Cómo el 23J puede hacer de la debilidad virtud

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El resultado del 23J refleja una foto de lo que España es hoy, un país que sigue partido en dos entre derecha e izquierda, que no está dispuesto a abrir la puerta a la ultraderecha y que exhibe pluralidad y diversidad. Llegarán los estudios postelectorales y podremos afinar más y mejor la descripción analizando las transferencias de votos y quién o quiénes decidieron quedarse en casa, pero de momento esta imagen parece nítida.

La aritmética que surge de las urnas está repleta de paradojas. Gana quien ha perdido, pero podría llegar a gobernar; pierde quien ha ganado en votos, pero está tan solo que únicamente tiene a la ultraderecha para conseguir la mayoría parlamentaria que exige nuestra Constitución. También resulta paradójico que las debilidades compartidas puedan fortalecer al país. En este punto del debate se impone un análisis de incentivos.

Tras el recuento del voto en el exterior –el voto CERA, que jamás concitó tanta atención–, la clave de que Sánchez pueda volver a gobernar la tienen Coalición Canaria y Junts per Catalunya. Si los primeros le dan su apoyo, basta con la abstención de Junts. Si no, necesita el voto afirmativo de, al menos, dos diputados independentistas. Es decir, en ambos escenarios el PSOE necesita a Junts si no quiere volver a tirar los dados en lo que sería una muy arriesgada repetición electoral. El incentivo, por tanto, es claro. ¿Sería mejor dejar evolucionar la negociación y, ante exigencias inasumibles de Junts, plantarse y erigirse en defensor de la Constitución? Podría hacerlo, asumiendo un riesgo que sólo podrá calcularse en función de los relatos que se vayan elaborando por unos y otros hasta llegar a ese momento. No es, por tanto, el escenario ideal, aunque podría plantearse como segunda opción.

En el otro lado del tablero, el independentismo catalán hacía décadas que no estaba tan débil. Su resultado electoral en elecciones generales, como recuerda el politólogo Ignacio Molina en este tweet, está a niveles de 1982 con un 28%, tras haber alcanzado el 43% en noviembre del 2019. Ahora obtiene el peor resultado en cuatro décadas. Habrá quien diga que la realmente perjudicada ha sido ERC, la fuerza más tendente al diálogo y al acuerdo frente a la posición firme e inamovible de Junts, pero estos últimos tampoco se encuentran en una situación deseable, y saben que no es sostenible durante mucho tiempo.

También, por tanto, los independentistas necesitan un acuerdo para salir de la situación de impasse en que se encuentran y evitar ser considerados los responsables de una repetición electoral que volvería a poner a la ultraderecha a las puertas del Gobierno. ¿Sería mejor volver a las posiciones maximalistas del procés? Seguro que habrá quien piense en esto, pero los magníficos resultados del PSC en Cataluña, junto con la situación de fragilidad e inestabilidad en que se ha instalado Junts con Puigdemont en Waterloo, fuera del Govern y sin formar parte de la gobernabilidad en el Parlament, haría de ese supuesto algo deseable sólo en caso de que el PSOE no se mostrara dispuesto a hacer ningún movimiento. Segunda opción, por tanto, también, para los independentistas.

El acuerdo, de conseguirse, será difícil y tortuoso, y necesitará de una enorme audacia, valentía política e imaginación

Ambas partes, por tanto, tienen incentivos suficientes. No obstante, el acuerdo, de conseguirse, será difícil y tortuoso, y necesitará de una enorme audacia, valentía política e imaginación, así como de un esfuerzo extraordinario de explicación y pedagogía. ¿Qué es, si no, en esencia, la política? Al PSOE, en estos cuatro años, la política del Ibuprofeno, que en Cataluña ha dado un resultado excelente tanto en términos de convivencia como electorales, en el resto de España le ha salido cara. Los indultos y las reformas de la malversación y la sedición aparecen, junto a los acuerdos con Bildu y la ley del sí es sí, como los principales asuntos que les recriminan sus votantes.

Mirado desde otro ángulo, sin embargo, tanto socialistas como independentistas tienen en sus manos la posibilidad de abrir una nueva etapa en la solución del asunto más conflictivo que dejó abierto la Constitución Española de 1978: la organización territorial del Estado. Presa, por un lado, de la negativa de la derecha española a evolucionar en este asunto, y por otro, del miedo que genera en otros sectores las actitudes independentistas, el título VIII de la Constitución se encuentra secuestrado sin posibilidad de cuestionarse, debatirse o buscar fórmulas más acordes a la realidad de este país. Una realidad que se muestra de forma cada vez más explícita tanto en las urnas, cada vez que se abren, como en la gestión de fenómenos como la pandemia, donde se constató la naturaleza federal de un Estado complejo y plural que no entiende que sus asuntos se administren desde un centro ajeno a la realidad de cada territorio.

En la ecuación hay que incluir también el otro gran actor, un Partido Popular frenado en sus expectativas y en una crisis cuyas dimensiones dependerán de lo que ocurra en esta negociación. Una primera mirada a sus incentivos podría obtener una imagen vacía; ninguno. Sin embargo, si se mira más despacio, se verá que los mejores momentos del procés no beneficiaron tanto al PP como a Vox, quien ahora se perfila como el auténtico handicap para que los populares puedan volver a gobernar. La relación que la derecha quiere mantener con la ultraderecha es la decisión más difícil que tienen que tomar los partidos conservadores en toda Europa. El PP optó por no tomar decisión alguna; gobernar con ellos siempre que fueran necesarios e ignorarlos y despreciarlos en vísperas electorales. Una estrategia errónea a la luz de los resultados.

Desinflamada Cataluña, necesitado el gobierno de Sánchez de su apoyo para reeditar la coalición, y pendiente del camino que tomen los populares, el resultado del 23J, lleno de paradojas y aritméticas imposibles, refleja debilidades suficientes como para hacer de ellas virtud y avanzar en uno de los asuntos más espinosos que la Transición dejó pendiente. Para ello se necesitará ambición e imaginación a partes iguales. Quizá sea el momento de hacer realidad aquello de “votar un acuerdo en vez de acordar una votación”.

El resultado del 23J refleja una foto de lo que España es hoy, un país que sigue partido en dos entre derecha e izquierda, que no está dispuesto a abrir la puerta a la ultraderecha y que exhibe pluralidad y diversidad. Llegarán los estudios postelectorales y podremos afinar más y mejor la descripción analizando las transferencias de votos y quién o quiénes decidieron quedarse en casa, pero de momento esta imagen parece nítida.

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