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Hay estándares de excelencia bien definidos por el periodismo desde hace décadas y que solo su élite aplica. El New York Times tiene una exquisita (y cara) maquinaria de verificación de todo lo que se publica, con doble revisión de periodistas dedicados sólo a supervisar lo que escriben sus compañeros. Hay medios, como infoLibre, que explícitamente reniegan de los llamados “acuerdos editoriales”, que es la puerta de atrás para colar financiación de empresas e instituciones sin pasar por la visibilidad de los anuncios de publicidad. Hay medios que publican con absoluta transparencia no solo quiénes son sus accionistas, sino también cada una de sus fuentes de financiación. Estos medios rara vez rectifican informaciones porque antes de publicarse suelen estar contrastadas. Pero si tienen que rectificar como exige la Ley, lo hacen. Tienen su línea editorial, por supuesto, que no condiciona sin embargo la veracidad de la información y la limpieza del procedimiento para obtenerla y publicarla.

Aparte de esa élite, la inmensa mayoría de los medios escritos que pueden catalogarse como tales tienen como mínimo alguna suerte de comité de redacción o de deontología, que garantiza una práctica profesional rigurosa y solvente.

Y luego han aparecido en las últimas dos décadas, al calor de Internet, los denominados pseudomedios: plataformas electrónicas que no solo prescinden de las mínimas garantías al elaborar la información, sino que se crean de hecho para difundir basura en forma de rumores sin confirmar, hechos que se presentan como delictivos para animar a otros a denunciar (que es casi gratis), acusaciones que con frecuencia no se sustancian luego, campañas de desprestigio, falsedades o suposiciones.

Hay un sinnúmero de pseudomedios que nada tienen que ver con la práctica honrada y noble del periodismo

La extrema derecha se maneja bien con esos pseudomedios. Porque reniega del papel de los intermediarios –medios de comunicación convencionales, instituciones democráticas representativas– que suponen parte del establishment que tratan de derrocar. El neofascismo, como el fascismo más antiguo, prefiere la acción directa y asamblearia. También se siente bien la extrema derecha con los pseudomedios porque tienen esa textura gamberra, desinhibida, valiente, revolucionaria, punk, tan atractiva para los ultras.

Existe ya un filtro natural de esos pseudomedios. El que ejerce la ciudadanía ignorando mayoritariamente sus contenidos. El que ejercen los propios periodistas alejándose de sus compañeros menos pudorosos. El que ejercen las instituciones públicas y privadas desacreditándolos. Pero, aun con esas limitaciones, el problema es que muchos de ellos reciben dinero público, dinero de usted y dinero mío, a través de esos acuerdos publicitarios o de publicidad visible. Si no pueden pagar los gobiernos, pagarán las empresas públicas dependientes de ellos, que son más flexibles y tienen un menor control.

Será muy difícil que el Gobierno pueda desarrollar en todo o en buena parte el plan de medidas de regeneración democrática presentado esta semana. Porque tiene poco apoyo parlamentario para modificar las leyes que deberían articularlo. Lo tendrá particularmente difícil con la parte que más atención ha recogido –por obvias razones corporativas– de los medios de comunicación y que es, precisamente, la que se refiere a ellos. Ha habido una reacción crítica de buena parte de los periodistas, que se justifica en los temores razonables de que el Gobierno quiera apretarles las tuercas.

Es discutible, pero plenamente legítimo afirmarlo, que el Gobierno pretende limitar la libertad de expresión, controlar a las empresas de comunicación o poner más difícil la crítica política. Pero lo que no admite mucha discusión es que hay un sinnúmero de pseudomedios que nada tienen que ver con la práctica honrada y noble del periodismo. El Gobierno ha sido valiente al poner ese cascabel al gato… O más bien, en plantear que alguien debe hacerlo.  

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