Un fantasma vuelve a recorrer Europa, y esta vez de forma rotunda y visible. Se trata de los miles de personas que están saliendo a las calles de las principales ciudades para mostrar su repulsa al genocidio que Israel está perpretando en Gaza y pedir a sus gobiernos que actúen. Nada que las encuestas no estuvieran diciéndonos ya, pero al mostrarse juntos en las calles su mensaje cobra mayor fuerza y capacidad de transformación. En unos casos plantean cortar toda relación diplomática; en otros, ir más allá. No es a los activistas a quienes corresponde decidir con la precisión del cirujano qué medidas son más eficaces. Su función es otra; es mostrar un estado de ánimo, que no puede ser otro que la indignación que emerge cuando se constata la barbarie en tiempo real. Su mensaje, nítido: “No es una guerra, es un genocidio”.

La palabra “activista” lleva años condenada al rincón del desprecio asemejándola a extremismo, parcialidad y falta de mesura o capacidad de análisis y juicio. Cuando se dice “esta es una activista”, se quiere señalar a alguien que no atiende a razones, que no ve más lógica que la suya propia y que todo lo sacrifica para defender una causa. Pero el activismo es otra cosa. Desde un punto de vista etimológico, activista es quien está activo. ¿En qué? En el cambio, en la transformación social. Implica compromiso y una actitud proactiva de transformación.

A partir de los denominados "nuevos movimientos sociales" en Estados Unidos en la década de 1960, se empezó a entender el activismo como una opción democrática de protesta. Los más vanguardistas montan Flotillas, campamentos –como el que organizaciones de mujeres van a iniciar en Bruselas en los próximos días– o convocan manifestaciones. Otros, simplemente acuden a esas llamadas y hacen que se conviertan en un clamor. La ciudadanía alcanza así su mayor expresión, cuando es capaz de activarse y comprobar, una vez más, la potencia de la acción colectiva.

El activismo es, así, una actitud ética ante la vida: la que te lleva a sentirte concernido y a actuar ante aquellas situaciones que quieres tanto defender como rechazar. Se puede ser activista por la igualdad entre hombres y mujeres e indignarse contra cualquier cosa que suponga una restricción del derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo. Se puede ser activista por la transición ecológica y pelear contra la prórroga de las centrales nucleares, y por supuesto, se puede ser activista por los derechos humanos y salir a las calles a gritar contra el genocidio. Se puede ser activista por algo y contra algo. Y no hay nadie mínimamente identificado con los más básicos derechos humanos que no sienta una profunda indignación con lo que Israel está haciendo en Palestina, con el apoyo de EEUU y la inacción de Europa.

El activismo es, así, una actitud ética ante la vida: la que te lleva a sentirte concernido y actuar ante aquellas situaciones que quieres tanto defender como rechazar

Una inacción, la europea, que debería acabarse tras escuchar a los activistas en las calles y dar paso a una postura firme que aísle a Israel. Hace unos días conocíamos una encuesta que decía que el 62% de los alemanes ya llaman al genocidio por su nombre. Pero hay más: todos los partidos tienen en su electorado más personas que consideran que lo que se está cometiendo en Gaza es un genocidio que lo contrario. El porcentaje aumenta conforme te vas a la izquierda y disminuye conforme se mira a la derecha, pero incluso la ultraderecha de Alternativa por Alemania tiene ya un 56% de votantes que entiende que el genocidio es eso, un genocidio.

El activismo, una vez más –y van muchas– está siendo clave para hacer girar a una opinión pública europea que unos meses atrás permanecía al margen del horror y todo lo justificaba con el derecho de Israel a su defensa. Ahora les toca el turno a los gobiernos. Los activistas no van a dejar de movilizarse y la sociedad en su conjunto cada vez se siente más interpelada y más indignada. Por cierto, de forma muy destacada, los jóvenes. Esos que a veces caricaturizamos de forma un tanto injusta.

Por las mismas calles que el sábado por la tarde-noche se clamaba contra el genocidio, unas horas después, el domingo por la mañana, personas llegadas de distintos lugares de la España Vacía –o vaciada, como les gusta decir a ellos– , desfilaban por Madrid con carteles que recordaban que sus pueblos se mueren. En un escenario a la altura de Cibeles, representantes de todas las plataformas se turnaban para leer un manifiesto donde se enumeraban todas las razones por las que la vida de va escapando de sus aldeas.

Si el sábado las calles se llenaban de cánticos, banderas palestinas, jóvenes gritando y músicas que competían unas con otras, el domingo el silencio acompañaba a los maduros, mayores y muy mayores convertidos en activistas contra su desaparición. Apenas se veían jóvenes. Quizá estaban descansando porque habían acudido a la movilización contra el genocidio del día anterior, o quizá es que ya no quedan jóvenes activistas por sus pueblos.

Sea como fuere, qué dos imágenes tan certeras, ambas de activismo, para entender las dos Españas. No las de la izquierda y la derecha, que no han cambiado tanto desde el 36, sino la de las ciudades en las que sobreviven como pueden clases medias bien formadas que miran más allá y abrazan el cosmopolitismo y, en el otro lado, quienes se sienten cada vez más expulsados de los centros de decisión, más insignificantes y más solos. Poco importa que objetivamente sea así o no, si ellos así lo sienten. Y sí, también son activistas. Contra el vacío, contra la nada. 

Un fantasma vuelve a recorrer Europa, y esta vez de forma rotunda y visible. Se trata de los miles de personas que están saliendo a las calles de las principales ciudades para mostrar su repulsa al genocidio que Israel está perpretando en Gaza y pedir a sus gobiernos que actúen. Nada que las encuestas no estuvieran diciéndonos ya, pero al mostrarse juntos en las calles su mensaje cobra mayor fuerza y capacidad de transformación. En unos casos plantean cortar toda relación diplomática; en otros, ir más allá. No es a los activistas a quienes corresponde decidir con la precisión del cirujano qué medidas son más eficaces. Su función es otra; es mostrar un estado de ánimo, que no puede ser otro que la indignación que emerge cuando se constata la barbarie en tiempo real. Su mensaje, nítido: “No es una guerra, es un genocidio”.

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