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Buzón de Voz

Camino del segundo (y evitable) error

Una amplia mayoría del Congreso rechazó este último viernes el objetivo de déficit y el techo de gasto planteados por el Gobierno para construir los Presupuestos de 2019. Se trata del mayor tropiezo parlamentario del Ejecutivo de Pedro Sánchez desde su llegada a la Moncloa, porque pone en evidencia la extrema fragilidad del pacto que permitió sacar a Mariano Rajoy del poder tras la sentencia de la primera época de la Gürtel. Pero, sobre todo, simboliza el riesgo de que el PSOE y Unidos Podemos repitan el gran error cometido en 2016, cuando pudieron formar gobierno y la desconfianza mutua (alentada y condicionada también por intereses económicos, financieros y mediáticos) lo impidió.

Para no marear con términos macroeconómicos y tecnicismos presupuestarios (menos aún en mitad del estío), lo cierto es que se trataba de aprobar un incremento del gasto público de 6.000 millones de euros para 2019, con el fin de cubrir, a través de comunidades autónomas y ayuntamientos, necesidades en sanidad, educación, dependencia y otros capítulos de urgencia social. El Gobierno asegura tener luz verde de Bruselas (que no lo ha desmentido) para relajar unas décimas el compromiso de reducción del déficit, lo cual permitiría distribuir entre autonomías y municipios esos 6.000 millones, y hacerlo además en año electoral. Si todos los apoyos que Sánchez obtuvo en la moción de censura hubieran respaldado este viernes la propuesta, el PP de Pablo Casado ya había anunciado que la vetaría en el Senado utilizando su mayoría absoluta. Si así fuera, el Gobierno tenía previsto (como adelantó infoLibre hace unos días) abordar un cambio urgente en la Ley de Estabilidad Presupuestaria para impedir ese veto en la siguiente votación, puesto que está obligado a intentar de nuevo la aprobación del techo de gasto en el plazo de un mes. No sería un capricho, sino reconducir los poderes actuales de Congreso y Senado a sus funciones constitucionales, que depositan en la Cámara Baja la potestad legislativa final.

  Qué ha pasado

¿Qué ha pasado para que el proyecto se estrellara? Cada cual tiene su versión, su parte de la verdad. Lo indudable es quién se frota las manos con lo ocurrido: el Partido Popular y Ciudadanos, que son precisamente quienes se veían ante el problema de explicar en los próximos meses su oposición a elevar los recursos de comunidades y ayuntamientos para afrontar los problemas de los ciudadanos a los que van a pedir muy pronto el voto.

Lo que ha pasado, por resumirlo sin acritud y sin cargar del todo la culpa en una parte, es que el Gobierno y el PSOE no negociaron lo suficiente con Unidos Podemos y los independentistas catalanes. Después de lograr el “permiso” de Bruselas y el visto bueno de los representantes autonómicos en el Consejo de Política Fiscal y Financiera, el Ejecutivo de Sánchez actuó casi como si estuviera gobernando con una cómoda mayoría. Pidió a Unidos Podemos su apoyo con el compromiso de que el veto del PP se resolvería con el citado cambio legal urgente. En cuanto al contenido de la negociación, las cifras de gasto y el compromiso de déficit, eran “lentejas”. Sólo encontró el respaldo del PNV, que por la singularidad fiscal del País Vasco y Navarra, no se ve afectado para bien ni para mal en sus intereses políticos.

De modo que ha faltado cintura y humildad por parte del equipo de Sánchez. Pero lo que también ha pasado es que en Unidos Podemos se ha impuesto la desconfianza total hacia el PSOE, y las tesis de una línea dura que prefiere arriesgarse a ir muy pronto a la ruptura si no se visibiliza una dependencia clara y casi genuflexa del Gobierno de Sánchez hacia su principal soporte parlamentario. Ha habido debate interno en la formación morada, y la mayoría de su equipo económico defendía el voto afirmativo y el acuerdo con el PSOE, conscientes de que no es sencillo arrancar a Bruselas muchas más cesiones en este momento, y que es prioritario dar solidez a la alternativa por la izquierda e intentar trasladar a la ciudadanía que es posible otra forma de gobierno que además mejora la situación de las capas más castigadas por la gestión neoliberal de la crisis.

Se ha impuesto en Podemos la desconfianza de quienes mantienen que lo que buscaba Sánchez era que finalmente el PP no vetara sus cifras en el Senado, lo cual sería un nuevo paso en el objetivo final y común por recuperar en lo posible el bipartidismo, con un Sánchez al frente de un gobierno riguroso y creíble en la gestión y un Pablo Casado capaz teóricamente de cortar las alas a un desorientado Albert Rivera.

