Plaza Pública

Contra la impunidad de los afectos: la Ley de Violencia de Género

Soledad Murillo de la Vega

En el año 2004 formé parte de un gobierno dispuesto a emprender una serie de proyectos legislativos que serían tan polémicos como necesarios. El primero de ellos fue la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. La Ley tuvo su origen en una demanda del Grupo Socialista en la oposición, en el año 2002, que el gobierno de Aznar desestimó, a pesar de la insistente vindicación de manifestaciones de mujeres, que cada 25 de noviembre reclamaban una norma específica. Solo el año anterior a la aprobación de la Ley el saldo de víctimas fue de 71, y a pesar de ello muchos aducían que no era útil, porque ya existía una Ley de Violencia Doméstica (LO 11/2003), además del artículo 173 del Código Penal sobre violencia intrafamiliar. El problema era que aquellas mujeres que no formaran parte del sistema familiar quedaban desprotegidas: jóvenes que sufrían violencia y no convivían con el agresor, como quienes en proceso de divorcio eran amenazadas por su expareja.

Esta focalización en la vida afectiva fue muy controvertida al no incluir otros tipos de violencia que figuraban en la Resolución 48/104 de la Asamblea de Naciones Unidas en 1993: “Todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer". Y la opción fue aumentar los mecanismos de protección, a costa de centrarse en las agresiones en el seno de las relaciones sentimentales. Fue extraordinariamente difícil desvincular la violencia de pareja de su interpretación como un asunto privado, ante el cual nunca parecía lícito inmiscuirse. Aún hoy, las denuncias del entorno de la víctima representan menos del 7% del total de las mismas. Así constaba en la Exposición de Motivos de la ley: la violencia no es un problema que afecte al ámbito privado y representa una manifestación de las relaciones de poder históricamente desiguales entre mujeres y hombres.

De las consultas mantenidas con distintos profesionales, la queja unánime fue la escasez de mecanismos de protección. Con la ley, se crearon juzgados especializados, la primera fiscalía de violencia contra la mujer, las Unidades de Violencia en cada Subdelegación de Gobierno provincial. En el año 2004 carecíamos de datos fiables, estaban dispersos por Comunidades Autónomas y se recurría a una sola fuente, el Ministerio del Interior. El principal objetivo para crear la Delegación Especial contra la Violencia de Género fue homologar datos estadísticos, se quería conocer el alcance del fenómeno y para ello se diseñó un Observatorio estadístico, con las características del crimen. Era urgente disponer de datos periódicos y fiables.

Uno de los aprendizajes más estimulantes fueron las sesiones con profesionales que nos contaron sus dificultades para afrontar este problema. Por ejemplo, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad no entendían porqué las víctimas dudaban sobre los hechos mientras se redactaba un atestado. No parecía la respuesta habitual de otros delitos, porque ante un grave conflicto, una persona tiene la posibilidad de huir, pedir ayuda, o responder a la agresión. Sin embargo, para una víctima de violencia ninguna de ellas parecía ser una opción. La huida es tan difícil, por las dudas y el miedo, que la psicóloga americana Leonor Walker escribió una estrategia de fuga específica para las mujeres maltratadas. Los policías también se extrañaban cuando las propias víctimas deseaban renunciar a la Orden de Protección (Ley 27/2003), que comportaba medidas de alejamiento del agresor. Quiero recordar que antes de esta norma existían sentencias de violencia doméstica que prescribían el arresto domiciliario. Todo un sofisma de la jurisprudencia.

Con la misma perplejidad, el personal médico no comprendía la ocultación de sus pacientes sobre los daños causados, y cómo los atribuían a meros accidentes domésticos. Incluso con lesiones, llegaban a encubrir el maltrato. Para resolver esta contradicción deontológica, entre lo que observaban y el relato de la paciente, se crearon protocolos en atención primaria. Todos estos hechos solo se explican si entendemos que una mujer maltratada no se comporta como otras víctimas de delitos violentos. ¿Conocen alguna víctima que mantenga en secreto su devastadora situación ante su familia y sus amistades, además de confiar en que todo cambie –el promedio de permanencia en una relación sentimental violenta es de 8 años– y, lo más estremecedor, experimente un sentimiento de vergüenza paralizante?

