La primera reunión de Pedro Sánchez con el papa Francisco

La costosa factura de los tratos con el Vaticano: la Iglesia acumula más de 40 años de favores presidenciales

Antonio María Rouco Varela, presidente de la Conferencia Episcopal de 1999 a 2005 y de 2008 a 2014.

La diplomacia vaticana es enemiga acérrima de la casualidad. Una institución no ve pasar los siglos y las eras, no ve nacer y morir naciones e imperios sin cuidar los detalles de la alta política. Dicho de otro modo, la Iglesia sabe lo que se hace y no da puntada sin hilo. Así se explican las expectativas que ha despertado la reunión programada para este sábado entre el presidente, Pedro Sánchez, y el papa Francisco en el Vaticano. No es un encuentro más en la agenda internacional del presidente.

Con Roma de por medio, y por ser la historia de España la que es, una cita así es algo más. El Gobierno ha destacado, ya antes del encuentro, la “gran sintonía” del presidente con el papa. Hay muchas cejas enarcadas. Hay expectación en la Iglesia, cuyo episcopado no ha terminado aún de sintonizar con el papa argentino. Pero también en los sectores laicistas, que advierten de una “agenda oculta” y temen que se posterguen –otra vez– los históricos compromisos de la izquierda. Los antecedentes aconsejan máxima atención.

¿Qué temas se encauzarán? ¿Cuáles se soslayarán? La historia demuestra que cuando el Estado español y el Estado vaticano entran en contacto, suelen alcanzarse compromisos relevantes, adoptarse decisiones que perduran. En especial, a favor de la Iglesia, habitual ganadora, que lleva más de cuatro décadas acumulando favores del Estado a pesar de la secularización de la sociedad. He aquí un repaso a los grandes favores a la Iglesia, presidente a presidente, en una serie que culmina con Pedro Sánchez, cuyo listón de promesas laicistas parece ahora mismo inalcanzable.

Adolfo Suárez (1976-1981): un marco ventajoso

Se acercaba la democracia. La Iglesia, una institución que se precia de pensar en décadas y hasta en siglos, sabía que tocaba cambio. Venía de una insostenible consustancialidad con el Estado, consagrada en el Concordato de 1953. Eso se caía. La jerarquía, liderada por Tarancón, era consciente de que, con la llegada de la democracia, era necesario que estas relaciones hicieran su propia transición. Aunque los obispos no orientaron por una posición determinada en el referéndum y hubo sectores inmovilistas, como el Grupo de Don Marcelo, que llamaron al voto contra una Constitución "sin dios", a efectos prácticos la Conferencia Episcopal remó a favor de su aprobación. Obviamente, la Iglesia perdió su carácter oficial, incompatible con el salto democrático. Pero, visto en perspectiva, salvó con holgura el tránsito constitucional.

Al definir el Estado como aconfesional, en vez de como laico –un término impensable entonces–, el texto establece lo que España no es, en vez de lo que sí. Y hace una mención expresa a la “cooperación” con la Iglesia católica, ¿Resultado? Se abren las puertas a lo que han sido después múltiples interpretaciones a favor de sus intereses en los tribunales y en el Congreso. La Constitución –que, al igual que los acuerdos con la Santa Sede de 1976-1979, no son imputables a Suárez, pero sí ven la luz con Suárez en la Moncloa– sienta las bases de la posición de privilegio educativo de la Iglesia. La garantía del “derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones” ha acabado convirtiéndose en una obligación del Estado de sufragar tales opciones privadas. El boom de la concertada.

