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'Operación Kitchen': una cocina con doble despensa y un desagüe corroído

José Antonio Martín Pallín

Se ha convertido en un tópico que los grupos policiales de investigación bauticen sus operaciones con etiquetas que, de alguna manera, tienen algo que ver con los hechos que están siendo objeto de indagación. En este caso creo que han acertado. Poner al descubierto los tejemanejes de los autores de un escándalo difícilmente soportable en una democracia, sobre todo si queda impune, es una operación de alta cocina. En estos momentos, ha saltado a todos los medios de comunicación la denominada Operación Kitchen (Cocina). Bastaba con la lectura de la sentencia recaída en una de las piezas del caso Gürtel para llegar a la conclusión, inequívocamente probada y contablemente acreditada, de la existencia de una caja B del Partido Popular para encubrir aportaciones al partido de ilícita procedencia.

Denominar a esa contabilidad con el nombre de los Papeles de Bárcenas, como si se tratase del manejo exclusivo del tesorero infiel de un Partido Político, me parece sencillamente ridículo y difícil de digerir por una mente medianamente ordenada. Todos los partidos políticos conocen la ley de financiación de sus actividades. Advierte de que el ejercicio de la soberanía popular exige que el control político de las instituciones elegidas en las urnas corresponde en último extremo al ciudadano, de donde se revela indispensable la necesidad de establecer garantías y más medios para que el sistema de financiación no incorpore elementos de distorsión entre la voluntad popular y el ejercicio del poder político. No se puede admitir como fórmula de financiación un modelo de liberalización total.

Los productos financieros que nutren la financiación y, en definitiva, el funcionamiento de los partidos políticos, se detallan con nitidez en el articulado de la ley. Los recursos económicos pueden proceder de la financiación pública en forma de subvenciones taxativamente reguladas en la ley y de recursos procedentes de la financiación privada, fundamentalmente de las cuotas y aportaciones de sus afiliados que se ha demostrado que son absolutamente insuficientes para sostener el funcionamiento de los partidos políticos, así como las donaciones privadas con un límite de su cuantía.

Ajustándonos al símil culinario, para que el condimento de los productos financieros no resulte indigesto e incluso peligroso es necesario ajustarse estrictamente a las recetas que ofrece la ley de financiación de los partidos políticos.

Como es habitual en todas las cocinas, los productos no se pueden cocinar todos a la vez. Se necesita almacenarlos en una despensa de la que se extraen para utilizarlos según las necesidades de cada momento. Las personas ordenadas llevan una contabilidad minuciosa para tener constancia de su origen e incluso de su fecha de caducidad. Cuando se acude al mercado negro de las comisiones u otras actividades irregulares para incrementar las reservas, el botín obtenido no puede guardarse en una despensa que solo puede almacenar productos legales, es indispensable esconderlos en un zulo que sirve como segunda despensa. Para no perder su control y procedencia, se abre un inventario paralelo, también conocido como caja B.

Todas estas actividades delictivas aparecieron de una manera clara y meridiana en la sentencia de una de las piezas del caso Gürtel. Cuando a través de una puerta disimulada se pudo entrar en la segunda despensa se encontraron productos financieros y anotaciones contables procedentes, lisa y llanamente, de la corrupción. Es decir, en su mayoría comisiones cobradas por adjudicación de obras o servicios públicos.

Hasta aquí todo responde a una conducta por desgracia demasiado habitual en nuestros hábitos de comportamiento, pero lo sucedido con posterioridad ha hecho saltar todas las alarmas y ha puesto en cuestión la estabilidad del sistema democrático y la credibilidad de nuestro país en el mundo internacional.

