Paz, piedad y perdón

Me irrita el desconocimiento que demuestran tantos de los que, en todas las derechas y en cierto centroizquierda, ensalzan la transición española desde el franquismo a la democracia. Parecen circunscribirla a los debates de la comisión que redactó la Constitución de 1978, olvidando todo lo demás: las huelgas, las manifestaciones, los encarcelamientos y la sangre derramada de aquellos que luchaban por la libertad. Olvidando también la intrepidez de algunos servidores del franquismo, empezando por Adolfo Suárez. Sí, Suárez legalizó al Partido Comunista en abril de 1977, antes de la aprobación de la Carta Magna. Sí, Suárez autorizó el viaje a España de Josep Tarradellas de junio de 1977, se entrevistó con él en La Moncloa y hablaron del restablecimiento de la Generalitat, antes también del 6 de diciembre de 1978.

Nada está escrito para siempre en las estrellas o en las tablas de la ley. Comparto la reflexión camusiana que el helenista Pedro Olalla expresó en CTXT el 27 de diciembre de 2019: "La rebeldía sitúa los valores en un lugar más alto que las leyes, pues sabe que las leyes no son sino el intento, siempre perfectible, de que los valores lleguen a hacerse realidad. (…) Las leyes nunca mejorarían si no hubiera personas valientes con altura moral y sentido de la justicia superiores a los del Derecho en vigor."

A veces, añadiría, también se precisa valor para hacer lo conveniente. Tal puede ser el caso del conflicto catalán. Me rebelo ante la idea de que la relación entre Cataluña y el conjunto de España no puede salir de la enfermiza espiral del otoño de 2017: declaración unilateral de independencia frente a represión policial y judicial. Lo escribí entonces y lo escribo ahora: bien podría negociarse un nuevo encaje de Cataluña en una España más federal. No me gustó en absoluto que un puñado de jueces se cargaran en 2010 la reforma del Estatut que habían aprobado las Cortes españolas, el Parlamento catalán y el 74% de los votantes catalanes. Aquello fue un error, un inmenso error.

No me solivianté, al contrario, cuando el Gobierno de Pedro Sánchez indultó en la anterior legislatura a algunos independentistas catalanes. Y me alegró comprobar que las medidas de gracia contribuyeron a la serenidad en Cataluña y en su relación con el resto de España. Está claro que, a uno y otro lado del Ebro, hay quien quiere gresca, pero también está claro que la mayoría prefiere desinflamar el conflicto. Lo han demostrado las elecciones del pasado 23J. En contra de lo que auguraban los michavilas y tantos otros cantamañanas, Sánchez no fue barrido en las urnas por haber aprobado aquellos indultos.

Tampoco me he alborotado porque Yolanda Díaz se haya visto en Bruselas con Puigdemont. Creo que Díaz ha intentado hacer aquello por lo que pagamos a los políticos: buscar soluciones a los problemas, que es lo que hacía Suárez en su tiempo. Recuerdo espeluznado la vagancia intelectual y política con la que Rajoy afrontó la crisis catalana de 2017: aferrándose al cliché de la ley es la ley y poniéndose a leer el Marca. Para eso no necesitamos políticos, basta con un portero que compruebe que todo el mundo lleva entradas.

En contra de lo que auguraban los 'michavilas' y tantos otros cantamañanas, Sánchez no fue barrido en las urnas por haber aprobado aquellos indultos

Muchos de los problemas políticos de la transición fueron resueltos con audacia política. Legalizando al PCE en plena Semana Santa, recibiendo en La Moncloa a Tarradellas o aprobando la amnistía de octubre de 1977. Pero las derechas de ahora, sabiendo que cuentan con la simpatía de la mayoría de las togas, han judicializado nuestra política hasta límites peligrosísimos. Para qué trabajar, para qué pensar, dialogar y negociar cuando se puede presentar una querella que seguro va a aceptarnos un juez amigo. Entregando la política a los jueces no vamos a ningún lado, ni en el asunto catalán ni en ningún otro.

¿Han observado que en el actual debate sobre una posible amnistía para los independentistas implicados en los sucesos de 2017 casi solo se habla de su posible constitucionalidad y legalidad? A mí, en cambio, me interesa más hablar de su necesidad, su oportunidad, su utilidad. Si sirve para seguir desinflando el mal rollo del Procés, vayamos adelante. Doctores tiene la iglesia para encontrar la fórmula que permita hacer lo conveniente yendo desde la ley a la ley, como pregonaba Torcuato Fernández Miranda, el guionista de la transición.

La amnistía es un borrón y cuenta nueva para desatascar graves conflictos políticos. Un modo de pasar página, pasar capítulo y hasta cerrar el libro. Así se usó en España en 1977 y así se ha usado y se usa en otros países. No acabo de entender cómo a muchos de aquellos que consideraban apocalípticos los sucesos de 2017 –hablaban de golpe de Estado, sedición, partición de España…– ni se les pase por la mollera que su definitivo entierro puede pasar por un perdón excepcional. A grandes males, grandes remedios.

Clemencia con todos los implicados, incluidos los policías y guardias civiles procesados por exceso de celo en la represión del intento de referéndum. Y renuncia, explícita o implícita, de los independentistas catalanes a repetir aquel delirante y divisivo paso.

Algunos de ustedes lo saben: no soy cortoplacista. No escribo a favor de la amnistía porque pueda ser necesaria para conseguir el apoyo de los independentistas a la investidura de Sánchez como presidente del Gobierno. Lo hago por una razón más profunda: puede ser útil para una nueva reconciliación entre españoles. En el interior y en el exterior de Cataluña.

«Paz, piedad y perdón», pidió Manuel Azaña en su discurso en el Ayuntamiento de Barcelona del 18 de julio de 1938. Su llamamiento a no prolongar la Guerra Civil fue infructuoso, bien lo sabemos. Pero me pregunto dónde están ahora aquellos dirigentes del PP, Aznar incluido, que pregonaban su azañismo a finales del pasado siglo. Ahora solo los escucho hablar de conflicto, saña y castigo. En esto y en casi todo no logro distinguirlos de Vox.

Y si este otoño los de Junts no aprenden del actual pragmatismo de Bildu, si se empeñan en conseguir sus sueños con solo siete diputados, si no se apean del programa maximalista expuesto el martes por Puigdemont, Sánchez haría bien en romper la baraja y convocar nuevas elecciones. Sánchez es un ganador, en enero puede incluso mejorar su buen resultado de julio. Aun así, una amnistía para el Procés seguiría siendo una buena idea.

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