Ah, ¿pero Leguina seguía en el PSOE?

Me parece absolutamente normal que el PSOE se haya decidido a expulsar de sus filas a Joaquín Leguina; lo que me extraña es que no lo hubiera hecho hace ya cinco, diez, quince años. El que fuera presidente socialista de la Comunidad de Madrid entre 1983 y 1995 lleva lustros zancadilleando por la espalda a su partido cada vez que un periódico o una tertulia de derechas o hasta ultraderecha le abre con fruición sus puertas. Lo hizo ya en los tiempos de Zapatero y ha seguido haciéndolo en los de Sánchez.

Quizá alguna cátedra de psicología, psiquiatría o neurología de una gran universidad debiera abrir una investigación sobre la manifiesta perturbación del alma que supone haber cambiado radicalmente de ideas y negarse a asumirlo. Me parece un tema muy interesante la negación de la realidad que significa proclamar que se sigue siendo ideológicamente el mismo cuando se es justo lo contrario de lo que se era. ¿Cómo puede alguien como Leguina afirmar que continúa siendo socialdemócrata cuando se es nacionalista españolista y no español federalista, cuando se apoya explícitamente a líderes de la derecha como Esperanza Aguirre e Isabel Díaz Ayuso, cuya principal misión es desmantelar la sanidad y la educación públicas y favorecer con dinero público los negocios privados de sus amiguetes y patrocinadores?

Solo hay dos explicaciones posibles: una cara dura de tomo y lomo o una enajenación mental aún no explicada por la ciencia. Porque, por supuesto, se puede cambiar de ideas, pero también se debe ser consecuente con ese cambio. ¿Se imaginan ustedes que Jorge Verstrynge siguiera militando en el PP y declarándose conservador con las ideas izquierdistas que lleva años defendiendo? No se lo imaginan, ¿verdad? No tendría el menor sentido. Verstrynge tuvo el mérito de ser consecuente con su giro ideológico, abandonar a finales de los años 1980 Alianza Popular, la formación de la había llegado a ser secretario general, y militar abierta y desacomplejadamente desde entonces en el campo progresista.

Defiendo con uñas y dientes que todos tengamos el derecho a tener y expresar nuestras ideas, faltaría más. Y comprendo perfectamente que, con el transcurso de la vida, estas puedan evolucionar en tal o cual sentido. Pero el engaño a sí mismo y a los demás me parece repugnantemente deshonesto. El pretender ser algo que no se es.

Leguina ha llevado al paroxismo un fenómeno que, en la política española contemporánea, no es raro en el PSOE, un partido de aluvión. Los mismísimos Felipe González y Alfonso Guerra se han convertido en conservadores gruñones y pagados de sí mismos, y quizá es que nunca fueron tan progresistas como decían serlo en sus campañas electorales. González siempre me pareció un democristiano de izquierdas, un señor de orden con voluntad europeísta y cierta conciencia social, apenas algo más progresista que su amigo Helmut Kohl. Y Guerra, un populista con un arte indudable para los zascas graciosos e hirientes.

Como ya era adulto a finales del franquismo y durante la transición, recuerdo que bastante gente se incorporó al PSOE a finales de los años 1970 y comienzos de los 1980 por razones oportunistas, en ocasiones tan solo para encontrar una colocación. ¿Cómo explicar si no el caso Roldán? Eran demócratas, no lo discuto, pero no socialistas o socialdemócratas. Si hubiera existido un centroderecha a la europea, si, por ejemplo, el CDS de Suárez hubiera tenido más fortuna, habrían tenido cabida en su seno. Pero aquí no existía —ni existe— ese tipo de centroderecha, así que se afiliaron a un PSOE que percibían como un caballo ganador indudablemente demócrata y europeísta. No tuvieron, pues, el menor problema para asumir el cierre en falso de las heridas de la Guerra Civil y la dictadura, la inviolabilidad de la monarquía, el nacionalismo españolista, el vasallaje a Estados Unidos, la filosofía de que lo importante es ganar dinero lo más rápidamente posible…

Como estamos en tiempos de Mundial, lo voy a expresar con un ejemplo futbolístico: ¿podría seguir en un equipo un jugador que, en mitad del partido, se hiciera con el balón, se dirigiera a su propia portería y le marcara un gol a su propio portero?

Y ahí siguen no pocos de ellos, algunos en sabrosos cargos institucionales. Gente como Javier Lambán, el presidente de Aragón, que solo abre la boca para fomentar la catalonofobia, zaherir a Unidas Podemos y expresar sus discrepancias con las medidas más progresistas de Pedro Sánchez. Lambán ocupa así los telediarios y las portadas de los medios de comunicación de derechas —casi todos los existentes— y recibe los aplausos del PP, que hasta le incita a encabezar junto con el manchego García Page una rebelión fratricida contra el Gobierno de Sánchez. Hasta él mismo se da cuenta en ocasiones de que se ha pasado de deslealtad y pide disculpas por ello. Pero se le nota que no tiene el menor propósito de enmienda.

Leguina ha dicho tras su expulsión: “Sánchez no me va a callar la boca”. Es una frasecita demagógica del copón. Leguina puede seguir diciendo lo que le parezca y no le faltarán medios de comunicación derechistas que le sirvan de altavoz. Pero, obviamente, no como miembro del PSOE, que, como todas las organizaciones, tiene sus reglas de pertenencia al club. ¿Cómo puede albergar el PSOE en su seno a alguien que pide el voto para el partido rival como hizo Leguina solicitándolo para Ayuso?

Como estamos en tiempos de Mundial, lo voy a expresar con un ejemplo futbolístico: ¿podría seguir en un equipo un jugador que, en mitad del partido, se hiciera con el balón, se dirigiera a su propia portería y le marcara un gol a su propio portero? No por error, no por un rebote o un mal despeje. No, que lo hiciera intencionadamente. Lo echarían, faltaría más.

Nunca he sido militante del PSOE (ni de ningún otro partido). Pero si lo fuera y discrepara gravemente de las políticas de Sánchez, tengan por seguro que devolvería mi carné de partido y renunciaría de inmediato a cualquier cargo que hubiera obtenido con él. De todos los personajes de la historia de Jesús de Nazaret, Judas me parece el más deleznable. 

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