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Contra la subida del salario mínimo, entre la indecencia y la ignorancia

Fernando Luengo

Unidos Podemos y el Gobierno del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) han suscrito un acuerdo para los Presupuestos Generales de 2019. Uno de los puntos centrales del mismo ha sido la decisión de elevar el salario mínimo desde los 736 euros actuales hasta los 900.

Como cabía esperar, los políticos y los economistas de derechas han abierto la caja de los truenos, sacando su indignación a pasear por los medios de comunicación y lanzando todo tipo de amenazas sobre los supuestos efectos catastróficos que se derivarán de esa subida. El Fondo Monetario Internacional, siguiendo una práctica que es habitual en esta organización, ha entrado inmediatamente en la refriega, advirtiendo asimismo de las consecuencias perversas que, de llevarse a cabo, tendrá sobre nuestra economía. Lo mismo ha ocurrido con los dirigentes de la gran patronal. Todos de acuerdo.

Entre otros “males”, desde estos espacios se asegura que, teniendo en cuenta que el conjunto de medidas contenidas en el acuerdo presupuestario supondrá un sustancial aumento del gasto de las administraciones públicas, asistiremos a un desbocamiento presupuestario; también se advierte que aumentará el desempleo, revirtiéndose así la tendencia de los últimos años a su reducción. Todo ello, según este planteamiento, nos situará de nuevo en un escenario de crisis.

Me centraré en las líneas que siguen en el segundo de los aspectos, el impacto del alza del salario mínimo en la dinámica ocupacional, pero antes considero imprescindible dejar claro un principio básico que, en mi opinión, debe estar en el corazón de la argumentación. De entrada, para defender un salario mínimo digno no acudo (no quiero acudir) a la economía ni a los economistas, sino a los derechos humanos básicos, derechos que deben proteger la vida y que son inherentes a la condición de ciudadanía.

Lo defiendo por solidaridad y por decencia, porque no es aceptable que en pleno siglo XXI, en una sociedad que hace gala (y ostentación) de la enorme capacidad de creación de riqueza (al precio, eso sí, de destruir el planeta y de una distribución crecientemente desigual de la misma), haya asalariados cuyas retribuciones les colocan por debajo del umbral de la pobreza.

Reparemos en este sentido en el imparable ascenso en el porcentaje de trabajadores pobres; un proceso que ha cobrado una gran intensidad en los años de crisis, pero que era perfectamente visible en la Unión Europea (para quien quisiera verlo) en las décadas previas al estallido del crack financiero. De acuerdo con la oficina estadística de la Unión Europea, entre 2007 y 2017 dicho porcentaje ha aumentado en nuestra economía en unos tres puntos porcentuales (sólo por detrás de Bulgaria y Hungría) y ocupamos el segundo lugar, a continuación de Rumanía, en el ranking de países comunitarios.

Según los datos proporcionados por el Instituto Nacional de Estadística, el salario bruto mensual del decil más bajo era en 2016 de 463 euros y el del siguiente de 857 euros (en ambos tramos se ha registrado una sustancial pérdida de capacidad adquisitiva). Un último dato, también significativo, proporcionado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico revela que entre las economías europeas para las que ofrece información estadística, la nuestra es la que tiene un salario mínimo mediano más reducido; un valor de 0,40 frente a, por ejemplo, Francia (0,62), Grecia (0,48) o Portugal (0,61).

Con este panorama, verdaderamente desolador, del que en absoluto cabe enorgullecerse, mucho antes de sacar la calculadora para entrar en los detalles de cómo se financia esta, o cualquier otra, subida del salario mínimo, es necesario proclamar que todas las personas –las que tienen un trabajo y las que carecen de él– tienen derecho a vivir su vida con dignidad. Ello supone estar en condiciones de cubrir sus necesidades como seres humanos; sobre todo cuando, por otra parte, se observa que crece sin cesar la obscena concentración de poder y riqueza en una minoría de privilegiados. ¡Cuanta razón tenían los indignados que desde las calles proclamaban a los cuatro vientos “lo llaman democracia y no lo es”!