Todos los delincuentes, como es lógico, tratan de borrar las huellas del crimen. Cuando se utilizan los organismos oficiales para estas tareas, nos encontramos ante lo que en la doctrina penal y en el lenguaje político se conoce como un crimen de Estado. Ya sé que la expresión puede parecer exagerada por la naturaleza de los delitos cometidos, no se trata de homicidios, pero no por eso deja de constituir una actividad delictiva dirigida por el aparato del Estado, instrumentada, al parecer, por el ministro del Interior, que nadie puede creer que pudiera actuar sin el conocimiento y consentimiento del presidente del Gobierno. En su verdadero significado, son aquellos delitos cometidos por los agentes estatales o por particulares que actúan en complicidad o por tolerancia (omisión) del Estado.

El primer episodio delictivo resulta a la vez desvergonzado y grotesco. Hay que tener mucho desparpajo o conciencia de la impunidad para ordenar destruir a martillazos el disco duro de su ordenador. El informático afirmó ante la juez que borró hasta 35 veces los discos duros de los ordenadores usados por Luis Bárcenas y que después los rayó, los rompió y los tiró a la basura por orden del asesor jurídico del partido. Bárcenas dice que en sus ordenadores había recibís de pagos “regulares e irregulares” en el PP y apunta a que la orden partió de la secretaria general del Partido Popular, María Dolores de Cospedal. ¿Si no contenían datos incriminadores, por qué no se pusieron a disposición de los investigadores?

La jugada, desde el punto de vista procesal, les dio resultado ya que, finalmente, el juez consideró que no se ha podido demostrar que el borrado de las memorias tuviera como fin destruir pruebas de la caja B del Partido Popular. Asegura que uno de los ordenadores era del PP y que no hay pruebas de que el otro, cuya propiedad no está clara, guardara pruebas de la financiación irregular. Vale Señoría, pero no nos haga comulgar con ruedas de molino.

Como esta operación de desagüe era absolutamente insuficiente y ante la posible reacción del extesorero, cercado por sus responsabilidades penales, se tomaron medidas para que abandonase la tentación de facilitar o de cooperar con la investigación o, en todo caso, someterlo a un chantaje y a una presión insoportable. La Operación Sacerdote, muy propia del pío ministro del Interior, raya en el esperpento. Afortunadamente el sainete termina sin consecuencias lesivas para los protagonistas. Se lo podían haber encargado a Mortadelo y Filemón.

Se comprueba que el desagüe está corroído y no es lo suficientemente ancho como para eliminar todos los vestigios hacia las cloacas. El secretario de Estado de Interior ha destapado la verdadera dimensión de la operación cocina. Ofrece datos absolutamente verosímiles sobre las actividades del ex ministro del Interior y de algunos policías a sus órdenes. Ante el fracaso del cura se acude a un chofer infiltrado que facilita datos tan relevantes como la compra de tabaco de la esposa del Luis Bárcenas. Sus sagaces informaciones se retribuyen, está documentado, con 53.000 euros malversados de los fondos reservados.

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Una vez descubierto el zulo de la segunda despensa y comprobada la imposibilidad de evacuar las aguas residuales sólo queda afrontar, con dignidad y sentido de la responsabilidad, las consecuencias políticas de unas conductas que afectan a la credibilidad de nuestra anémica democracia. El secretario de Estado de Interior ha manifestado al diario El País que se quedó atónito cuando el ministro le detalló la operación para espiar a Bárcenas. Su declaración no puede ser más concluyente e irrefutable: "Voy a contar al juez todo lo que sé".

Los datos también apuntan al entonces presidente del Gobierno. Su participación es inexcusable, constitucional y políticamente, y también desde la perspectiva del derecho penal. El presidente dirige la acción del Gobierno y coordina la actuación de los ministros. Sería verdaderamente alarmante que el ministro hubiese actuado por su cuenta, ocultando sus manejos al presidente. Desde el punto de vista penal, el jefe del Ejecutivo tiene el dominio funcional del hecho, dicho en términos menos jurídicos, conoció y autorizó el operativo; una decisión suya hubiera impedido la rocambolesca y chapucera actuación policial. En ocasiones el sentimiento de impunidad nos lleva a cometer toda clase de irregularidades. En todo caso, los jueces tienen la última palabra.

José Antonio Martín Pallín es abogado. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Jurista (Ginebra).

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