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El 'Gobierno Frankenstein' y otras leyendas

Fue un enorme regalo el que Alfredo Pérez Rubalcaba hizo en el verano de 2016 al discurso de las derechas en España cuando tuvo la ocurrencia de definir como Gobierno Frankenstein lo que pudiera salir de un acuerdo de investidura en el que participaran el PSOE, Podemos y grupos nacionalistas o independentistas. Desde entonces asistimos a ese bombardeo político-mediático que consiste en identificar al Gobierno de coalición con una especie de monstruo hecho de trozos de distintos cuerpos, frágil, inestable, una especie de caótica ensalada, incapaz de sostenerse en el poder, entre otras razones por carecer –ahí es nada, de legitimidad–. Poco importa que, ya por aquellas mismas fechas, los estudios socio-políticos más rigurosos indicaran que “una coalición congruente ideológicamente, formada por dos o más partidos, normalmente agota la legislatura” y es más estable, de hecho y salvo excepciones, que la famosa Gran Coalición tan añorada por los espadachines del bipartidismo (ver aquí). Lo cierto es que concluimos una semana en la que se ha demostrado sobradamente que la fórmula Frankenstein tiene una salud de hierro y puede lograr el periodo más estable desde la última mayoría absolutísima de Mariano Rajoy en 2011 (ver aquí).

Quien ostenta la capacidad política y la influencia mediática para colocar en el debate público un concepto determinado, por falso que sea, tiene más de la mitad de la batalla ganada para acaparar el poder en todas sus ramas. Porque se trata de eso. No importa que los contenidos de los acuerdos que sustenten un gobierno de coalición sean beneficiosos para las mayorías, que protejan los derechos de las minorías o que sean firmados, en cualquier caso, por fuerzas legítimas y legales con una representación mayoritaria que sale de las urnas. ¡Qué importan las reglas democráticas si su aplicación contradice los intereses particulares de determinados poderes!

Para entendernos: de la Moncloa ha salido esta semana hacia el Congreso un proyecto de Presupuestos que en esencia multiplica el gasto social más allá del cumplimiento legal de subir las pensiones de acuerdo con el coste de la vida o de cubrir las necesidades del desempleo. Hay sectores a los que, con todo el derecho, les parecerá insuficiente, pero cabe poco margen para discutir que las cuentas del Estado reflejan un aumento de 938 millones en el presupuesto para dependencia, de 443 millones en la mejora de la atención primaria, de 381 millones en políticas de fomento del empleo o de 215 millones en el bono cultural para jóvenes que cumplen 18 años (ver aquí).

Son sólo algunos ejemplos, que conviene comparar con las apuestas que el último gobierno del PP hizo para los presupuestos de 2018, en los que –pese a gestionar un ciclo ya alcista de la economía tras el austericidio practicado desde 2010–volvió a reducir el gasto en sanidad, educación y protección social (ver aquí, y fíjense en la cabecera, poco sospechosa de socialcomunista o cualquier otra bobada al uso). Era, y es, lo coherente con un programa ideológico que tiene como prioridad la defensa de los intereses de grandes fortunas, grandes empresas y élites privilegiadas, un objetivo que se refleja en las decisiones fiscales que toma allí donde gobierna. Le sobran impuestos sobre patrimonio, sucesiones o donaciones y cualquier otra tasa que pretenda gravar la riqueza o avanzar en un modelo fiscal más justo y progresivo. Bajo la bandera de la libertad de mercado se ponen a salvo todo tipo de oligopolios o bonificaciones que permitan esquivar al fisco a quienes tienen recursos para hacerlo. Sálvese quien pueda (y siempre pueden los mismos).

Ocurre que esas opciones obstinadamente neoliberales van ahora a contracorriente, incluso respecto a las instituciones económicas y monetarias internacionales y los discursos de fuerzas conservadoras demócratas europeas (ver aquí). Les da igual, porque están convencidos de que lo que se impone en el “mercado” electoral no es la realidad sino la versión que el ecosistema dominante político-mediático impone como supuesta realidad.

