Apuntes sobre la situación actual del audiovisual

Montxo Armendariz

El cine, tal como lo hemos conocido, va camino de su desaparición. La causa fundamental no hay que buscarla en las descargas (mal llamada piratería), ni en la crisis, ni siquiera en la subida del IVA. Por supuesto que todo ello está acelerando el proceso de descomposición y está destrozando sin compasión (y a veces con saña propia del revanchismo, sobre todo en nuestro país), a todo el sector audiovisual. Pero estos síntomas, por reales y destructivos que sean, no deben confundirnos a la hora de hacer un diagnóstico certero sobre la situación del sector a nivel más amplio y global.

Estas líneas tan sólo son una reflexión, meros apuntes incompletos, sobre el cambio que se avecina. Porque el cine está sufriendo profundos cambios no sólo en nuestro país, sino en todos los demás. Y la causa fundamental de este desmantelamiento hay que buscarla en la gran revolución tecnológica (y por añadidura social) que supone Internet y los procesos de digitalización. Una transformación que, desde hace unos años, está modificando la forma en que se produce cine y la forma de consumirlo. Es un cambio histórico, revolucionario, que terminará con la producción cinematográfica tal como la hemos conocido. Seguirán produciéndose contenidos audiovisuales, sin duda, pero no tendrán el mismo valor económico ni cultural que les dábamos hasta hace unos años.

Porque Internet ha puesto al alcance de cualquiera estos contenidos, su consumo, y, por lo tanto, ha modificado las reglas del juego. Antes había que ir a una sala de cine para contemplar una película, o esperar a su pase por televisión o a su salida en DVD. Ahora es posible acceder a prácticamente cualquier contenido audiovisual desde el ordenador de casa (conectado al televisor o integrado en él), desde el móvil o desde la tablet. Este acceso a los contenidos audiovisuales se produce de forma simultánea, o casi, al de su lanzamiento, y muchas veces sin desembolso económico, o si se paga, son pequeñas cantidades que hacen inviable la amortización del producto tal como se producía hasta ahora. La regla que ha impuesto esta revolución tecnológica es que se paga por tener conexión a la red, no por el consumo e intercambio de sus contenidos. Y los responsables directos de esta norma son los servidores y grandes monopolios telefónicos, no los usuarios. Una norma carente, desde su lanzamiento, de legislación o cualquier tipo de control, porque a ellos sólo les interesaba aumentar sus beneficios, ganar usuarios, sin importarles las consecuencias que podría acarrear. Esta es la causa real de la llamada piratería, por muchos eufemismos que quieran utilizar.

El audiovisual, el cine, ha dejado de ser un elemento rentable de ocio y cultura para convertirse en patrimonio de todos. Por un lado, cualquiera puede crear su propio contenido audiovisual y distribuirlo por la red. Por otro, todo producto que pueda digitalizarse puede ser compartido por la Red, con o sin pago previo. Y este es el fundamento del cambio al que estamos asistiendo, aunque busquemos otras razones.

Es el fin de una profesión, y de sus profesionales, tal como los conocíamos hasta ahora. El desarrollo tecnológico está modificando el modo de producción. Pautas similares se pueden ver en otras áreas como la música o la literatura. Y no hay leyes que sirvan para contener o neutralizar estos cambios. Porque la única ley válida es la de la historia, su imparable evolución. Lo hemos visto multitud de veces. Pero parece que no aprendemos la lección: los escribanos desaparecieron con la llegada de la imprenta; los jornaleros que segaban el trigo se extinguieron con la llegada de la cosechadora. En la época antigua y medieval, durante siglos, los músicos y pintores creaban sus obras bajo el auspicio de reyes y magnates; más tarde, los artistas se independizaron, se fueron profesionalizando y creaban sus obras sin estar al servicio de la Corte, debido a que podían vivir de la venta de sus obras, porque el consumo (generado por la revolución industrial) ya no era exclusividad de las élites aristocráticas, sino que las clases medias y el pueblo podían acceder a ellas. Ahora el cine, como la música o la literatura, ya pueden ser consumidas sin necesidad de pagar por ellas: Internet lo ha hecho posible. Y esta revolución supondrá el fin del cine, de la música y de la literatura tal como la veníamos consumiendo. Ya no será posible su amortización, porque no hay mercado donde hacer rentable las películas, o los discos. En este sentido, no olvidemos la importancia que desde hace unos años han adquirido las cadenas y monopolios de televisión. Son los grandes controladores del mercado, de lo que se produce y de lo que se consume. Tan sólo los espectáculos en vivo, los conciertos, el teatro, los musicales, etc… pueden seguir generando ingresos a quienes los crean. Esta es una diferencia básica que los mantiene vivos, y libres del mercado tecnológico. Hay un interesante libro del economista Jeremy Rifkin, La sociedad de coste marginal cero, donde se analizan en profundidad todos estos cambios profesionales y sociales, y que, en opinión del autor, terminarán con el modelo de sociedad capitalista tal como lo conocemos.

