight, un joven alto, fuerte, guapo, además de cowboy, es decir, la quintaesencia de la Norteamérica pura, del Estados Unidos de la superación, no es, obviamente, casual. Hasta tú, que pareces un mito intocable, gloria nacional, puedes caer cuando la propia nación que te engendró muestra su verdadero rostro, parece decirnos el director John Schlesinger. Eran tiempos donde, sin necesidad de la política explícita, el cine era enormemente político tan sólo siendo honrado, mostrando el conflicto antes que refugiándose en la complacencia de una falsa amabilidad. Podemos discutir si ese periodo que va de 1965 a 1975 supuso un escoramiento, a veces con fatal fascinación, hacia los márgenes olvidando a las mayorías sociales, si las salidas que se propusieron tenían mucho más que ver con los cambios individuales que colectivos, si su despiadada crítica a la modernidad dejó un suelo fértil para el neoliberalismo. Lo que es indiscutible es que se apreciaba a los críticos y su crítica: la primera condición para abordar un problema es reconocerlo.

Nuestra última década también ha sido una década convulsa, anticipo de la que viene, como una de esas tormentas que no son más que el preludio al huracán. Como en los años 60 la crítica a esta sociedad tomó un nuevo impulso, sobre todo después de la caída del caballo que supuso la Gran Recesión de 2008. Los que tenemos pésimas costumbres vitales ya éramos conocedores de que no se puede vivir de colocón en colocón porque las resacas tienden exponencialmente al desastre. Al capitalismo de principios de siglo le pasó algo muy parecido, salvo que la resaca de pensar sólo en términos financieros y especulativos, en vez de pagarla los que tienen un yate en los Hamptons o un Ferrari en La Moraleja, la pagamos los que cogíamos el cercanías en Fuenlabrada. Y no hablo de pagarla sólo en términos laborales o económicos, sino también vitales: hay determinadas heridas generacionales que cicatrizan mal y que te dejan un andar arrastrado como el que Dustin Hoffman representa en toda la película. La pena por tantas ocasiones perdidas se acaba haciendo una adicción rocosa hacia el precipicio.

La diferencia entre los años 60 y la pasada década es que los que mandan aprenden y cerraron rápido el grifo de admiración hacia la crítica. En política, todas aquellas opciones que surgieron como respuesta al gran dislate neoliberal fueron laminadas sin conmiseración. Miren por ejemplo a Jeremy Corbyn, que a muchos, aunque sea por lo rojo y la filia musical británica, nos hizo volver a mirar con esperanza a la socialdemocracia. Se le machacó impunemente, utilizando la mentira antes de que Trump hiciera de lo fake tendencia, por parte no sólo de los tabloides derechistas, sino también desde las cabeceras del progresismo liberal. A Bernie Sanders le sucedió algo muy parecido, que tuvo su máximo exponente cuando el siempre bien ponderado New York Times le montó una miserable campaña acusándole taimadamente de agente soviético simplemente porque el hombre, en su época de alcalde, intentó tener unas relaciones políticas humanas con alguna ciudad de la URSS.

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Pero si hay un ejemplo, a nivel mundial, de odio desaforado a los críticos ese ha sido el caso del tratamiento a Podemos. Desde la vertiente mediática, donde parte de la prensa colaboró con la trama cloaquera de algunos mandos policiales publicando todo tipo de noticias tan falsas como fabricadas, hasta la judicial, donde a Pablo Iglesias ya sólo le falta que le abran una investigación por el cambio de la coleta al moño: algo raro, presuntamente delincuencial, ha de tener tal ingenio capilar. Pero no sólo. Lo destacable es que otra parte del ecosistema mediático, siempre dispuesta a dar lecciones de periodismo e integridad, ha tenido momentos donde ha rozado la manía persecutoria. Un día convendría hacer un listado detallado del acoso, sin más retórica que la cuantificación de lo que se dijo y lo que al final resultó.

Unidas Podemos y sus dirigentes, actuales y pasados, han cometido una multitud de errores apreciables desde que entraron en la esfera pública, no muchos más, por otro lado, que otros políticos a los que se ha tratado con guante de seda, como Rivera y Ciudadanos. Sería precepto de cada persona enjuiciar su papel en la política española siempre que tuviera una información mesurada, al menos, de qué han supuesto en la misma. Parece difícil que alguien pueda tener una opinión razonada sobre algo, cuando a ese algo se le ha pintado, por tirios y troyanos, como el mal definitivo. Iglesias y los suyos me recuerdan a los protagonistas de Cowboy de medianoche, sobre todo porque la cuestión ya no es si ganan o no unas elecciones, sino preguntarse cómo pueden seguir de pie a estas alturas de la pelea habiendo recibido tantos golpes.

El problema, no para Unidas Podemos, sino para todos, sea usted progresista o conservador, es que un país que desprecia a los críticos siempre retrocede. No se trata de que el que se sitúa como alternativa a lo existente tenga la razón por sí mismo, sí que se ha puesto más interés y energía en acabar con ellos que en solucionar los problemas que les dieron la oportunidad de montar un partido y saltar al terreno de juego. Cada vez que se habla del “casoplón” se deja de hablar de la precariedad laboral, cada vez que se atiende a una fabulación judicial se nos separa del debate sobre los alquileres, cada vez que algún sinvergüenza extiende rumores sobre la vida personal de los dirigentes de UP estamos dejando de prestar atención a los fondos de cohesión, la reindustrialización o a qué diablos le pasó a esa que creíamos la mejor sanidad pública del mundo. Tengan cuidado, ninguno de ustedes se acerca al brillo de ese cowboy llamado John Voight, todos pueden tener un tropezón el día menos pensado.

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