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Plaza Pública

Cuba en el corazón

Manifestantes frente al Capitolio de La Habana.

José Enrique de Ayala

El estallido de las protestas ciudadanas en Cuba, que comenzaron el domingo 11 de julio en San Antonio de los Baños y se extendieron rápidamente a La Habana y por toda la isla, ha traído violentamente a la actualidad la dura realidad de un país tan querido en España, y tan vapuleado por la historia. La reacción del presidente, Miguel Díaz-Canel, no ha podido ser peor: una dura represión policial, con más de un centenar de detenidos –incluidos periodistas– y un número aún indeterminado de muertos y desaparecidos, además de un llamamiento al enfrentamiento civil entre los partidarios del régimen y los manifestantes. El régimen se defiende enseñando su peor cara.

Para encontrar antecedentes similares hay que remontarse al maleconazo de 1994, una protesta que se produjo como consecuencia de la depresión económica que siguió al colapso de la Unión Soviética. Ahora, las condiciones económicas se han deteriorado casi tanto como entonces, con el agravante de la pandemia y la caída del turismo, y buena parte de la población ha llegado a su límite de paciencia. No es casual que las manifestaciones más duras contra el régimen se hayan producido en las épocas de mayor penuria económica. Cuando la gente tiene un nivel de vida aceptable es más fácil que mantengan la calma. Hay ocasiones en las que cuando un manifestante grita “libertad” lo que en realidad está gritando es “comida”.

Cualquiera que haya estado recientemente en Cuba sabe que no son muchos los que apoyan incondicionalmente al régimen, si exceptuamos los que se benefician directa o indirectamente de él. Cada mañana, miles de cubanos salen de sus casas a “resolver”, es decir, a encontrar alguna forma –legal o no– de obtener los recursos mínimos necesarios para subsanar alguna carencia material, o simplemente subsistir. La desafección es inevitable cuando esa situación se mantiene durante mucho tiempo, sobre todo si se compara con la que viven la mayoría de los marielitos, sus hijos u otros exilados posteriores en Miami, o en otros lugares.

Es cierto que el fracaso económico del régimen cubano se debe en buena parte al embargo al que ha sido sometido por EEUU, que ha afectado también a sus relaciones económicas y comerciales con otros países y dificultado enormemente su desarrollo. Trump revirtió todos los avances hechos por Obama para la distensión, y Biden no parece muy proclive a cambiar la posición de su predecesor. Este es un factor más de desesperanza. No es fácil resistir durante más de 60 años la hostilidad del gigante del norte, sobre todo desde que en los 90 Cuba perdió el paraguas protector de la Unión Soviética. Defenderse de esa presión ha justificado para los dirigentes cubanos esa especie de estado de guerra en el que han mantenido a la isla durante décadas.

Pero no se puede achacar en exclusiva el deterioro del sistema cubano al embargo, porque los países del centro y el este de Europa –que no tenían ese problema– sufrieron el mismo proceso de desgaste hasta la caída de los sistemas que se basaban en el llamado socialismo real, una idea que con el paso del tiempo se fue convirtiendo, para la mayoría de sus habitantes, en una fachada retórica, una cáscara vacía, en la que ya casi nadie creía. La dura realidad de cada día apagó el inicial ardor revolucionario, sustituido por una resignación pasiva, cuando no por el deseo más o menos oculto de acceder a un sistema capitalista que ofreciera mejores condiciones materiales. Eso es lo que está pasando en Cuba desde hace ya bastante tiempo, y difícilmente la represión va a detener esa tendencia creciente.

El régimen cubano ha tenido logros importantes, universalizando la educación y la sanidad, promoviendo la cultura y el deporte para todos, acabando con las enormes desigualdades que existían antes de la revolución. Pero a medida que la situación económica se ha ido deteriorando, buena parte de esos logros lo han hecho también. La sanidad, por ejemplo, ofreciendo el mejor servicio a los extranjeros que pueden pagarla en dólares, mientras los cubanos tienen que llevar sus propias sábanas y toallas al hospital. O la igualdad, a través de tiendas en las que solo se puede comprar con divisas y –sobre todo– de una corrupción generalizada, a todos los niveles, que parece imposible erradicar a pesar de los esfuerzos que se hacen periódicamente. Es muy difícil que un régimen político se autorregule sin que exista una oposición y una prensa libre que se lo exija.