¿Qué hacer ante estos cambios? De nada sirven leyes restrictivas ni lamentarse de que serán muchas las personas que perderán su puesto de trabajo.

Desgraciadamente, ya sabemos que siempre ha sido así. La historia nos lo demuestra. Dejemos de lado la obligación de los gobiernos de sostener y desarrollar una cultura propia (estatal e independiente de ideologías partidistas), ya que esta justa y necesaria reivindicación debe ir unida a otras muchas de tipo social que, por desgracia, no parecen realizables a corto plazo. Y que, además, sólo se alcanzarán si logramos cambiar la sociedad.

Mientras tanto, o nos adaptamos a la nueva situación, o desapareceremos arrastrados por el avance tecnológico y las nuevas formas de producir y consumir contenidos audiovisuales. Y esta adaptación pasa por la desaparición del sector tal y como lo conocemos. Hay que modificarlo profundamente. No se puede reivindicar ni defender una cinematografía basada en la producción y comercialización de la era analógica.

Debemos entender que no estamos ante cambios formales sino de fondo. Es la base de la industria cinematográfica (o lo que existiera hasta ahora) la que está dinamitada. Lo que hay que hacer es analizar los cambios que están surgiendo y crear nuevos sistemas para rentabilizar su potencial económico: portales, VOD, contenidos digitales, nuevas formas de producción y explotación, etc…

No sirve plantear soluciones tratando de recuperar el sistema de producción antiguo, porque ya está obsoleto. Hay que legislar de acuerdo a estos cambios, a estas nuevas plataformas e impulsar su desarrollo, en vez de frenar o limitar su creación. Y ya llevamos muchos años de retraso.

Demasiados, porque la política cinematográfica de nuestro país ha sido prácticamente nula. No se trata tan sólo de modificar la manera en que hacemos cine, sino de aceptar que ya no es rentable el sistema que conocíamos. Porque ahora, unas pocas distribuidoras controlan la totalidad de las pantallas; la producción está en manos de las televisiones, que deciden los contenidos; y cada vez hay menos cines y con menos espectadores. El cambio que hemos podido apreciar en los últimos años es transcendental. Y hoy día, se han polarizado los extremos: en las salas de cine comerciales lo que se exhibe, casi exclusivamente, son producciones de éxito, mainstreams, que van acompañadas de grandes campañas publicitarias; o algunas (pocas) películas de bajo coste o alternativas que se cuelan debido a su repercusión en festivales. Y paralelamente, han empezado a funcionar otros canales de distribución y exhibición alternativos, como cinetecas, muestras y festivales online, museos, etc… donde tienen cabida otro tipo de cine.

Esta es la realidad por el momento. Pero en mi opinión, es transitoria. Lo que prima, lo que llega al público, es que las películas se valoran, básicamente, en función de su recaudación económica. Y eso condiciona el cine que hacemos, al menos para las grandes pantallas (por cierto, cada vez más escasas y concentradas en centros y áreas comerciales). Pero sin embargo, y paradójicamente, cada vez hay más contenidos audiovisuales y cada vez se consumen más. Y es significativo que este aumento de producción y consumo se realice a través de los canales de televisión (muchos de pago) e Internet. En esta dirección, hacia estos objetivos, hay que encaminar la búsqueda de nuevas fórmulas y, sobre todo, la elaboración de una legislación acorde con el momento actual. Una legislación independiente de intereses personales o colectivos. Que favorezca a la cultura, que favorezca al cine, y posibilite la diversidad de temas, de historias y, también, la forma de producirlos y distribuirlos. Porque así saldremos beneficiados todos.

Porque es necesario consolidar una plataforma, coalición, red, o como se le quiera llamar, que crea de verdad en la cultura cinematográfica. Una unión efectiva de creadores y profesionales que consoliden y defiendan los valores audiovisuales frente a los intereses de la tecnología, el poder y las instituciones. Un reto difícil, porque ya sabemos de nuestros lastres, recelos y envidias históricas. Pero es lo que hay. Y en mi opinión es el único camino, si de verdad queremos seguir contando historias a través de imágenes. Esas historias e imágenes que hasta hace muy poco tiempo, conocíamos como algo llamado cine.

El cine, tal como lo hemos conocido, va camino de su desaparición. La causa fundamental no hay que buscarla en las descargas (mal llamada piratería), ni en la crisis, ni siquiera en la subida del IVA. Por supuesto que todo ello está acelerando el proceso de descomposición y está destrozando sin compasión (y a veces con saña propia del revanchismo, sobre todo en nuestro país), a todo el sector audiovisual. Pero estos síntomas, por reales y destructivos que sean, no deben confundirnos a la hora de hacer un diagnóstico certero sobre la situación del sector a nivel más amplio y global.

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