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La gente son los otros

Estar de vacaciones donde vives tiene su encanto. Las calles que pisas a diario con los ojos llenos de prisa, rutina y estrés se transforman en vías muy distintas. Aunque sabemos que no cambian ellas, sino nuestra mirada.

Bajo el filtro del tiempo libre, la retina enfoca de otro modo la misma realidad y hay en esa nueva forma de mirar cierta erótica de disfraz. Como si tu pareja de toda la vida se hubiera vestido de bombero y tú de investigadora forense del CSI, para darle un meneíto al deseo sexual, te plantas en tu calle con alma de turista. Y, de pronto, ese contacto que de puro conocido ya no sorprende, adquiere otro sabor.

El pasado viernes me entregué a disfrutar de una mañana de ocio en la ciudad que habito, aunque, a veces, siento que es ella la que vive dentro de mí y me marca el ritmo cardiaco. Con zapato cómodo y sin urgencia, me subí a un autobús que atraviesa uno de los ejes de Madrid camino del museo Thyssen, iba a encontrarme con René Magritte.

Por la ventanilla veía una ciudad radiante, con ese brillo descarado del sol invernal. Y dentro del bus, junto a mí, caras compuestas de ojos y mascarillas, como la mía, vaya… La banda sonora del trayecto tenía un sonido similar a aquel juego infantil del teléfono estropeado: una miscelánea de conversaciones de trabajo, coyuntura mundial, líos familiares y Djokovic. Y yo, cual chica del cable, afanada en tratar de atenderlas a todas, pero sin lograr concentrarme en ninguna.

Ya en el hall del museo una señora posaba sonriente junto a un inmensa pintura de Juan Carlos I. No me dio tiempo a descifrar si era sonrisa de fan junto a ídolo o de crítica irónica junto a personaje controvertido, porque un vigilante le llamó la atención, no por sonreír, sino por quitarse la mascarilla para hacerlo.

Aquel reproche 'a los otros' era un perfecto resumen de la sociedad en la que vivimos, la que construimos entre todos. Esa idea de que nosotros no somos 'la gente', que 'la gente' siempre son los demás

Antes de mi cita con Magritte, que iba con hora, me di una vuelta por la exposición interesantísima de arte americano y, tras hacer una reverencia a Hopper y otra a Pollock, entré a disfrutar del arte inconfundible del señor belga del bombín. Maravilloso. Aunque, honestamente, para disfrutar, lo que se dice disfrutar de la obra que había ido a ver, tengo que confesar que me faltó soledad y me sobró gente. Claro, estoy segura de que muchos de los que estaban allí pensaban lo mismo de mí, que yo les sobraba, que ¡cómo ganaría la experiencia sensorial de estar cada uno de ellos solo en la sala!

Tan solo dos días antes, en la previa a la noche mágica en la que nos visitan los tres miembros de la monarquía con más popularidad de todos los tiempos, presencié una escena verdaderamente cómica. Estaba en una tienda en la que, entre dependientes y clientes, éramos muchos. De pronto una mujer que hablaba por teléfono, a voz en grito, mientras iba cogiendo objetos de los estantes y mirando precios le dice a su interlocutor: “¡Están las tiendas a tope, yo no sé qué le pasa a la gente!”.

Creo que sonreí con vocación de reír a carcajadas, porque la frase tenía un sublime tinte de comedia. Pero, al tiempo, se me activaron todas las alarmas de la reflexión, aquel reproche “a los otros” era un perfecto resumen de la sociedad en la que vivimos, la que construimos entre todos. Esa idea de que nosotros no somos “la gente”, que “la gente” siempre son los demás, está tan presente en tantos de nuestros juicios…

Tal vez cambiar la mirada, de vez en cuando, aunque solo sea ocasionalmente, como cuando estamos de vacaciones en el lugar que habitamos… y tratar de ver lo que nos rodea con otros ojos, resulte un ejercicio interesante.

 

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