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Desde la inviolabilidad del rey a la República

El rey Felipe VI junto a su padre, el rey emérito Juan Carlos I.

Francisco Soler

La posibilidad de un "monarca delincuente" fue un debate que estuvo presente en el proceso constituyente. Algunos como Enrique Gimbernat –decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Alcalá de Henares en aquel entonces y catedrático de Derecho Penal– adelantaron y advirtieron de ello. De la misma manera se han cumplido los peores vaticinios de Óscar Alzaga, que se negaba a aceptar esta posibilidad debido a las consecuencias que traería: si la hipótesis de que el rey delinquiera se hiciesen realidad "nos encontraríamos ante el desprestigio y, por ende, ante el ocaso de la Institución monárquica". Declive que se palpa tras el enésimo intento de investigación de las finanzas del rey emérito.

Y es que la respuesta de los letrados del Congreso de los Diputados a la solicitud de creación de una Comisión de Investigación por varios grupos parlamentarios: "Las prerrogativas constitucionales del jefe del Estado despliegan sus efectos de forma permanente", era bastante previsible. Prerrogativas que significan que a quien se le reconoce este privilegio no puede ser censurado, ni acusado, ni sometido a juicio. Y así será una vez más para desgracia y vergüenza de los españoles, a pesar del criterio del Ministerio Fiscal más acorde al Estado social y democrático de derecho que somos o decimos ser.

El artículo 56.3 de la Constitución, a pesar de su parquedad, es claro: "La persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad". Si se lee con atención dicho precepto se observa que la inviolabilidad y la irresponsabilidad están conectadas a «la persona del rey", es decir, al individuo Juan Carlos de Borbón, no a la Jefatura del Estado. Quiere ello decir que esas "prerrogativas constitucionales" están sujetas a una condición para que puedan ser efectivas: que no es otra que la de ser rey. Mientras se cumpla la condición se mantienen las prerrogativas. Y en tanto el rey no fallezca o no le fuere retirado el título el privilegio subsiste.

Corrobora esta tesis la redacción del artículo 56 de la Constitución. En sus tres apartados se refiere al rey como Jefe del Estado, como rey de España y a la persona del rey, desvinculada del cargo o referenciada a España. Y es en el último apartado, el tercero, donde establece la inviolabilidad y la irresponsabilidad, sin sujetar este privilegio al ejercicio de su cargo. Y esto tiene su lógica jurídica y política. Si el legislador constituyente hubiera querido vincular los privilegios de inviolabilidad e irresponsabilidad al ejercicio de la Jefatura del Estado, así lo habría declarado en el texto del precepto. Pero no lo hace. Y es que además con ellas lo que se busca es la protección de la institución a través del blindaje de su titular. Por ello estas prerrogativas protegen al rey en el ejercicio de su cargo y también cuando ha cesado en él.

Pero obsérvese que, tras la abdicación del rey Juan Carlos I, por el Real Decreto 470/2014, de 13 de junio, se le ha mantenido a éste el título de rey y el tratamiento de Majestad con carácter vitalicio. A mi juicio esta es la jugada que refuerza la letra del artículo 56.3 de la Constitución y la interpretación que hacen los letrados del Congreso de los Diputados. ¿Pero qué ocurriría si dicho Real Decreto fuera derogado? Este es otro debate.

El precio que los españoles pagamos para traer la democracia fue la restauración monárquica, a costa de la desaparición de las fuerzas políticas republicanas del proceso constituyente, en una operación perfectamente orquestada. La legalización del PCE en la semana Santa de 1977 se ha usado para acreditar el marchamo democrático de la Transición. Pero también se usó ésta para tapar –con excusas jurídicas– el retraso deliberado que se produjo en la legalización del partido que agrupaba a los republicanos: ARDE (Alianza Republicana Democrática Española), que no llegó hasta después de las elecciones de junio de 1977, impidiendo así su participación en las mismas y en el proceso constituyente que se abría. Como señaló Emilio Torres Gallego: "En 1977 las candidaturas republicanas eran cuanto menos una incógnita, 'porque podían arrastrar muchos votos y dar como resultado una importante minoría en el Parlamento. (…) [De esta manera] la famosa democracia se quedó sin saber si la opción republicana podía o no aspirar a algo'”. Esa operación tuvo dos beneficiarios: el PSOE, que logró hacerse con la mayoría del voto republicano, y la derecha, que pudo salvar el punto principal de la operación reformista de la Transición: la restauración de la Monarquía.

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Pero el pasado siempre vuelve. Y la reiterada aparición de noticias sobre las finanzas del rey emérito y las andanzas de su familia han dejado a la vista el cierre en falso de la Transición. Hoy más que nunca el debate sobre la forma de Estado cobra vigor y reabre la esperanza de los republicanos de que la historia les haga justicia. Como decía Salvador Allende: que se abran las grandes alamedas por donde paseen los hombres libres para construir una sociedad mejor. Ya es hora de que los españoles se pronuncien en libertad: Monarquía o República.

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Francisco Soler es abogado

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