Pero aterricemos en el argumento económico central de los que se oponen a la subida del salario mínimo, incluso a su existencia. Como indicaba al comienzo del texto, se nos cuenta –sí, en efecto, es un cuento– que tiene consecuencias contraproducentes en el empleo, destruirá puestos de trabajo, especialmente entre los asalariados con un nivel de cualificación más bajo.

Según este planteamiento, la elevación del salario mínimo supone aumentar el de los trabajadores que perciben retribuciones más bajas –los que se encuentran en posiciones más vulnerables–, lo que desalienta su contratación o propicia su despido. En un sentido contrario, su aminoramiento o, simplemente, su eliminación (como, sin el menor pudor, defienden los economistas más conservadores y reaccionarios), al reducir los costes laborales para las empresas, favorece la creación de empleo, especialmente en esos colectivos.

Conviene aclarar, antes de proseguir, que, si bien es cierto que el salario de un número creciente de trabajadores se sitúa por debajo del mínimo legal, un porcentaje sustancial de estos recibe retribuciones por encima de ese mínimo. En este caso, su aumento no tendrá repercusión directa; aunque eso sí (y es muy de agradecer) será un estimulante aire fresco para que todos los colectivos reclamen y reciban retribuciones justas por su trabajo. De esta manera empezaremos a revertir la deriva salarial que tanto daño ha provocado en la economía española y europea.

En cuanto al núcleo de la argumentación, nada nuevo bajo el sol. En el centro de este relato está la represión salarial – ¡Siempre dando vueltas alrededor del mismo mantra!– a la que se otorga la virtud de ser un vivero de creación de empleo. Esa política, al reducir los costes laborales, tiene, nos dicen, un doble efecto positivo sobre los márgenes de beneficio y la competitividad de las empresas. Ello estimula la actividad inversora y amplia los mercados. El resultado final: más y mejor empleo.

Un escenario, sostenido en un relato cargado de ideología y de apriorismos, que nada tiene que ver con lo que acontece en la economía realmente existente, la que debemos tomar como referencia obligatoria; pero, ya se sabe, si la realidad va por otro lado, ¡peor para ella, no se cambia ni una coma de un relato que es tan lucrativo para las élites!

Desde el nacimiento del euro hasta la implosión financiera (2000-2007), en la economía española el peso de los ingresos salariales en la renta nacional se redujo en 2,4 puntos porcentuales; y desde 2010 hasta 2017 lo ha hecho en otros 3,5 puntos. Esa dinámica pone de manifiesto que, tendencialmente, los salarios han progresado menos que la productividad del trabajo, se han mantenido estancados o, como hemos indicado antes, se han contraído.

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Esa política salarial restrictiva ha estado detrás del aumento de la desigualdad, ha sido uno de los motores de la financiarización de los procesos económicos, ha contribuido al debilitamiento tanto del consumo como de la inversión y nos ha llevado a la crisis… y a la destrucción de millones de puestos de trabajo (especialmente entre los trabajadores más vulnerables). Y su intensificación durante esta “década perdida”, además de agravar los problemas estructurales de la economía española, nos ha atrapado en un bucle que ha dificultado la superación de la crisis, ha agravado la fractura social y ha reforzado las prácticas empresariales depredadoras; siendo responsable de los altos niveles de desempleo y del continuo aumento del empleo basura.

La elevación del salario mínimo –en el estado español y en el resto de los países europeos– hasta situarlo en el 60% del salario medio es el camino a seguir. Sirve como “suelo” a la hora de acometer la negociación colectiva –en la actualidad, bajo mínimos, dada la posición prominente del capital frente al trabajo–, fortalece las capacidades de negociación de los trabajadores, reconoce derechos ciudadanos dentro de las empresas y limita la vía depredadora de aumentar la rentabilidad y la competitividad sobreexplotando a los más débiles. Se abre de esta manera una ruta modernizadora del tejido productivo que es necesario ampliar y consolidar. ___________

Fernando Luengo es economista y miembro del círculo de Chamberí de Podemos.

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