Plaza Pública

La literatura contagiosa

Emilia Piñeiro

En 1348, Giovanni Boccaccio regresaba a Florencia después de vivir muchos años en Nápoles, más dedicado a lucirse en la Corte que a sostener los negocios de su padre, un poderoso mercader. En Nápoles se había enamorado de Fiametta, que lo abandonó y lo sumió en la melancolía de la escritura. Cuando regresó a Florencia, durante el año de la peste, era un escritor experimentado. El negocio paterno se hundía y la nobilissima città desinfectaba las calles, prohibía la entrada a los extranjeros y asistía impotente a una procesión de enfermos con los sobacos llenos de bubones. La epidemia florecía por la escasez de médicos y la abundancia de curanderos y charlatanes que, como en todas las epidemias, hacían su agosto instalados en la impunidad de los bulos que hoy conocemos como fake news.

La solución era ya el aislamiento: “Algunos pensaban que vivir moderadamente y guardarse de todo lo superfluo debía ofrecer gran resistencia y, reunida su compañía, vivían separados de todos los demás recogiéndose y encerrándose en aquellas casas donde no hubiera ningún enfermo y pudiera vivirse mejor, usando con gran templanza de comidas delicadísimas y de óptimos vinos” , escribió en El Decamerón, un relato de relatos que se cuentan diez personas sanas y confinadas. Fue una obra pionera que inauguraba una fructífera tradición en la narrativa. La peste pasó pero Boccaccio sigue recordándonos, desde su pedestal en el palacio de los Uffizzi, que la literatura es una enfermedad contagiosa que cura otras infecciones, entretiene la espera de los sitiados o calma los nervios de los que no soportan el claustro.

Los relatos sobre las enfermedades epidémicas empezaban a tener su propio credo: la plaga como castigo apocalíptico, un credo que se extendió hasta finales del siglo pasado con el SIDA; su propia retórica: la enfermedad como alegoría de la corrupción del poder; su propia vía de transmisión: el bulo; sus propios héroes: los médicos y los enfermos; y su propio tiempo narrativo, un tiempo cerrado entre la incredulidad de los primeros días y el momento de la liberación. Porque también para la literatura, toda epidemia es, como ahora, un azar que impone la clausura, el vértigo de la incertidumbre, el miedo, el azote de la estupidez y el consuelo de la bondad. Y que lo cambia todo en un momento.

En el Diario del año de la peste, Daniel Defoe relata la plaga que se cebó con la ciudad de Londres en 1664. Tenía apenas diez años y no recordaba el desastre que relató, mucho tiempo después, a partir de los diarios de su tío Henry. “El rumor se desvaneció y la gente empezó a olvidarlo, como se olvida una cosa que nos incumbe muy poco, y cuya falsedad esperamos. Eso hasta fines de noviembre, cuando dos hombres murieron apestados”. Aunque no de la peste, Defoe sí tenía memoria del aislamiento, tras su estancia en la cárcel por escribir panfletos contra la nobleza anglicana. En el Diario, escrito en primera persona por un narrador devoto de su Dios, insiste en recordarnos que nadie está a salvo de los caprichos de una epidemia y en negar que cualquier Altísimo nos esté castigando.

El anticlerical arrepentido Alessandro Manzoni va un poco más lejos y acusa a la indiferencia de las autoridades y a la demora en ordenar “la prescripción de los cordones sanitarios en torno a Milán”, como responsables de la difusión de la enfermedad. Los novios (1827) es una novela romántica, y una epidemia en sí misma para los escolares italianos obligados a leerla. Describe la peste, en la Lombardía española de 1630, como la última zancadilla que pone la providencia a Renzo y Lucia, en una crónica minuciosa que ocupa el final de la novela.

La peste era ya pasado y estaba a punto de eclosionar la gran pandemia blanca, la enfermedad romántica: la tuberculosis. Susan Sontag la estudió y demostró que el azote de dios se había puesto de moda. La tez pálida, la languidez o el reposo en sanatorios de montaña dieron mucho juego desde La dama de las camelias, de Dumas, hasta La dama del perrito, de Chéjov; desde el Valdemar, de Poe, hasta La montaña mágica, de Mann. Thoreau, enfermo y aislado, escribía en 1852: “La muerte y la enfermedad suelen ser hermosas, como la fiebre tísica de la consumación”La muerte y la enfermedad suelen ser hermosas, como la fiebre tísica de la consumación. Orwell, también enfermo, hizo héroes a los animales; Saint-Beuve esgrime el mal du siécle como causa de la decadencia y la vanidad, y Kafka lo utilizó para encerrar en una habitación a un pobre tipo que se creía un bicho.

También Albert Camus sabía lo que era aislarse por culpa de la tuberculosis, crónica en su caso, que lo habría matado si no se hubiera encargado del asunto un fatal accidente de carretera. Durante uno de sus encierros terapéuticos comenzó a escribir La peste, un relato inspirado en la epidemia de cólera que había asolado la ciudad de Orán un siglo antes. Dios ya había muerto y Camus, cuya obra está a punto de convertirse en best-seller con la crisis del coronavirus, convirtió la epidemia en una cuestión moral, una alegoría del nazismo, otra peste que contaminó, aisló, mató y discriminó la maldad y la calma, la estupidez y la solidaridad.

Susan Sontag como metáfora

Susan Sontag como metáfora

La mal llamada Gripe española, que en 1918 cosechó más muertes que la gran guerra, no tuvo mucho éxito como argumento literario, tal vez porque las plumas estaban muy ocupadas por el relato de trincheras. Pero el siglo XX será rico en letras infecciosas desde la hermosa distopía de Jack London hasta que García Márquez colocó la bandera amarilla del cólera en la nave que protegía a dos ancianos que se amaban. O hasta la epidemia de polio que atacaba a los niños en la última obra de Philip Roth. Algún día, alguien escribirá el diario del año del Coronavirus; tal vez alguien esté ya escribiendo un Decamerón virtual. De momento estamos muy ocupados en organizar la cuarentena, sobrevivir a los charlatanes y comprender que solo lo imprevisto nos cambia la vida. Mientras, leamos.

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Emilia Piñeiro es escritora y periodista.

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