El agresor se percibe legitimado para ejercer el poder sobre ella, no en vano le pertenece. Instituciones Penitenciarias manifestaba que el principal obstáculo, en la terapia con hombres agresores, era reconocer que habían cometido un delito, aunque al mismo tiempo manifestaran su cariño hacia la víctima. El agresor vigilará las relaciones personales de su pareja, porque éstas representan una amenaza para su relación. Justificará sus episodios de violencia como un descontrol puntual y le pedirá perdón, si es necesario. Pero, sobre todo, la amenazará sino acata las reglas. Antes de la Ley, las amenazas y las coacciones no eran constitutivas de delito. El artículo 38 las tipificó y elevó la pena en el caso de que fuera un hombre el que amenazara o coaccionara a una mujer, y no a la inversa. Esto provocó encendidos argumentos, tachándolo de discriminatorio. En aquellos momentos, el robo de un objeto de más de 400 euros, sin intimidación ni violencia, era delito; en cambio, amenazar de muerte a una mujer se saldaba en un juicio de faltas y una multa. Ya nos advirtieron los médicos forenses que las amenazas eran la antesala de las lesiones. En la misma situación de amenaza o de coacción, los hombres pueden sentir ira, agresividad, e incluso mucha vergüenza, pero no un terror que les impida defenderse. En todo momento, se hizo evidente la necesaria formación de los operadores jurídicos, y así se recogía en la ley (artículos 89 y 98), pero hasta el año pasado no ha sido obligatoria en la carrera judicial y fiscal (LO. 5/2018).

Una de las oportunidades perdidas para aumentar la efectividad de la Ley fue la propuesta de la presidenta del Observatorio de Violencia de Género del Consejo General del Poder Judicial, Monterrat Comas, de introducir el machismo como un agravante (comparecencia, 20 de julio de 2004), añadirlo a la xenofobia, el antisemitismo, o el racismo (artículo 22.4 del Código Penal). Curiosamente, hace unos días, Miguel Lorente planteó que el Pacto de Estado contra la Violencia de Género debería haber sido “contra el Machismo”. Estoy convencida de que, de haber existido este agravante, no hubiera sido fácil aprobar la Ley sobre la Racionalización de la Administración Local (Ley 27/2013), cuyo ahorro implicó eliminar las competencias de los ayuntamientos en esta materia, como si los servicios a las mujeres víctimas de violencia no fueran tan urgentes como el gasto en alcantarillado. Esta infame decisión, quedaría derogada cinco años después, para poder transferir fondos a los ayuntamientos, como obligaba el Pacto de Estado (Real Decreto-ley 9/2018).

Aún queda pendiente la modificación del artículo 416 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que exime a los parientes de un procesado de prestar declaración contra él. Si en algunos delitos tenía sentido, para no arrastrar a los familiares por la conducta delictiva de uno de sus miembros, en el caso del maltrato provoca una gran indefensión para la víctima, puesto que priva al Tribunal de la carga probatoria. Hecho que deriva en un sobreseimiento o una sentencia absolutoria. En el año 2013, la fiscal contra la Violencia de Género, Soledad Cazorla, recogió en la Memoria Anual los graves efectos de esta dispensa, puesto que era la principal causa para retirar cargos contra el agresor. Basta una cifra para entender el problema: en el año 2018, 4.455 víctimas renunciaron a declarar. ¿Tendríamos un número tan elevado de mujeres si los jueces les hubieran informado –también– de las consecuencias de acogerse a este precepto?

La Ley sufrió diferentes agravios: la acusación de fracaso al vincular su eficacia con el número de asesinatos de mujeres. Regla que no opera para los casos de fraude fiscal, ante los cuales nadie inhabilita la Ley General Tributaria (Ley 58/2003). También fue la Ley más recurrida de nuestra democracia, a pesar de haber sido aprobada por unanimidad. Lo peor fue introducir la idea de las denuncias falsas en la opinión pública. El informe de la Fiscalía General del Estado del año 2017 evidenció que éstas tan solo representan un 0,01%, del total de denuncias entre los años 2009 y 2016. El mismo informe insta a los funcionarios públicos a cumplir con su deber de denunciar, dado su escaso número por parte de profesionales de la sanidad, o de servicios sociales, o de educación.

Desde el año 2019 la Delegación de Gobierno está incorporando en sus indicadores las violencias sexuales, del mismo modo que el teléfono de emergencia 016 recoge demandas de información sobre esta materia. Es nuestra obligación, dado que España ratificó el Convenio de Estambul en el año 2014, un tratado que recuerda cómo el género constituye un factor de riesgo. Es cierto que una tarea urgente estriba en diseñar una estrategia de prevención de la violencia, pero de todas las violencias, incluidas las sexuales, así como reformas en el Código Penal, como así lo estaba estudiando el Grupo de Codificación del Ministerio de Justicia en los casos de violación.

La tarea de una sociedad decente, como diría Martha Nussbaum, es ofrecer a su ciudadanía las mejores condiciones para desarrollar sus capacidades. Esto se logra si colocamos la igualdad como un derecho que no admite ser negado, tanto en la esfera pública como privada. Nos toca ser intransigentes ante quienes niegan este fenómeno, ante quienes esquivan los datos, porque de consentirlo, en nombre de la libertad de expresión, sería otra forma de violencia sobre las mujeres. ________________

Soledad Murillo de la Vega es profesora de Sociología en la Universidad de Salamanca. Fue secretaria general de Igualdad en la VIII Legislatura.

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