Lo que ha pasado recuerda mucho a lo ocurrido entre las elecciones de diciembre de 2015 y las de junio de 2016. A aquella investidura de Sánchez que Pablo Iglesias no quiso permitir, pensando que tenía asegurado el sorpasso inmediato al PSOEsorpasso; aquella posibilidad de un gobierno progresista que Sánchez no quiso o no le dejaron explorar, y prefirió dar toda la prioridad a un acuerdo con Ciudadanos confiando en que sólo podían ocurrir dos cosas: que Podemos se abstuviera con el argumento de que había que echar a toda costa del poder a un PP podrido por la corrupción o que si Iglesias no lo permitía sería castigado en las urnas por su propio electorado.

Aquella partida la perdieron ambos, y la perdió todo el espacio progresista. Esa es la realidad más allá del peso que en lo ocurrido tuvieron efectivamente las presiones de la vieja guardia socialista, los poderes empresariales y mediáticos y todos aquellos que en este país quieren identificar de modo permanente como peligrosa y caótica cualquier opción política que no sea alguna de las que van desde el centro hasta la extrema derecha siempre que acepten la doctrina neoliberal en sus distintas variantes. Si para ello hace falta lanzar discursos post-políticos que rozan el populismo de una extrema derecha antisistema que sigue extendiendo sus redes en toda Europa, tampoco se le hacen ascos. (Habrá que observar con lupa hasta qué punto Casado sostiene o no algunas de las ideas utilizadas en su campaña por el liderazgo del PP).

En ambas situaciones tuvo también su protagonismo el independentismo catalán. En la primera como jugador “apestado” en cualquier partida que se celebrara en el Parlamento nacional, de modo que sus votos, que representan a más de dos millones de ciudadanos, fueron considerados tóxicos e inútiles a efectos de la formación de mayorías. En esta segunda ocasión, superado ese disparate democrático que tanto ha ayudado a retroalimentar los nacionalismos extremistas, al menos parece posible lo que en democracia debería ser obligatorio: hablar de todo sin que ello signifique cederlo todo o romper directamente las estructuras del Estado. Este viernes los independentistas siguieron la estela de Podemos. Si hubiera dependido de ellos en exclusiva negar varios cientos de millones de euros más para el gasto social en Cataluña cabe como mínimo la duda de que ERC, e incluso los parlamentarios más fieles a Puigdemont, hubieran cargado con esa mochila.

  Puede evitarse

Lo ocurrido este viernes en el Congreso debería ser interpretado como una seria advertencia sobre el riesgo de que el PSOE y Unidos Podemos, o viceversa, repitan el error o los respectivos errores cometidos en 2016. Puede evitarse durante este mes de agosto, antes de la siguiente votación parlamentaria. Si se dan los mismos pasos que han conducido a un fracaso no pueden esperar que el resultado sea distinto. Deberían asumir Sánchez y su equipo que tienen que facilitar a Unidos Podemos alguna baza política que puedan defender como aportación propia a esos nuevos Presupuestos que buscan reducir la desigualdad. Deberían asumir Iglesias, Garzón y sus fieles que su máxima prioridad en esta coyuntura política no puede ser la exigencia de romper la baraja con Bruselas, sino empujar al PSOE a jugar sus cartas lo mejor posible.

Tienen un espejo al que mirar: se llama Portugal y está demostrando que funciona, que pueden entenderse socialdemócratas, nuevas izquierdas y hasta comunistas si son capaces de mirar por encima de los intereses partidistas más inmediatos. Incluso tienen un espejo (quizás cóncavo) más cercano. Nadie, haga quien haga la encuesta, duda en España que PP y Ciudadanos, por muy duras que sean las descalificaciones mutuas, gobernarán juntos siempre que tengan la oportunidad de hacerlo. La derecha salta sin complejos sobre cualquier compromiso previo si ello le sirve para ocupar o mantener el poder. En el espacio progresista (que sigue siendo sociológicamente mayoritario según los macrosondeos del CIS) permanecen dudas razonables sobre el entendimiento entre PSOE y Unidos Podemos, más allá de la distorsión que a todo el paisaje político aporta la cuestión catalana.

El perdedor de Vistalegre II y futuro candidato a la presidencia de la comunidad de Madrid Íñigo Errejón lo bautizó acertadamente como “competición virtuosa”. Es un proceso complejo, lleno de matices, que exige mucha cintura, generosidad e inteligencia política, pero imprescindible si las fuerzas que sumaron sus votos para echar al PP del poder y obligarlo a regenerarse quieren ser algo más que un paréntesis, unas pocas líneas en la Wikipedia de los gobiernos españoles de la democracia. Y pasado un tiempo, a nadie le importará quién puso más a la hora de cometer el error.

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