Se ha demostrado esta semana en el Congreso con el intento del portavoz de Vox, Espinosa de los Monteros, de adjudicar al Gobierno la responsabilidad de disparar en España el paro, la pobreza y de provocar una recesión. Lo puso en su lugar la vicepresidenta Nadia Calviño con una intervención que ubicaba a la derecha ultraconservadora en un planeta extraño: “¿No conoce usted a ningún español real?” (ver aquí).

Es evidente que derecha y ultraderecha confían en que la distorsión y la mentira, por delicada que sea la materia sobre la que actúan, permiten que el foco principal de la conversación derive hacia el carácter peligrosísimo de la 'fórmula Frankenstein'

Parece que no. Por no conocer, ni siquiera se molestan en conocer a quienes más directamente sufrieron la pandemia, de modo que el número dos del Gobierno de Ayuso en Madrid se ha permitido incluso ejercer como portavoz de los familiares de residentes fallecidos (sin haberlos recibido una sola vez) para proclamar que ya “han superado” la pérdida, y abordar una investigación ahora sólo serviría para “reabrir heridas” y hacerles daño. Confieso que ha habido momentos en los últimos días en que había que contar hasta mil en algunos debates para no dar un puñetazo en la mesa. ¡No insulten a la inteligencia! Y menos aún a quienes más han sufrido por una gestión negligente, inmoral y probablemente ilegal de la pandemia en las residencias de Madrid, con un protocolo de la vergüenza que no se dictó (que sepamos) en ningún otro lugar ni de España ni del mundo (ver aquí).

Es evidente que la derecha y la ultraderecha confían en que la distorsión y la mentira, por delicada que sea la materia sobre la que actúan, permiten que el foco principal de la conversación siempre derive hacia el carácter peligrosísimo de la fórmula Frankenstein. Aunque los hechos contradigan la pregonada “inestabilidad”; aunque la UE estudie cómo extender a toda Europa lo que el PP ha definido como “timo ibérico” para reducir los precios energéticos; aunque los ERTE o la reforma laboral hayan demostrado una eficacia indiscutible en la protección del empleo y en la lucha contra la precariedad; aunque el plan fiscal consista en que paguen más quienes más ganan y poseen y menos quienes no llegan a fin de mes; aunque las encuestas indiquen que una mayoría de españoles apoya las medidas tomadas ante la crisis de la inflación… Lo importante es asentar entre la ciudadanía una antipatía cardíaca hacia el Gobierno Frankenstein, y muy especialmente hacia Pedro Sánchez y Yolanda Díaz.

Es obvio que este gobierno ha cometido y cometerá errores, y debería ser aún más obvio que tenemos la obligación de vigilar estrechamente al poder, lo ejerza quien lo ejerza. Pero sería ingenuo no darse cuenta de que el estado de la opinión pública sería muy diferente si –ya metidos en la caricatura– un Rubalcaba cualquiera, con la potencia mediática acostumbrada por las derechas nacionales, hubiera instalado el mensaje de que el PP y Vox sólo pueden formar un Gobierno Sleepy Hollow, ese jinete sin cabeza que vaga por el mundo dejando a su paso “cuerpos desaparecidos y calabazas llenas de podredumbre y odio”. Todo es cuestión de imponer una leyenda, por disparatada que sea. A fuerza de insistir, incluso puede hacerse pasar por “tradición”, como ocurre con las salvajadas en algunos colegios mayores.  

P.D. Si se trata de conocer a fondo problemas reales, sobre los que es aún muy insuficiente la actuación de este gobierno progresista, conviene ir al cine este fin de semana y ver En los márgenes, la primera película dirigida por Juan Diego Botto, con guion suyo y de Olga Rodríguez y protagonizada de forma magistral por Penélope Cruz y Luis Tosar. Se trata de desahucios, de abogados y activistas que se dejan la vida por los demás, de adolescentes que aprenden lo que más importa… Y todo a un ritmo de suspense, de película de acción, sin un gramo de sentimentalismo forzado. La España real, la que madruga o no puede dormir.

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