La fotografía del éxito de la Iglesia en la Transición se completa con los acuerdos de 1976-1979. Hay que situarse. El Concordato del 53, marcado por el aliento nacionalcatólico del régimen, fue sustituido por unos convenios temáticos. En ellos está la clave de los privilegios económicos, simbólicos y educativos de la Iglesia. Los favores fiscales, los regalos económicos, la discrecionalidad en el manejo de las cuentas, el pago con dinero público de profesores elegidos por los obispados, la fuerte presencia de iconografía católica en el espacio oficial... La base de todo está ahí. Por trabajos como el de Alberto De la Hera, Las relaciones entre la Iglesia y el Estado en España (1953-1976), una brillante disección de las negociaciones entre ambos poderes, sabemos que los textos del 76-79 no forman sólo parte del pack de la Transición, sino que obedecen a una lógica secular de relaciones Madrid-Roma. Los primeros movimientos para la modificación del Concordato, de hecho, comenzaron a finales de los 60, en el contexto de unos desajustes diplomáticos en la relación entre el régimen español y el Vaticano en torno al medieval privilegio de presentación de los obispos.

Hay más claves en las fechas. Sólo unos días después de aprobarse en referéndum una Constitución que establece que en España “ninguna confesión tendrá carácter estatal” (6 de diciembre de 1978), el Gobierno se apresura a firmar unos acuerdos de tú a tú con el Vaticano (3 de enero de 1979). Unos acuerdos que no son simétricos, porque el grueso de los mismos se basa en la aceptación de compromisos por parte del Estado. Compromisos vinculantes que se han cumplido. A cambio, la Iglesia declaraba su voluntad de autofinanciación, pero esta sigue esperando. Hay otro ejemplo del desequilibrio: "La Iglesia reitera su voluntad de continuar poniendo al servicio de la sociedad su patrimonio histórico, artístico y documental". Es una simple voluntad. La actitud de la Iglesia a la hora de facilitar el acceso a sus archivos a los historiadores sigue siendo más de 40 años después motivo de queja frecuente de los investigadores. En la antesala de la reunión Sánchez-Francisco, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica ha reclamado al presidente que negocie con el pontífice la apertura de los archivos vaticanos del franquismo.

Ensayos como los de Castellá-Gassol (¿De dónde viene y a dónde va el dinero de la Iglesia española?, Dirosa, 1975), Mariano Sánchez Soler (Las sotanas del PP, Temas de hoy, 2002), Alfonso Torres (No los dejes caer en la tentación, La Esfera de los Libros, 2004) y Ángel Luis López Villaverde (El poder de la Iglesia en la España contemporánea, Catarata, 2013) nos muestran que para comprender la relación del Estado con la Iglesia hay que ver el conjunto de la acción política. Así, cabe siempre interpretar –al menos en parte– los logros de la Iglesia en el sostenimiento de su estatus como contrapartidas por los sobresaltos sufridos, como el que tuvo lugar en 1981 con la Ley del Divorcio, que provocó el desagrado del alto clero, y que pilló en La Moncloa a Leopoldo Calvo Sotelo, miembro de la Asociación Católica de Propagandistas.

Con Suárez llegó también Ley de Libertad Religiosa de 1980, que dejaba atrás el nacionalcatolicismo pero sin amenazar en nada la relación prevalente del Estado con la Iglesia. El Estatuto de Centros Escolares, también de 1980, supuso un fuerte espaldarazo normativo, el primero de muchos, al derecho de los padres a que sus hijos reciban formación religiosa en los colegios públicos.

Felipe González (1982-1996): el estatus económico

González ganó sus primeras elecciones el 28 de octubre de 1982. ¿Cuándo hizo Juan Pablo II su primer viaje a España? Del 31 de octubre al 9 de noviembre. Fue una demostración inmediata de fuerza social. Flotaba una pregunta en el aire. ¿Se atrevería el líder socialista con la Iglesia en la católica España? El tiempo demostró que, al menos en lo tocante a las relaciones Iglesia-Estado, no había mucho que temer.

Con González la Iglesia se anotó el sistema de asignación tributaria (1988). Al primer presidente socialista le debe la implantación del sistema de asignación vía IRPF, con el 0,5239% de cada equis. Como quería la Iglesia, no se estableció un recargo, como en la Alemania federal. Es decir, no sólo paga el que marca, sino todos, creyentes o no, marquen o no.

