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Alarma de Estado

Pablo Casado y Cayetana Álvarez de Toledo, en sus escaños del Congreso.

Joan Carles Carbonell Mateu

Asistimos, con cierta perplejidad, a una subida de tensión sin precedentes justo en el momento que reclama más unión y sensatez. Salir de las limitaciones que ha impuesto la pandemia sin que ésta esté superada y afrontar la gravísima crisis social que nos espera exige, si quiere afrontarse con éxito, enormes dosis de prudencia y de sensibilidad que se nos antojan incompatibles con la situación política que se ha creado y con el deleznable comportamiento y la cortedad de miras con las que actúan –unos muchísimo más que otros– los llamados a protagonizar la conducción del Estado. Y eso se convierte en una alarma aún más difícil de soportar que la que nos ha mantenido confinados. Porque de ésta podemos salir mucho peor. Cuando todos los Poderes del Estado cometen errores o, lo que es mucho peor, provocan deliberadamente la deriva con el único fin de hacer fracasar la gobernación y sustituir el Gobierno constitucional de España por otro acorde con los intereses de la élite de siempre, a cuyo servicio hay que estar si se pretende ser reconocido como legítimo, suena la verdadera alarma de Estado.

El Ejecutivo ha cometido errores de bulto, es cierto. Lo que no invalida su absoluta legitimidad: es, y lo repetiré insistentemente, el Gobierno constitucional de España. Sin duda uno de esas equivocaciones de bulto que ahora se le vuelve en contra es mantener la confianza como alto mando de la Guardia Civil a alguien con el historial del Teniente Coronel Pérez de los Cobos; el máximo responsable de la actuación policial del primero de octubre en Cataluña, y del vergonzoso impacto que causaron las imágenes difundidas en todo el mundo. Cuando no se toman las decisiones a tiempo, cuando falta el ejercicio del poder legítimo que corresponde a quien ocupa el Gobierno constitucional de España, acaba perdiéndose el control de la situación. Y ahora la reacción puede provocar una crisis mucho más grave.

Por seguir refiriéndome a los acontecimientos de los últimos días, también conviene recordar a Pablo Iglesias, y es indecente no solidarizarse con él después de lo que ha tenido que escuchar, que no es el portavoz de su grupo parlamentario a quien son lícitas ciertas licencias en el mensaje político, sino Vicepresidente del Gobierno constitucional de España. Y que, justo por eso, no debería contribuir a un progresivo incremento de insultos y desprecios que, aunque le asista toda la razón, no benefician a la causa de la razón política.

Pero, claro, el más lamentable espectáculo tiene lugar en el Parlamento. Por supuesto, el parlamento constitucional de España. La actuación de los partidos que componen la denominada "oposición democrática" no tiene parangón en ningún país de nuestro entorno geopolítico. Y eso tiene su origen en un punto de partida inadmisible en Democracia: negar la legitimidad de quien ocupa el Poder habiendo llegado a él de la única forma admisible en un Estado de Derecho: ostentar la legitimidad democrática consiguiendo los apoyos parlamentarios suficientes. La labor de la oposición en tiempos tan sumamente dolorosos como el que estamos viviendo no puede ser la de aprovechar los muertos para arrojárselos al Gobierno constitucional de España ignorando, cuando no provocando, los propios disparates desde los gobiernos autonómicos de las comunidades donde más golpea la pandemia.

Vox va a la suya: destrozar el sistema constitucional al precio que sea. Ellos sueñan con otra cosa. Nada frenó al fascismo contra la Segunda República como nada ha frenado al Absolutismo en toda la Historia de España y nada detendrá a la barbarie en sus intentos. Sólo la Razón Democrática les ha de vencer y a ellos deberían estar oponiéndose los que pomposamente todavía se autodenominan, con clarísimo sentido excluyente, "constitucionalistas". En lugar de eso, el partido que debería representar al centro derecha, tan necesario para el funcionamiento del sistema democrático, opta por adelantar por la indecencia al propio fascismo. La intervención de su portavoz ha atravesado todas las líneas de lo tolerable. Cayetana Álvarez de Toledo ha hecho conscientemente un uso perverso de la inviolabilidad parlamentaria para lanzar odio e injurias y calumnias gravísimas que, fuera de una sesión parlamentaria convocada reglamentariamente, serían sencillamente constitutivas de delito. En mi opinión, esta señora carece a partir de ahora de la dignidad suficiente para seguir desempeñando el cargo de portavoz del principal grupo de la oposición. Y bien haría éste en planteárselo.

Tampoco el Poder Judicial sale bien librado en los acontecimientos que estamos viviendo: el más elemental respeto al procedimiento habría llevado a la Jueza que instruye el que deriva de una querella de un particular al Presidente del Gobierno y al Delegado de éste en la Comunidad de Madrid a inhibirse y no a partir éste hurtando su lógica unidad y la competencia del Tribunal Supremo. Claro, que también debería haberle llevado a inadmitir una acción popular por un pretendido delito de prevaricación por omisión, por no haber prohibido aquello que los que la jalean reclaman al Gobierno: libertad de expresión y manifestación. Ni se podía hacer mucho más sin estado de alarma –lo que parece olvidarse cada vez que se vota en contra de una prórroga–, ni es lícito calibrar lo sucedido con los datos y el conocimiento que ahora tenemos. Curioso es también el discurso de Vox que podría resumirse en apoyar la querella –lo hacen en su discurso– por el delito de no haber prohibido su propio congreso y la conducta extremadamente contagiosa de su Secretario General. Imagino que habrían aplaudido esa prohibición en aras al bien de los españoles. Mientras, por cierto, el Consejo General del Poder Judicial, con su mandato caducado –como consecuencia de la brillante intervención de un senador popular que desbarató la renovación, probablemente porque su partido prefería prorrogar la situación actual– procede al nombramiento a discreción de Jueces y Magistrados en puestos clave, para los que elige a quienes estén más lejos de la edad de jubilación y más cerca de determinada ideología.

Triste panorama que afecta a los tres poderes del Estado. Pero aún hay más. El Tribunal Constitucional ha interrumpido su trabajo por miedo a un ataque cibernético. Debe ser la única Institución que no ha recurrido a la videoconferencia y al teletrabajo. Y una última reflexión. Cuando contemplamos la situación en otros países europeos, en alguno de los cuales como el Reino Unido los errores del ejecutivo han sido visiblemente mucho más gruesos, no asistimos a nada parecido a lo que sucede aquí. Se ha puesto Portugal como ejemplo de buen hacer. Allí el líder de la oposición y el Primer Ministro van de la mano en asuntos que afecten a la crisis sanitaria; discuten de otras cosas y, por cierto, de forma mucho más sosegada y racional. Y, muy probablemente, buena parte del mérito de que eso ocurra corresponda a la excelente labor mediadora que desde el principio de su mandato viene ejerciendo el Presidente de la República, Marcelo Rebelo de Sousa. Es verdad que a ello contribuye la legitimidad democrática de la que está dotada la Primera Magistratura del país vecino. Pero tampoco ésta es imprescindible para mostrar una empatía con los ciudadanos en momentos tan trágicos ni para ejercer un poder moderador que llame a la racionalidad en una situación en la que vamos a salir del estado de alarma para continuar sumergidos en una Alarma de Estado.

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Joan Carles Carbonell Mateues catedrático de Derecho Penal en la Universitat de València.

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