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Estados Unidos de América, ese socio no tan fiable

Miguel López

Los comienzos de nuestras relaciones con Estados Unidos no fueron precisamente idílicos. La entonces recién creada potencia regional se inmiscuyó en la guerra de la independencia cubana y ya sabemos de qué manera: echando la culpa a los españoles de la explosión interna y hundimiento del acorazado Maine que se encontraba atracado en La Habana como parte de una maniobra intimidatoria. Tres meses antes ya habían iniciado un bloqueo naval a toda la isla sin que mediara aviso alguno.

Un mes después del “incidente” entrábamos formalmente en guerra con los americanos y, tras las derrotas infligidas en las batallas navales de Cavite, en Filipinas, seguida de la de Santiago de Cuba, tuvimos que negociar una paz que desembocaría en la pérdida de prácticamente todo el Imperio de ultramar. Tras numerosas ofertas de compra por parte de sucesivos presidentes estadounidenses (Quincy, Buchanan, Grant, etc) y el rechazo sucesivo de la Corona española, aprovecharon la explosión de su acorazado para iniciar una guerra tras otra (la emprenderían inmediatamente con los filipinos) y hacerse con numerosas posesiones insulares.

Los posteriores acontecimientos históricos de la primera parte del siglo XX no propiciarían apenas relaciones de España con los EEUU que no fueran las estrictamente comerciales. La neutralidad oficial del gobierno estadounidense durante nuestra guerra civil supuso no vender armas a ninguno de los contendientes, pero no impidió que varias compañías suministraran combustible y camiones al bando sublevado capitaneado por Franco.

La derrota del Eje en la II Guerra Mundial dejó al régimen de Franco totalmente aislado internacionalmente durante casi una década y, como consecuencia de su alineamiento con Hitler y Mussolini, dejó a España fuera del Plan Marshall. Pero con el final de la guerra había nacido la polarización en dos mundos y el gobierno español se encontraba entre los más furibundos enemigos del comunismo. Ese aspecto y la posición geográfica privilegiada de España llevó a los EEUU a firmar los Pactos de Madrid (1953) para el envío de armamento y combustible, modernizar los atrasados y mal equipados ejércitos españoles, a cambio de ganar cierta respetabilidad internacional para el régimen franquista mientras, con la letra pequeña del tratado, Franco ponía a disposición de los americanos todo el territorio nacional. Se iniciaría así una “relación de vasallaje” (Las garras del águila, Ángel Viñas, 2003) en la que los norteamericanos trataron a los españoles como “cipayos” hasta bien entrada la democracia en nuestro país.

La visita de Eisenhower a Madrid en 1959 daría un espaldarazo al régimen sangriento del general Franco, que ya se pavoneaba desde 1955, gracias a la presión yankee, de formar parte de la ONU como cualquier otra nación respetable. La factura a pagar suponía la cesión de bases aéreas como las de Torrejón, Zaragoza y Morón y la Base Aeronaval de Rota, amén de innumerables estaciones de comunicaciones y depósitos de municiones repartidos por toda la península. Si la intervención final de los EEUU en la II Guerra Mundial supuso la derrota del fascismo en Europa propiciando, junto a las ayudas del Plan Marshall, la democracia y el desarrollo de los países aliados, los Acuerdos de 1953 significaron, por contra, el mantenimiento y apoyo durante varias décadas más del régimen totalitario de Franco y la prolongación del subdesarrollo, la miseria y el retraso secular de España en cultura, ciencia, libertades fundamentales y derechos humanos. Esos acuerdos fueron apuntalados por la firma del Concordato con la Santa Sede ese mismo año, que suponía la consolidación del nacional-catolicismo de cuyos efectos, varias generaciones más tarde, no nos hemos desprendido del todo.

Pocos años más tarde, en 1966, ocurriría el accidente de las bombas nucleares en Palomares. “Incidente”, lo llamaron desde instancias gubernamentales de ambos lados. El choque en el aire de un bombardero y un avión cisterna, ambos norteamericanos, provocó la caída de cuatro bombas termonucleares. Dos de ellas se estrellaron contra el suelo de la zona y, aunque solo detonó el explosivo convencional, se partieron en varios pedazos dejando desperdigada por la zona una nube radiactiva. A finales de los años 80 todavía la contaminación residual era unas 3.000 veces superior a la de las pruebas atómicas. Como comparación, en algunas zonas la radiación es superior a la causada por el accidente en la central de Chernóbil. Todos los gobiernos, desde el de la dictadura hasta los sucesivos de la democracia, han estado ocultando los peligrosos datos y sus terribles consecuencias para la población de la zona.

