Plaza Pública

La banalización del escrache

Javier Franzé

Escrache no viene de scratch (“rasguño, herida, raspar, en inglés), sino que su origen remoto es el lunfardo (slang porteño)slang y significa “retratar” en el sentido de “poner en evidencia”, “desenmascarar” la verdadera personalidad de alguien que se escuda en la diferencia entre lo privado y lo público.

El origen relativamente reciente de ese término fue el uso que le daba un capocómico (Carlos Altavista) en los 80 en un sketch televisivo muy popular. En él interpretaba a un porteño de clase popular, que fungía como reportero de un medio barrial, "La Voz del Rioba" ("barrio" escrito al revés, en lunfardo). El personaje mostraba una relación ambigua con las estrellas de la televisión a las que entrevistaba, porque las admiraba pero no incondicionalmente. Justamente, cuando éstas comenzaban a darse aires de grandeza denigrando lo popular, Minguito (así se llamaba el personaje) contestaba cansado: "¡paráááá, a vo´ te vamo’ a escrachá". Es decir, no te creas más de lo que eres porque te conocemos, sabemos las miserias mundanas que se esconden tras el brillo de la fama y el dinero, y lo vamos a contar.

La práctica del escrache comenzó a ser utilizada en Argentina como vía de acción política a mediados de los 90 por las hijas e hijos de los detenidos-desaparecidos (agrupados en la asociación H.I.J.O.S) para desvelar la verdadera identidad de los represores de la dictadura que gozaban de impunidad merced a las leyes de perdón y por lo tanto se hacían pasar por vecinos comunes. Es decir, el escrache se vincula a una impunidad legal en la que se ocultan los delincuentes, y para evitar que vuelvan a ocupar sitios de responsabilidad pública (como los médicos que habían practicado partos a detenidas-desaparecidas en campos de concentración). El lema de la práctica era "si no hay justicia, hay escrache".

La práctica del escrache tenía además rigurosas medidas de ejecución protocolizadas por las organizaciones que recurrían a ella. Por ejemplo, no se hacía si había niños presentes, ni se acosaba físicamente al destinatario. Sólo se informaba al resto de ciudadanos quién era realmente esa persona con la que convivían. El límite era la intimidación.

Es evidente que se recurría al escrache para sortear la desventaja de la impunidad, no para criticar una posición política pública que toma alguien que se sabe quién es, a qué partido pertenece y cuál será su decisión al respecto. Lo público es exactamente lo contrario del cobijo que otorga la impunidad porque no hay nada que desocultar.

De ahí que la comparación con las prácticas fascistas sea tan inapropiada como su aceptación como medida de protesta normal, no excepcional.

No hace falta recordar que el fascismo no señalaba desde ninguna posición deventajosa, sino todo lo contrario, desde un poder estatal omnímodo o, en sus orígenes, desde el poder de la violencia terrorista grupal y sistemática. Tampoco lo hacía para impulsar un juicio justo ni para brindar información a la ciudadanía sobre actos ilegales e inmorales a fin de que ésta pudiera tomar una posición ético-política, sino para degradar y exterminar a personas y colectivos con métodos ilegales e ilegítimos, sin contemplación de ningún tipo.

Además, el fascismo señalaba principalmente por lo que las personas y colectivos eran, no por lo que hacían o habían hecho eran hacíanhabían hecho(los judíos no podían dejar de serlo para incluso protegerse de esa violencia terrorista estatal ilegal), a fin de que pagaran sus culpas ante la sociedad y se reinsertaran en ella.

El escrache tampoco puede ser aceptado como forma de protesta legítima en una situación de normalidad, porque en ella se abre una serie de canales propios de un Estado de derecho: en el terreno jurídico, la denuncia; en el terreno político, la publicidad del daño que debe ser reparado (como ha ocurrido en España con los torturadores de la dictadura que gozan aún de privilegios y condecoraciones estatales).

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El escrache tiene por lo tanto una condición: la excepcionalidad de la impunidad, que condena a la impotencia a las víctimas directas e indirectas (toda la sociedad).

Por ello, su uso no debe ser banalizado ni sacrificado a la competencia partidaria electoral, pues es un recurso democrático que ninguna sociedad querría tener que usar, pero que tiene que poder usar, precisamente para llamar la atención de que hay mecanismos propios de una democracia que no están funcionado adecuadamente.

*Javier Franzé (Profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid)

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