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¿Hartos de crispación y de falta de acuerdos?

El último estudio del CIS ha tenido un eco especial. Dice que los españoles creen que hay demasiada crispación política, que les preocupa mucho, que hay que intentar reducir la bronca, y que los partidos –a los que se señala como principales responsables– tienen que llegar a acuerdos. ¡Qué políticamente correcto todo y qué cultura democrática tan avanzada! Solo hay un problema: si hay tanta coincidencia, ¿cómo es posible que quienes compiten por los votos no estén eliminando la crispación para conquistar los corazones y las papeletas del electorado? ¿Cómo es que no llegan todos los días a pactos cruciales que se escenifiquen en cada sesión de control en los momentos de mayor atención mediática?

Varios elementos aconsejan cuestionar algo sobre el supuesto hartazgo de la crispación y la falta de grandes pactos. En primer lugar, parece claro que nadie que sea interrogado sobre la necesidad de que los partidos alcancen acuerdos va a decir que no. No sólo porque estas ideas forman parte de lo políticamente correcto, sino porque son lo que el entrevistado cree que el entrevistador espera de él. Cosa diferente sería si le preguntaran a un votante progresista si le gustaría que el Gobierno PSOE-UP pactara con el lado conservador una ley educativa asumiendo, por tanto, algunos de los postulados del PP o Vox, sobre, por ejemplo, la religión o los valores a resaltar en el sistema educativo. O a un votante conservador si estaría dispuesto a que su partido alcanzara un acuerdo con el Gobierno progresista para consensuar una ley del aborto. ¿Qué “precio” político, ideológico y de valores, estamos dispuestos a pagar en aras del idealizado acuerdo? Decir que se quieren consensos no basta –faltaría más, ¡vivimos en sociedad!–, es necesario conocer el precio que se está dispuesto a pagar. Un caso concreto: la semana pasada, editorializaba advirtiendo a Feijóo que haber apoyado en el Congreso el proyecto de Ley de Seguridad Nacional del Gobierno creaba un mal precedente, porque el sanchismo debía ser objeto de una oposición total.

Algo similar ocurre con la crispación. Nadie se ha sorprendido de que el 86% de los entrevistados diga que hay mucha crispación política, y que el 79% afirme que les preocupa mucho o bastante. Sin embargo, no deja de ser llamativo que el porcentaje más alto de los que creen que hay mucha crispación se dé entre quienes dicen que en las últimas elecciones generales votaron a Vox, los cuales, por supuesto, culpan al PSOE primero y a UP después, de la crispación reinante. El que crispa siempre es el otro, y los más hartos de la crispación son los votantes de Vox. Curioso, ¿no?

Finalmente, si los partidos crispan tanto el ambiente y son los responsables de la falta de acuerdos, ¿por qué se les sigue votando? La participación electoral en los últimos años se mantiene en niveles muy similares a las últimas décadas –con algunas excepciones puntuales–, y a juzgar por la evolución del voto de quienes ocupan el ranking de los descalificativos y las declaraciones escandalosas, no parece que esto les penalice. Al contrario de lo que empezó a ocurrir en Cataluña en los momentos más duros del , las posiciones más histriónicas no son castigadas en las urnas. Es más, en algunos casos son premiadas. Quizá por esto Feijóo, pese a tener otro tono, tampoco está cambiando el fondo de la crítica al Gobierno y se mantiene en la línea argumental de pedir todos los días la disolución de las Cortes y la convocatoria de nuevas elecciones. Más allá de los mantras que se van instalando en la esfera pública, deberíamos considerar cuál es el principal problema: ¿la desafección generada por la falta de respuestas percibida como tal, o el espectáculo de la bronca continua y la supuesta falta de acuerdos entre los grandes partidos?

Es indudable que la salud democrática de un país requiere de un debate público sereno, informado y cualificado, y cuanto más nos acerquemos a este ideal, más avanzaremos en calidad democrática

La complejidad del momento social y político que vivimos exige hilar fino en el análisis. Como muestra este estudio dirigido por Sandra León, la polarización política, y en ella de forma especial la bronca permanente escenificada por algunos líderes políticos, se refleja en la calle en desafección, en falta de confianza en la política, lo que redunda en un desprestigio de esta y en el apoyo a quienes son percibidos como voto de castigo.  Esto no tiene tanto que ver con la bronca en sí misma –lo cual no quiere decir que no sea criticable– como con la percepción de la incapacidad para resolver los problemas reales, que no necesariamente coinciden con los proyectados por la burbuja político-mediática. Cuando el mismo CIS pregunta por los temas más importantes sobre los que se deberían alcanzar los acuerdos, el que aparece en primer lugar es el precio de la energía; y el penúltimo entre los preguntados, la renovación del CGPJ, que lleva años haciendo correr ríos de tinta y esperando un momento perfecto que no llega, como si fuese el gran acuerdo de Estado del que depende todo lo demás.

Es indudable que la salud democrática de un país requiere de un debate público sereno, informado y cualificado, y cuanto más nos acerquemos a este ideal, más avanzaremos en calidad democrática. Sin embargo, ante el supuesto hartazgo mayoritario frente a la bronca política, conviene preguntarse: ¿Realmente es esto lo peor que la política actual proyecta sobre la ciudadanía y el causante del malestar democrático, o estamos ante un espejismo más de los que desde la burbuja político-mediática acostumbramos a crear?

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