En 1975 muere el dictador, se inicia una incipiente democracia y llegamos a 1981, con la UCD aún en el poder. Conviene recordar, y hacer saber a quien lo ignore, el papel que jugó el Secretario de Estado norteamericano, a la sazón general Alexander Haig, en el frustrado golpe de Estado del 23F, cuando declaró que eso era “un asunto interno de los españoles”, mientras todos los diputados estaban secuestrados por un gorila con tricornio. Curiosamente, el embajador estadounidense, Terence Todman, había estado en la Zarzuela unas horas antes de que irrumpieran los guardias civiles en el Congreso. Pocos años después el gobierno de Felipe González expulsó a dos norteamericanos, uno de ellos empleado de la embajada americana y el otro al servicio de los americanos de la base aérea de Torrejón. Les pillaron tomando fotografías en las inmediaciones del complejo de La Moncloa.

Las relaciones de vasallaje durante el franquismo trataron de enderezarse mal que bien durante los gobiernos de la Transición hasta que, con la fuerte legitimidad de que gozaba el gobierno de Felipe González, se iniciaron conversaciones para reconducir las relaciones bilaterales hacia algo más de respetabilidad de la soberanía. En 1986 el gobierno socialista ya había conseguido, por escaso margen, superar el referéndum de continuidad en la OTAN y eso le daba fuerzas, ya como miembro del club atlántico, para exigir la retirada del contingente norteamericano de las bases aéreas de Torrejón y de Zaragoza. Tras un período de fuertes tensiones entre ambos gobiernos, en 1989 España pasó de país vasallo a país aliado gracias a la firma de un Convenio de Cooperación para la Defensa con una duración de ocho años, prorrogables por anualidades.

El Convenio versa sobre bases y establecimientos españoles con presencia norteamericana y normas sobre escalas de buques, telecomunicaciones, almacenamiento de combustibles, etc. Los americanos podían seguir ocupando la gran base aeronaval de Rota de 2.400 hectáreas, de las cuales 2.000 ocupadas por ellos, y la base aérea de Morón, donde últimamente se ha triplicado el número de Marines. Quedó claro que el gobierno se oponía al sobrevuelo de aeronaves con armas nucleares a bordo, prohibición que no aplicaba si dichas armas eran transportadas por buques con escala en puertos españoles. Sobre este supuesto, el gobierno otorgaría las autorizaciones pero sin solicitar información sobre el tipo de armas a bordo. Sería una especie de doctrina “del no preguntar”. Por cierto, en 2011, el recién estrenado gobierno de Rajoy les ofreció ocultar el paso de submarinos nucleares.

Por mucho que nuestros gobernantes lo deseen y nos lo quieran vender, España sigue siendo para los Estados Unidos más una base operacional que un socio estratégico y privilegiado

En Rota tienen su base cuatro destructores dotados de un sistema antimisiles balísticos y desde ambas bases se apoyan regularmente todas las operaciones norteamericanas en Oriente Medio y en África, incluidos vuelos de la CIA que transportaban “combatientes ilegales” desde Oriente Medio hasta el centro de detención y tortura de Guantánamo, saltándose todas las reglas y tratados internacionales, entre ellos el Convenio de Ginebra. Gran parte de esas operaciones secretas se realizaron no sólo bajo acuerdos bilaterales sino también en el marco de la OTAN, según se desprende de un informe del Consejo de Europa de 2007.

Desde que en 1989 se aprobó el Convenio en el Congreso de los Diputados, con el apoyo de los dos principales partidos, PP y PSOE más el PNV y CiU y el voto en contra de IU y EE (Euskadiko Ezkerra), se ha enmendado ya tres veces sin debate parlamentario (sólo comparecencia de los ministros de exteriores y defensa), hurtando así a la opinión pública un asunto de vital importancia para la seguridad de nuestro país. En 2015, el ministro popular García Margallo firmó la renovación del citado Convenio por ocho años quedando prorrogado por períodos de un año, por lo que el próximo año llegará a su final antes de que comience la siguiente prórroga.

