Lo único sagrado para quienes no tenemos la suerte de creer en divinidades, pero sí en la democracia, son los impuestos. Parecerá poco espiritual, pero es a todas luces trascendente. De ellos depende que pueda recibir quimioterapia quien se ve sorprendido por un cáncer, que la educación pública sea un igualador de oportunidades o que la carretera por donde usted conducirá para ir a su lugar de vacaciones esté bien señalizada y evite accidentes mortales. Por eso escándalos de corrupción como los que hemos conocido esta semana –presuntamente– alrededor del ex-ministro de Hacienda Cristóbal Montoro representan la peor de las corrupciones posibles.
Con sus acuerdos con las empresas, el ex-ministro y su equipo –presuntamente– favorecían, previo pago, a sus clientes, y con ello, estaban, de facto, negando una beca de comedor a una familia sin recursos, dejando sin máquina de diálisis a un enfermo de riñón o recortando el presupuesto de la partida para reponer el asfalto de una carretera, quizá ese tramo donde se acumulan los accidentes. Para colmo, la operación terminaba –presuntamente– con una cuantiosa mordida para quienes la habían facilitado. Probar esto será la clave de este asunto.
La corrupción es corrosiva para la democracia porque mina la confianza de la ciudadanía en las instituciones, pero la corrupción fiscal, además, liquida el contrato social. Ese acuerdo que consiste en definir lo que queremos pagar entre todos, como la educación, la sanidad, las infraestructuras, las prestaciones sociales…. un listado que se va actualizando conforme la sociedad y sus necesidades evolucionan. Recuerden los debates sobre si se debe impulsar la natalidad con una ayuda a todas las mujeres que quieren tener hijos, por ejemplo.
La corrupción es corrosiva para la democracia porque mina la confianza de la ciudadanía en las instituciones, pero la corrupción fiscal, además, liquida el contrato social
El tiempo irá desvelando hasta dónde llegaba la trama, quién actuaba y quién no lo hacía pero conocía y callaba. Mientras tanto, y una vez más, es hora de poner los mecanismos para que esto no pueda volver a suceder, gobierne quien gobierne. Si el proyecto de ”Ley de transparencia e integridad de las actividades de los grupos de interés” que se empezó a tramitar en el Congreso el pasado enero hubiera existido en los años de Montoro, habría sido mucho más difícil que eso sucediera. Nunca puede afirmarse tajantemente que no hubiera pasado porque los subterfugios de los corruptos se cuentan por millones; por eso la única alternativa consiste en ir poniendo trabas para que trampear normas y leyes o amañar contratos públicos sea lo más difícil posible, y aplicar esas medidas preventivas de forma quirúrgica, acudiendo directamente al corazón del problema. Vayamos a ello, pero hilando fino.
La búsqueda de la influencia es consustancial a la democracia. Lo contrario sería una partitocracia ajena e impermeable a la sociedad. La clave, una vez más, es cómo se ordena tal circunstancia. Como describe el profesor Joan Navarro en el libro Comunicación Política: nuevas dinámicas y ciudadanía permanente (Tecnos), “en España el debate sobre la regulación o no del lobbying es tan antiguo como la Constitución. Manuel Fraga, uno de sus principales artífices, ya defendió la necesidad de incorporar en el artículo 77 dos puntos adicionales que establecían que “las Comisiones (del Congreso y el Senado) podrán recibir delegaciones de grupos legítimos de intereses, en sesiones que siempre tendrán carácter público” y “Una ley orgánica establecerá un sistema de control y registro para los grupos de interés que actúen de modo permanente””. Tras varios intentos frustrados desde la época de Zapatero, en noviembre de 2022 se comenzó a tramitar un proyecto de Ley que decayó al terminar la legislatura anticipadamente en 2023. En enero de 2025, el Ministerio para la Transformación Digital y de la Función Pública, del que es titular Óscar López, presentó el ya citado proyecto de Ley de transparencia e integridad de las actividades de los grupos de interés, que se encuentra ahora en tramitación parlamentaria. Esta última propuesta incluye dos elementos fundamentales: un registro de lobbys y la instauración de la huella normativa.
El primero supone reconocer lo obvio: que los lobbys existen y van a seguir existiendo, por lo que es imprescindible ponerlo negro sobre blanco, obligarles a registrarse y hacer públicas sus actividades. Luz y taquígrafos. Que un grupo parlamentario se reúna con una organización ecologista o con una petrolera es lo normal en democracia. La diferencia radica en que esas reuniones sean públicas o tengan lugar en el reservado de algún restaurante, generalmente en el interior de la M-30. Y la clave, que el legislador actúe siguiendo el criterio del interés general.
Junto a esto, la huella normativa nos permitirá saber cuál es todo el recorrido de cualquier iniciativa legislativa desde que empieza a andar hasta que se convierte en norma. Quién vota qué, qué informes ha recibido, qué han propuesto los diferentes lobbys sobre el asunto, etc.
Conviene tener claro que una cosa es influir y otra corromper o convertirse en corrupto. La función del lobby es tan antigua como la propia política, es decir, como la propia humanidad. Todos intentamos influir en otros para que hagan o dejen de hacer lo que nos conviene. También en política. Influye una empresa para que se rebaje un impuesto o se legisle de acuerdo a sus intereses, presiona una organización ambiental para que no se instale una planta de celulosa contaminante, busca cambiar la opinión de un grupo parlamentario un sindicato para que se reduzca la jornada laboral, etc. Todo esto es incidencia, influencia, o los miles de nombres que últimamente tiene en España, donde la palabra lobby suena mal. Pero, en efecto, son lobbys. Más o menos poderosos, pero lobbys. ¿Son iguales todos los casos? En absoluto: esa empresa que busca pagar menos impuestos está intentando influir para su interés particular, mientras que la organización ambiental o el sindicato lo hacen con vocación de defender el interés general. No obstante, hay veces que la línea que diferencia unos casos de otros es más que tenue, casi invisible. Esa empresa que quiere pagar menos impuestos nos diría que así sería más competitiva y podría crear más puestos de trabajo. Lo que no cabe duda es que es el legislador quien debe velar por el interés general.
Cuando estos días se escuchan o leen críticas de trazo grueso sobre al asunto de los lobbys una no puede evitar acordarse del capitán Renault entrando al reservado del Café de Rick y exclamando: “¡Qué escándalo! ¡Aquí se juega!” Así que, para defender lo más sagrado de una democracia, dejemos de negar la evidencia: luz, taquígrafos, y que el peso de la ley caiga sobre los corruptos y los corruptores.
Lo único sagrado para quienes no tenemos la suerte de creer en divinidades, pero sí en la democracia, son los impuestos. Parecerá poco espiritual, pero es a todas luces trascendente. De ellos depende que pueda recibir quimioterapia quien se ve sorprendido por un cáncer, que la educación pública sea un igualador de oportunidades o que la carretera por donde usted conducirá para ir a su lugar de vacaciones esté bien señalizada y evite accidentes mortales. Por eso escándalos de corrupción como los que hemos conocido esta semana –presuntamente– alrededor del ex-ministro de Hacienda Cristóbal Montoro representan la peor de las corrupciones posibles.