El sistema tenía una ventaja añadida para la Iglesia: la garantía de ayuda si todo fallaba. El cambio de modelo del 88 implicaba la apertura de un periodo de transición durante el que se mantendría la asignación presupuestaria, que en 1987 había sido de 13.354 millones de pesetas. Las sucesivas leyes de presupuestos desde 1988 incorporaban una cláusula que elevaba a definitivas las cantidades entregadas a cuenta, que eran mayores que las efectivamente recaudadas para la Iglesia. Un seguro de vida para la Iglesia a cuenta del dinero público, como ha explicado el catedrático de Derecho Público de la Universidad de Navarra Alejandro Torres.

A ello se sumó, también en 1988, la introducción de la casilla de fines sociales, de la que se benefician multitud de ONG vinculadas a la Iglesia. Antes, en 1987, había llegado la exención del IVA en la construcción de lugares de culto y edificios con fin religioso. También 1987 fue el año en que el Gobierno cesó como embajador al intelectual ateo Gonzalo Puente Ojea, que estaba en trámite de divorcio y había perdido el favor de Roma. Aquilataron la posición de privilegio de la Iglesia los acuerdos firmados en 1992 con otras confesiones –protestantes, judíos y musulmanes–, pues desactivaron la percepción de privilegio exclusivo de raíz nacionalcatólica de su relación con el Estado pero sin minar la posición de preeminencia del catolicismo.

¿Y la educación? Valga esta anécdota que contaba a Público en 2010 José María Maravall, que fue ministro de Educación hasta 1988: "A los pocos días de entrar en el Ministerio de Educación, recibimos la visita de los obispos, que nos trajeron impresos en un papel sepia muy característico los decretos que teníamos que firmar. Así se gestionaba la educación en España en 1982". Hasta la Ley Villar Palasí de 1970, en que la Iglesia perdió influencia porque un modelo basado en el adoctrinamiento ya era una rémora para el desarrollismo, los obispos estaban acostumbrados no ya a influir, sino a dictar el apartado educativo del BOE. Sólo así es explicable que la Ley del Derecho a la Educación de 1985 ocasionara protestas de la jerarquía, con el apoyo de la poderosa Concapa, cuando estaba sentando las bases del actual sistema de conciertos, hoy el mayor espacio de influencia de la Iglesia. En el cajón quedó la histórica aspiración de la izquierda de una escuela "escuela única, laica, autogestionaria y pública". Los logros de la Iglesia no son sólo lo que sale adelante, sino también lo que se queda por el camino.

Mucha controversia generó la reunión, en plena precampaña de 1993, de González con Elías Yanes (1993-1999), presidente de la Conferencia Episcopal, para suavizar unas relaciones tensadas por la Logse (1990). ¿Resultado? La apertura de unas negociaciones que se convirtieron en mejoras del estatus de los profesores de Religión y los capellanes carcelarios. Las cesiones del PSOE en aquella época provocaron disensos internos. La subida de 3.000 millones de las antiguas pesetas –de 15.260 a 18.300– de la asignación presupuestaria a la Iglesia en 1994, en un contexto de crisis y recortes, movió a un amago de revuelta liderada por el diputado Álvaro Cuesta. La cosecha de la Iglesia continuó en 1994, con la Ley de Fundaciones, que concedía amplias atribuciones a las comunidades religiosas para beneficiarse de toda suerte de incentivos.

Una anécdota da idea de cómo funcionaban las cosas. Con el felipismo en degradación, la Iglesia marcaba cada vez más distancia con el PSOE. El nombramiento como nuncio en España en 1995 del húngaro Lajos Kada, fraguado en el anticomunismo militante, se interpretó como una declaración de intenciones. Pero el punto de mayor fricción estaba en la COPE, donde cada mañana Antonio Herrero ejercía de azote de González. Antes de las elecciones de 1996, el entonces ministro socialista José Manuel Eguiagaray afirmó: "Si la Iglesia utiliza una radio como punta de lanza contra el PSOE [...], tendrá una respuesta terrenal y podría revisarse su situación en un Estado aconfesional, como la aportación tributaria y estatal”. Era el intento de alcanzar una tregua que no se produjo.

