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Plaza Pública

Terraplanismo y batallas culturales

Andrea Greppi

Terraplanismo: dícese del culto profesado por quienes están convencidos que las pruebas recogidas hasta la fecha sobre la forma de nuestro planeta son tendenciosas y que, a pesar de las apariencias, la Tierra es plana. Una congregación menor de este mismo movimiento afirma que esas cosas que se van diciendo algunos por ahí sobre el cambio climático no son más que patrañas izquierdistas. Se dirá que no merece la pena perder ni un segundo en rebatir opiniones como estas. Puras insensateces. Pero los terraplanistas replican que sus creencias deben ser tratadas con más respeto, porque están basadas en la fe. Y no les falta razón: lo que caracteriza a las creencias religiosas es que no son ni verdaderas ni falsas, porque no pueden ser nunca desmentidas. Son por definición inatacables.

No haría falta recordar estas cosas si no fuera porque la izquierda madrileña ha sufrido una hiriente derrota y porque, desde entonces, la derecha ha puesto sobre el escenario público una discusión que está planteada exactamente en estos términos. Desde esta perspectiva, Madrid Central no es sino un síntoma o, mejor dicho, una escaramuza en una batalla cultural más amplia, donde lo que está en disputa es la posibilidad de modelar los contenidos de la agenda pública de una determinada manera. La derecha herida tiene un plan para su rearme ideológico: dar carta de naturaleza, una vez más, a la discusión sobre creencias increíbles.

Hace unas semanas, en campaña, en una de esas respetables emisoras que un día sí y otro también se hacen mofas del populismo, el engolado presentador dedicaba uno de sus floridos monólogos matutinos a ironizar sobre la asistencia de Pedro Sánchez a una conferencia internacional sobre cambio climático, "el escenario ideal para todo progre que se precie". El progre que llega "a una cosa de estas ―decía literalmente el locutor― se excita porque es que se junta todo: los malvados del progreso, los que han industrializado los medios comunes, los que han hecho imposible la convivencia del clima… Es como Don Quijote en un parque eólico, empieza a dar vueltas y vueltas y se lo pasa en grande".

Claro, ya sabemos que no hay que tomar al pie de la letra estos juegos mediáticos. Valgan las licencias literarias: la solidez argumentativa es accesoria. Además, hay muchos otros frentes de batalla, peores que este. El caso es que, por distintos caminos, la vieja imagen de una derecha respetable y tecnocrática, que presumía de saber gobernar como es debido, a diferencia de la izquierda manirrota, envuelta en utopías del pasado, ha empezado a identificarse con una segunda tesis, bien distinta, según la cual es lícito afirmar sin rubor que la prioridad para una ciudad como Madrid, digan lo que digan los progres, es hacer un túnel de muchos carriles que desemboque en la plaza de Cibeles. Uno, o varios: ¿por qué no? Obsérvese: lo que importa no es lo que se dice, sino el mensaje. El objetivo de la nueva derecha revanchista no está en promover un retorno a la caverna ―aunque, si la cosa se tercia, tampoco van a hacerle muchos ascos― sino en promover el deslizamiento hacia un lugar en el que las palabras no valen por lo que significan, sino por la posición que ocupa quien las dice.

A lo que apunta, en definitiva, la involución que la izquierda madrileña no ha sabido frenar ―pero ¿lo ha intentado?― es a la impugnación de la evidencia, a la desestabilización y descalificación de las virtudes que hacen políticamente valioso el conocimiento: las virtudes de la humildad, la diligencia, la apertura intelectual. Cualidades que, en el discurso arrogante de la derecha popularpopulista, de sus portavoces y sus medios, se transforman en simple pretextos tras los que asoman las turbias intenciones de las izquierdas antiespañolas. Y frente todo esto, junto y revuelto, que viva la libertad para ir al centro de Madrid en coche, o la caza, o la cabalgata de reyes. Cualquiera de estas cosas vale tanto como las demás.

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Pero no hay de qué extrañarse. Ese mismo mecanismo del orgullo recobrado a través de la invocación de lo imposible es el que, con otros medios y otro colorido, representa Trump en su tierra; o el que sostiene los planes de Salvini en materia económica, menos divulgados que su política de migraciones; o el mecanismo que respalda el Brexit. Son casos que funcionan, ni más ni menos, como la revocación de Madrid Central. Empecemos a considerarlos como manifestaciones de una política cultural de largo alcance que se caracteriza no tanto por el rechazo al consenso socialdemócrata, o por borrar del imaginario la complejidad y el pluralismo social, sino porque propone ―y consigue― dar carta de naturaleza a la tesis de que da igual de lo que se hable. Esto es, porque nos obliga a todos los demás a echar el rato discutiendo, por ejemplo, sobre si la Tierra es plana.

Mi impresión es que no hemos acertado todavía a medir las dimensiones de esta batalla, ni de la previsible derrota. Por ejemplo, en Madrid, por donde pasan buena parte de los hilos y los humores con los que se teje el estado de opinión del resto del país. Como no acertaba Manuela Carmena, la noche de las elecciones, declarando que Madrid, a pesar de la derrota, va a seguir siendo una ciudad abierta y progresista. Pura negación de la realidad. Estaba hablando Carmena de una ciudad que no es como ella se la imagina, que viene de donde viene y que, entre otras cosas, no ha sido capaz durante décadas de lograr la indispensable alternancia en el gobierno de la Comunidad. A pesar de todo lo que ha llovido. Suspendamos el juicio. Abstengámonos de valorar, en frio, la percepción sobre lo que acababa de ocurrir esa noche. Las palabras de la alcaldesa son también, en el fondo, expresión de creencias irrebatibles.

 

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