Los dirigentes cubanos parecen temer que la libertad acabe con el socialismo, pero es justamente lo contrario: lo que acaba con el socialismo es la falta de libertad. Cualquier idea política tiene que ser confrontada con otras y obtener el respaldo mayoritario de los que son afectados por ella, además de respetar a los que no la compartan. Si en esas condiciones no consigue el apoyo necesario, sus defensores tendrán que seguir trabajando hasta lograrlo, asumiendo que en muchos casos habrán de hacerlo en inferioridad de condiciones. Pero no se puede imponer, por muy buenas intenciones que tenga, y menos durante un período prolongado. No solo no es ético, sino tampoco realista.

La historia del siglo XX nos ha demostrado que el concepto marxista de dictadura del proletariado, como etapa de transición necesaria para evitar la reacción burguesa y alcanzar el comunismo, pierde rápidamente en la práctica su carácter provisional, para afianzar en el poder a una clase política que no quiere arriesgarse a ser evaluada por los ciudadanos a los que teóricamente sirve, ni a perder sus privilegios. El resultado es que la gente pierde la motivación, se desideologiza, y termina por optar por el sistema que le ofrece mejores posibilidades materiales. Lo que nos enseña la crisis cubana –como las del este de Europa– es que no se llegará al socialismo con represión, ocultación e imposición, sino solo cuando los ciudadanos estén convencidos de que es la mejor opción, y al ritmo al que ese convencimiento se vaya desarrollando.

En el otro lado, en Miami, en Washington, y en muchos lugares de Europa, hay intereses muy poderosos –no solo políticos, sino sobre todo económicos– que ven en la isla un rico botín, y cuyo interés no es precisamente la libertad de los cubanos, sino su cuenta de beneficios. Han hecho, hacen y harán todo lo posible por que el régimen cubano colapse, aunque eso dé lugar a episodios dramáticos o a pérdida de vidas humanas. No tienen ningún interés en facilitar una transición ordenada que podría poner límites a su voracidad.

Los demócratas sinceros saben que la solución al problema cubano no se logrará acorralando al régimen, asfixiando al país con sanciones que empeoren la situación, porque entonces estaremos empujando a sus dirigentes a una defensa numantina y peligrosa, sino justamente, al contrario: impidiendo que las condiciones materiales se deterioren más y aboquen a un enfrentamiento civil que puede ser trágico. Es decir, promoviendo un cambio pacífico hacia un sistema más abierto que, sin perder los logros de la revolución, se abra a las libertades y al respeto escrupuloso de los derechos civiles. Y eso se hace con ayudas, no con condenas.

No todo el mundo quiere eso, por supuesto. Preguntado en el programa de televisión Al Rojo Vivo sobre si apoya el levantamiento del embargo de EEUU a la isla, el disidente cubano Yotuel Romero –autor de la canción Patria y Vida que ha servido de himno a las manifestaciones– eludió la respuesta diciendo que era más importante el fin de la represión y del enfrentamiento entre cubanos. Seguramente lo es, pero desde luego ambas cosas no son incompatibles. Es más, el levantamiento del embargo podría conducir a un alivio económico y a una distensión de la situación. Y, probablemente, a medio plazo, a una apertura y a una liberalización progresivas. Pero esto no es lo que quieren algunos, porque supondría el mantenimiento del régimen al menos durante unos años, y ellos lo que quieren es que desaparezca del todo y para siempre. Como pasa en otros escenarios, existen partidarios del “cuanto peor, mejor”, porque favorece sus intereses, y las víctimas de esa posición son siempre los ciudadanos.

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El Gobierno de España no puede hacer otra cosa que defender la libertad de expresión y manifestación, y el respeto a los derechos civiles consagrados en las democracias liberales. Pero no puede alimentar la discordia ni la radicalización, apoyando el enfrentamiento, como algunos desearían. Al contrario: debe tratar de paliar el duro momento que vive la isla, tanto como país como a través de la Unión Europea, mediante las ayudas necesarias y el diálogo político. Solo así podrá conseguirse que los cubanos, sin perder su independencia, tengan el nivel de vida, de libertad política y de justicia social que sin duda merecen. En ese camino tendrá el apoyo de todos los españoles que llevamos Cuba en el corazón.

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José Enrique de Ayala es analista de la Fundación Alternativas

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