José María Aznar (1996-2004): sintonía total

Aznar, católico de orden casado con una provida próxima al Opus, despertaba elevadas expectativas en el episcopado. No falló. Lo primero fue un cambio de formas. Si los sectores laicistas ya habían sido críticos durante la etapa del PSOE por la participación de cargos públicos en actos católicos, el aznarato demostró que el fenómeno podía ir a más. La pública exhibición de catolicidad se convirtió en moneda corriente de los ministros, de Javier Arenas a Margarita Mariscal de Gante, de Francisco Álvarez-Cascos a Eduardo Serra, de Esperanza Aguirre a Ángel Acebes, por no hablar de Isabel Tocino, Romay Beccaría y Loyola de Palacio. Era parte del perfil político de uno gobierno sostenido por un partido, el PP, donde literalmente se puso de moda viajar a las beatificaciones y canonizaciones de personalidades españolas, como relata Mariano Sánchez Soler, poniendo como ejemplos a Trillo, Rajoy, Jaime Mayor Oreja, Jaume Matas y Rodrigo Rato, entre otros.

Pero la Iglesia esperaba más que gestos. Y lo obtuvo. El Plan Nacional de Catedrales (1997), impulsado por Esperanza Aguirre, recogió el compromiso de inversión de 1.500 millones de pesetas en 82 templos. La Reforma de la Ley Hipotecaria (1998) permitió a las diócesis inmatricular lugares de culto, clave para la expansión del fenómeno de las inmatriculaciones.

En 2000 se permitió compatibilizar la cruz de la Iglesia y la de fines sociales. Es decir, ya no había que elegir. Esto tiene más importancia de la aparente. La elección implicaba una disyuntiva entre "fines religiosos" y "fines sociales" que incomodaba a la jerarquía. En 2001 se exime a la Iglesia del cumplimiento de la Ley de Asociaciones, librándola de obligaciones de democracia interna y rendición de cuentas. En 2002 llega Ley de Mecenazgo, que introduce un sinfín de beneficios fiscales para las entidades religiosas. Un ejemplo: gracias a la Ley de Mecenazgo, la Iglesia puede alquilar inmuebles, y por lo tanto hacer caja con los mismos, sin pagar el IBI.

Pero el cogollo estaba en la educación. En 1999 la CEE se apuntó el éxito de la homologación salarial de los profesores de Religión, que se le había resistido con UCD y el PSOE y llegó con una orden firmada por el entonces ministro Rajoy. El principio inspirador se mantenía: el obispo elige al profesor de Religión, el Estado le paga el sueldo. Pero, además, desde 1999 mejoran sus condiciones.

Aznar sólo acometió su reforma educativa una vez conquistada la mayoría absoluta y con el liderazgo de la Iglesia en manos de Antonio María Rouco Varela, cuya sintonía con el presidente era total. La LOCE supuso la equiparación de la Religión con el resto de asignaturas. Queda para la memoria la ovación que Aznar, escoltado por Rouco y monseñor Juan José Asenjo, recibió de un centenar de obispos en un congreso episcopal celebrado en mayo de 2002 en San Lorenzo del Escorial. La merecía.

José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2011): del 0,5% al 0,7%

"Quiero una España laica”, había declarado Zapatero a El País en 2000, recién elegido secretario general del PSOE. Ha sido el presidente que más oposición ha tenido de los obispos, que llegaron a agitar y participar en movilizaciones contra Educación para la Ciudadanía, el matrimonio entre personas del mismo sexo y la Ley del Aborto...

Entonces, ¿se fue de vacío la Iglesia con el presidente “rojo”? En absoluto. Al contrario.

