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De dioses y hombres

Me ha conmovido lo de Schumacher. Y esa conmoción se convierte en sorpresa por inesperada. Supongo que son muchos los que comparten conmigo esta sensación que, al menos en mi caso, se explica por la cercanía a la que uno sitúa a determinados personajes públicos que forman parte de nuestro paisaje afectivo sin que lo sepan o vayan a conocernos jamás, y por la desconocida obviedad de que la estrellas son además seres tan inestables o frágiles como cualquiera de nosotros que vivimos y viajamos a ras de suelo o a unos pocos centímetros. No está en nuestro cálculo mental que esto a ellos pueda pasarles.

El deportista que arrastra masas y apasiona, que regala vida –porque hace gozar, sufrir, conversar, creer y jugar a quienes le siguen–, tiene un plus de atractivo y mítica aureola cuando además de todo eso se la juega ejerciendo su profesión. Es verdad que hay muchos profesionales que saben que pueden morir en el trabajo, y no pocos mal pagados y escasamente reconocidos, pero esos sólo se convierten en héroes cuando realizan alguna proeza extraordinaria por difícil o conmovedora. Una cosa es que se la jueguen por nosotros y otra para nosotros. A los primeros les concedemos, como mucho, valor. Pero a los segundos les otorgamos la gloria, probablemente porque nos creemos incapaces de hacer lo que ellos.

Por esa razón nos cuesta imaginar que ellos hacen lo que nosotros. Por esa razón no imaginamos su muerte en otros territorios que no sean los suyos propios. Son héroes encumbrados e idealizados por los directores de la orquesta de los mitos, los medios de comunicación, y por tanto, ni tienen dudas, ni deudas, ni fragilidades ni enferman ni, por supuesto, caen fuera de su universo conocido.  Hasta que un día la fuerza de la verdad de que todos somos iguales se abre paso. Ni los más fuertes la resisten.

Y ahí está Michael Schumacher, que ayer viernes cumplió 45 años, peleando por su vida en un hospital suizo después de sufrir un accidente cuando esquiaba junto a su familia. El mundo, conmocionado, pendiente de su estado de salud. Una nube de micrófonos que parece desafiar las leyes del espacio recoge el sonido de la tragedia en su dimensión presente, la de los partes médicos. Por internet empiezan a circular ya supuestas imágenes del accidente, y en los medios se abren debates sobre lo correcto o incorrecto de practicar el esquí fuera de pista, como si el contravenir alguna regla y encontrar cierta parte de culpa en el protagonista, nos liberara de la angustia que provoca la fractura del héroe.

Yo me quedo con la reflexión de la realidad que nos iguala, de la fatalidad que atraviesa las fronteras reales o imaginadas que ponemos entre nosotros y los héroes.

Los humanos creamos mitos: antes para explicar lo inexplicable, y ahora para escapar de nuestra propia realidad o para buscar emociones por caminos que nunca transitaremos. Y a veces es bueno porque se crean así modelos de comportamiento que pueden ser positivos.

Pero puede también la atención al mito alejarnos demasiado de lo que de verdad nos importa, llevarnos a mundos que no son ni serán jamás los nuestros, despistarnos, en fin, de nuestra tarea cotidiana y necesaria. Y, lo que es peor, de nuestras propias posibilidades.

Toni Nadal le decía a su sobrino Rafael, otro héroe contemporáneo, que no debía sentirse jamás como un ser superior, porque si él era el mejor tenista del mundo cualquiera de las personas que podría ver a su alrededor serían, seguro, capaces de hacer alguna cosa mejor que él.

La tragedia de Schumacher nos sitúa ante la misma idea de igualdad y vulnerabilidad pero desde el otro lado: quien toma conciencia es la sociedad. Y desde esa conciencia deseo intensamente que el alemán se recupere y siga, si ha de hacerlo, en el olimpo de los mitos.

Pero también que esta dramática imagen de mito vulnerable nos recuerde que todos somos humanos y todos podemos ser grandes en nuestros pequeños escenarios, que no debemos dejar de creer en nuestra capacidad individual y colectiva, ni en nuestra inmensa fortuna como humanos por poder encontrar caminos nuevos, compañías generosas y actitudes que enriquecen.

Todos tenemos la misma madera, esa que unos afilan hasta elevarse a lo heroico y otros modelan para aguantar sin quebrarse la supervivencia de cada día. Lo que con frecuencia viene a ser la misma cosa.

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