Qué ven mis ojos

¿Qué es peor, lo que se barre bajo las alfombras o lo que se oculta detrás de las banderas?

“Si muerdes la mano que te da de comer, la convertirás en un puño”.

Cuando no se sabe cómo definir algo, hay dos opciones: guardar silencio o inventarse una palabra. Por aquí nos gusta más la segunda posibilidad, así que bautizamos lo nuevo en un abrir y cerrar de ojos, tal vez por estar a la altura de un país con tantas iglesias; y a todo lo que se hace notar, le ponemos nombre o un alias, según los casos: los que escuchan, para hacerse la ilusión de que lo han comprendido; los que hablan, para dar a entender que pueden explicárnoslo. El neologismo que estos días se lleva la palma es turismofobia y sirve para definir los ataques a nuestro negocio por excelencia, del que viven o sobreviven, depende de si hablamos de los de arriba o los de abajo, una buena parte de los españoles. Los pinchazos de ruedas de bicicletas de alquiler, las pintadas en los muros y en los parabrisas de los autobuses o los sabotajes con silicona contra las cerraduras de hoteles y restaurantes frecuentados por extranjeros son el mecanismo que han seguido en Cataluña, la Comunidad Valenciana y Baleares algunos grupos al parecer afines a la CUP, partidarios de la violencia blanda y quién sabe si, en un futuro cercano, del independentismo de barricada, contenedor ardiendo y cóctel molotov.

Para predicar con el ejemplo su teoría de que todos los partidos, sea cual sea su bandera, deben mostrar una unidad sin fisuras en los temas de interés nacional, aunque eso sí, nada más que cuando les beneficia a ellos, los rivales políticos de la alcaldesa Ada Colau se han lanzado en tromba contra ella, una para todos y todos para una, el PP y el PDeCAT remando en el mismo barco, no revueltos pero sí juntos, lo cual no es nada raro aunque hoy pueda llegar a parecerlo, dado que son enemigos cordiales; que los une todo menos las ganas de separarse de uno de ellos, que los dos son la derecha de toda la vida y que saben ir de la mano mientras se golpean, como los gemelos mal avenidos.

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La alcaldesa, siempre esquivando por un lado el fuego amigo y por el otro el de los rivales, tardó un poco en reaccionar, pero ha condenado sin asomo de duda los ataques, prometiendo que “se han denunciado, se investigarán y los responsables tendrán que responder ante la Justicia”. A Colau, la esperan con cuchillos en muchas esquinas, tal vez por haber abierto las hostilidades contra uno de los grandes escándalos de nuestro país, que son los pisos de invierno y sobre todo de verano invisibles para Hacienda y para la ley, en los que se hospeda cada año a cientos de miles de visitantes sin declarar los beneficios ni ofrecer garantías; por proponer una regulación general del sector que consiga, entre otras cosas, limitar el número de alojamientos que se pueden ofertar en una ciudad antes de hacerla morir de éxito; y finalmente por querer destinar los fondos de la tasa turística a los barrios más necesitados y al transporte público. Suena bastante sensato, pero algunos lo han entendido como una declaración de guerra. Seguramente los mismos que están convirtiendo la Ciudad Condal, por ejemplo, en un parque temático más rentable que habitable.

En España hay gente a la que le causa molestias la invasión que sufrimos en julio y agosto, con toda seguridad, porque las multitudes no son fáciles de manejar; ni se puede ver con agrado la explotación medioambiental descontrolada; ni son cómodos el exceso de ruido y las aglomeraciones. Y no hace falta decir que nadie querría ver ni en pintura a determinados gamberros que siembran el caos allá por donde pasan y lo mismo saltan a la piscina desde un quinto piso o de balcón en balcón, que transforman las ciudades en vertederos o se lían a botellazos contra la Policía municipal. Pero de ahí a decir que en España existe esa cosa, la turismofobia, hay un abismo. El favor no es que sea flaco, es que es esquelético, porque no hay nada que se contagie más que un titular sensacionalista, y determinada prensa internacional está deseando extender la alarma: hay muchos millones en juego. Si eso ocurre, ¿qué nos quedaría? Lo contrario de vender una marca, es quedar marcados.

Aquí se viene desde todos los rincones del planeta porque esto es un paraíso, un país inolvidable, bello de norte a sur y de este a oeste, con una cultura, una naturaleza, una gastronomía y una gente maravillosas. Ahora, hay que conseguir que sea un Jardín del Edén sostenible, cuidar las manzanas y ahuyentar a las serpientes, que unas veces pueden ir disfrazadas de revolucionario y otras de independentista de ocasión y por interés, no de los que defienden esa opción legítima porque obedece de verdad a sus convicciones, sino de los que se han subido a ese tren por oportunismo y para despistar, como ha hecho una parte de lo que siempre ha sido y siempre será la derecha más mohosa de una Cataluña a la que, por cierto, desvalijaron mientras hacían ondear su bandera y los mismos a los que saqueaban los sacaban en procesión y los subían a los altares. Porque, si hablamos de turismo, menudos compañeros de viaje se han buscado a la hora de emprender esta aventura.

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