Zapatero brindó a la Iglesia el que probablemente ha sido su mayor éxito económico de la democracia. La noticia pilló a todo el mundo por sorpresa un viernes 22 de septiembre de 2006. La asignación vía IRPF a la Iglesia pasaba del 0,5239 al 0,7%, una subida de más del 30%. A la institución no se le pasaba factura alguna por los años de transitoriedad del modelo. Se mantenía el mismo funcionamiento de la casilla de fines sociales, que conviviría con la católica sin necesidad de decidir entre una u otra. El acuerdo era tan favorable a la Iglesia que provocó críticas no sólo de la izquierda, las confesiones minoritarias y los sectores laicistas, sino incluso de colectivos eclesiales de base, que consideraron que generaba una falsa apariencia de autonomía, cuando en realidad alejaba aún más la autofinanciación. El cambio de la financiación ha supuesto para la Iglesia más de 250 millones de euros al año, compensando de sobra el fin de la exención del IVA, que fue presentado como una “renuncia” del episcopado cuando en realidad era una orden de la UE. El acuerdo adoptó la forma de un "Canje de Notas entre la Nunciatura Apostólica en España y el Ministerio de Asuntos Exteriores". Es decir, un pacto bilateral entre países, como los acuerdos de 1976-1979.

La conocida como Ley de Memoria Histórica dejó a la Iglesia fuera de toda obligación, pese a haber sido pilar fundamental de la dictadura nacionalcatólica. En 2010 Zapatero guardó en el cajón su proyecto de Ley de Libertad Religiosa. Ya se ha dicho: los logros de la Iglesia no son sólo lo que sale adelante, sino también lo que se queda por el camino. Y más: un decreto de 2007 estableció la contratación indefinida de los profesores de Religión. Por supuesto, nada de esto libró a Zapatero de los estigmas. Con él se produjo en España, llegó a decir Rouco, "una resurrección del laicismo radical". No sería en la relación Iglesia-Estado.

Mariano Rajoy (2011-2018): amnistía registral y Lomce

Rajoy no ha sido pródigo en cesiones económicas a la Iglesia. Dirán los laicistas: no hacía falta, estaba todo hecho. Quizás. Lo que sí ocurrió durante la etapa de Rajoy, personalmente un católico sin estridencias, fue el regreso de la Iglesia a las máximas posiciones de preeminencia simbólica. Creció la confusión entre esfera civil y religiosa. Otra vez los ministros hacían gala de catolicismo como seña de identidad política. Ejemplo máximo: hasta cuatro ministros –Dolores de Cospedal, Juan Ignacio Zoido, Rafael Catalá e Íñigo Méndez de Vigo– acudieron al canto del himno de la Legión en la procesión del Cristo de la Buena Muerte en Málaga. Con Cospedal al frente, Defensa ordenaba izar sus banderas a media asta como símbolo de duelo por la muerte de Cristo.

La posición de Rajoy fue, en términos generales, de complicidad con la Iglesia, sin intimidad. No hubo tantas muestras públicas de sintonía como en la etapa de Aznar. Rajoy sí fue foco de resistencia ante el avance de los discursos y propuestas laicistas, cada vez más extendidas. El PP se opuso a la eliminación del artículo 525 del Código Penal, el de la ofensa a los sentimientos religiosos, heredero lejano de la blasfemia de los Códigos Penales de 1848, 1944 y 1973. Y facilitó la salida del atolladero a la Iglesia cuando exploto el escándalo de las inmatriculaciones. La ley de 2015 puso fin a esta práctica, al mismo tiempo que establecía una amnistía de lo inmatriculado. En la práctica, se cerraba la puerta a la reversión de las inscripciones, que ahora sólo sería posible con una batalla legal de final imprevisible. La Iglesia sigue con la sartén por el mango

La principal fricción de Rajoy con la Iglesia tuvo lugar por el aborto. Se quedó sin aprobar la ley impulsada por Alberto Ruiz-Gallardón, que planeó devolver la regulación de la interrupción del embarazo a los primeros ochenta. El pujante movimiento feminista lideró una fuerte contestación social. El proyecto fue abortado. Gallardón dimitió en 2014. Los obispos mostraron su desacuerdo, pero en absoluto hicieron guerra contra el Gobierno de Rajoy. Ya tenían bajo el brazo la Lomce, también conocida como Ley Wert, que blindó la posición de fuerza de la concertada católica y reforzó la asignatura de Religión hasta donde no se atrevió Aznar. Sigue vigente.