Poco más tarde, en 2019 se suceden dos eventos significativos en Latinoamérica que no merecen la condena del Gobierno español presidido de nuevo por un socialista. Me refiero al intento de golpe de Estado de Juan Guaidó en Venezuela (abril) y el golpe de Estado triunfante de Jeanine Áñez en Bolivia (noviembre), ambos respaldados, siguiendo la tradición, por los Estados Unidos. No conviene salirse del mainstream imperial.

Por último, el reciente e inexplicable giro del ejecutivo de Pedro Sánchez en el asunto del Sáhara Occidental, dando la razón a Marruecos en su solución de una autonomía de ese territorio dentro de la soberanía marroquí, sin tener en cuenta la opinión del Frente Polisario ni del pueblo saharaui y en clara contradicción con las resoluciones de Naciones Unidas (referéndum de libre determinación), tiene su explicación en el apoyo norteamericano a Marruecos (reconocimiento de Israel mediante), dando así alas al déspota alauita para seguir presionando a España en sus reivindicaciones sobre Ceuta y Melilla. Eso sin hablar de las nefastas consecuencias de todo tipo que vamos a tener que afrontar por el enfado de Argelia.

Estas ciudades españolas, recordémoslo, están fuera del paraguas protector del art. 5 del Tratado Atlántico, pues acto seguido el art. 6 considera que la defensa común se refiere a ataques armados que se produzcan “contra el territorio de cualquiera de las Partes en Europa o en América del Norte”. Los franceses, en el momento de la firma, exigieron y consiguieron incluir a sus departamentos en Argelia. ¿Qué pasó para que España no lograra incluir a nuestras dos ciudades autónomas del continente africano? Evidentemente, si nuestros aliados estadounidenses hubieran querido ambas figurarían específica o tácitamente (como lo están las Islas Canarias) en ese art. 6 y la totalidad del territorio español estaría cubierta.

Pertenecemos, pues, a un club que nos exige gastar más en Defensa pero nos defiende a medias, un socio ultra-atlántico que disfruta de nuestra situación geográfica privilegiada para operar, junto a otros enclaves en el Mediterráneo, en beneficio prioritario de sus intereses económicos y que no duda en arrastrarnos en sus aventuras bélicas aprovechando el delirio de grandeza del gobernante de turno (foto de las Azores), aunque eso conlleve trágicas consecuencias (11M). Por mucho que nuestros gobernantes lo deseen y nos lo quieran vender, España sigue siendo para los Estados Unidos más una base operacional que un socio estratégico y privilegiado. Las democracias plenas exigen y preguntan mucho y es mejor tratar con países “cómodos”, donde la opinión pública esté engañada o amodorrada y con dictaduras y satrapías donde no existen ni oposición ni opinión pública.

Los comienzos de nuestras relaciones con Estados Unidos no fueron precisamente idílicos. La entonces recién creada potencia regional se inmiscuyó en la guerra de la independencia cubana y ya sabemos de qué manera: echando la culpa a los españoles de la explosión interna y hundimiento del acorazado Maine que se encontraba atracado en La Habana como parte de una maniobra intimidatoria. Tres meses antes ya habían iniciado un bloqueo naval a toda la isla sin que mediara aviso alguno.

Un mes después del “incidente” entrábamos formalmente en guerra con los americanos y, tras las derrotas infligidas en las batallas navales de Cavite, en Filipinas, seguida de la de Santiago de Cuba, tuvimos que negociar una paz que desembocaría en la pérdida de prácticamente todo el Imperio de ultramar. Tras numerosas ofertas de compra por parte de sucesivos presidentes estadounidenses (Quincy, Buchanan, Grant, etc) y el rechazo sucesivo de la Corona española, aprovecharon la explosión de su acorazado para iniciar una guerra tras otra (la emprenderían inmediatamente con los filipinos) y hacerse con numerosas posesiones insulares.

Publicado el
17 de junio de 2022 - 21:13 h
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