Rajoy no pudo evitar el divorcio del PP con el cada vez más potente movimiento ultracatólico, nutrido de organizaciones como Hazte Oír, E-Cristians o Asociación de Abogados Cristianos, que juzgaron la retirada de la Ley del Aborto como una rendición del histórico partido conservador. Ese divorcio fue clave en la génesis de Vox. Y ello a pesar de que el siguiente líder del PP, Pablo Casado, trató de presentarse como un representante del catolicismo político, para rehacer alianzas. Antiabortista, contrario a la regulación de la eutanasia, Casado afirma que el PP es "el partido de la vida y la familia", en línea con la Iglesia teocón de los tiempos de Aznar y Rouco.

Pedro Sánchez (2018-): un listón por alcanzar

Ningún presidente llegó a La Moncloa con el listón de promesas laicistas tan alto. Entre el programa del PSOE para 2016, su documento de candidatura en las primarias de 2017 y las resoluciones del 39º congreso suman un catálogo de medidas que hubieran hecho tambalearse las relaciones con Roma: derogación de los acuerdos de 1976-1979, "consolidación” de España como “Estado laico”, reversión de inmatriculaciones, fuera la Religión del horario escolar, nueva Ley de Conciencia y Libertad Religiosa, recorte de las exenciones del IBI... Luego el listón ha ido bajando.

¿Hasta el suelo? No. Sánchez y sus gobiernos han hecho gala de una escrupulosa neutralidad en las formas. Las tomas de posesión del presidente y los ministros se han producido con una llamativa, por inusual, ausencia de símbolos religiosos, rasgo que se ha extendido al formato inédito del homenaje a las víctimas del covid-19. Por lo demás, el grueso de los compromisos siguen pendientes.

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La vicepresidenta Carmen Calvo tiene abierto un espacio de diálogo con la Conferencia Episcopal, con la que las relaciones son más fluidas desde la elección como presidente de Juan José Omella. Desde el departamento de Calvo insisten en que conviene la “discreción” sobre unas negociaciones centradas en fiscalidad, educación, inmatriculaciones y medidas contra los abusos. Está por ver qué resultados dan. Y también si la reunión de este sábado supone algún avance.

Donde más naves ha quemado Sánchez, en cuanto a generar tensiones con la Iglesia, es en la exhumación de Franco, finalmente exitosa. ¿Y el resto? El Gobierno no ha dado muestras de tibieza en su voluntad de regular la eutanasia y reformar la Ley del Aborto, en ambos casos en sentidos que no agradan a la jerarquía. Lo demás sigue pendiente, incluido el listado de inmatriculaciones.

Especialmente dura en su rechazo se muestra la cúpula de la Iglesia, al menos hasta ahora, con la anunciada nueva ley educativa, que pretende poner límites a la expansión de la concertada. Vuelve a “dictadura totalitaria”, alertó el arzobispo de Oviedo, Jesús Sanz, nada más conocer las intenciones de la ministra Isabel Celaá. Es una práctica habitual de la alta jerarquía: elevar el tono con carácter preventivo, denunciando la mayor de las injusticias, y desde esa posición negociar. Eso sí, los obispos afirman que no hacen política. "Exigir determinados derechos, de la Iglesia o de los católicos no es meterse en política. Eso es simplemente ejercer un derecho", declaró Monseñor Juan José Asenjo en 1998 a El País. Nadie le discutirá a la Iglesia su pleno derecho a hacer valer sus intereses. Como dijo en 2017 Fernando Giménez Barriocanal, vicesecretario para Asuntos Económicos de la Conferencia Episcopal Española, en un monográfico sobre inmatriculaciones en la Cadena Ser: "Gracias a Dios vivimos en un Estado de derecho".

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