Como casi cada historia de la actualidad, la entrega de Daniel Acuri, hijo menor de Juana Rivas, a su padre para su regreso a Italia, ha hecho salir a la palestra al expertise jurídico –que tiene el colon irritable debido a los palos que la horizontalidad digital le propina, día sí, día también, por su historial de arbitrariedad, impunidad y altivez– para informarnos (sobre todo a los que informamos) de lo demasiado sentimentales que somos. Natalia Velilla, una de las juezas por lo común más cabales de cuantos practican el corporativismo digital, decía estos días, con toda la razón, que “superior interés del menor” no es sinónimo de “deseo del menor” y que “derecho a ser escuchado” no significa “hacer lo que el niño diga”. Cabría añadir que no significa tampoco hacer lo contrario y, sobre todo, uno echa a faltar alguna reflexión sobre lo extraño de la ausencia de medidas cautelares de la justicia italiana ante el juicio que espera en septiembre a Francesco Arcuri por el presunto maltrato continuado a sus dos hijos, toda vez los bienes jurídicos que puede lesionar esa decisión son, en caso de ser aceptadas las cautelares, la patria potestad del progenitor durante dos meses, o la seguridad y bienestar de un menor. Y para medir el valor de ambos bienes jurídicos a proteger no hace falta resolver sobre la credibilidad del testimonio de los hijos (que alguna tendrán en todo caso si la causa ha llegado a juicio) sino sobre la distinta magnitud del daño derivado de decidir en uno u otro sentido.
Pero la sensibilidad respecto a la crisis jerárquica de las viejas masculinidades no es, obviamente, la misma en el país que venera a Pedro Almodóvar que en el país que sube a una peana a Paolo Sorrentino, no sé si me siguen.
Con todo, los dilemas jurídicos del caso de Juana Rivas son de parvulario al lado de los que genera al oficio periodístico una madre que ofrece su dolor, su rostro y su voz a los medios desde hace mucho ante el temor a quedar orillada y silenciada en su litigio con su expareja por la custodia de los hijos. Es obvio que Rivas dispone de toda la legitimidad para esa transacción con los medios: exponer cada estación de su martirio a cambio de obtener atención, apoyo y conciencia pública para su batalla judicial contra Francesco Arcuri. Cuando una víctima quiere hablar, cuando clama a cámara o rompe a llorar en el micrófono, hay algo poderosamente humano y, a veces, necesario en ese gesto, pero lo que se emite no es solo información: es una imagen que quedará para siempre, incluso si el testimonio es voluntario. Y la voluntad, en momentos de trauma, es una potencia precaria cuya fragilidad puede ser rentabilizada por el periodismo, siempre tentado por el impacto. El buen periodismo no es solo obtener declaraciones impactantes o momentos de profundo alcance emocional, sino el que sabe cuándo dejar de grabar. Para algunas víctimas, hablar a cámara es una forma de agencia, de no ser relegado a ser víctima pasiva o anónima, y eso también es legítimo, pero los periodistas no deberíamos olvidar que lo conmovedor no es un agente de lo verdadero.
Ryszard Kapuściński, periodista favorito de muchos oficiantes, decía que “el periodista debe saber cuándo dejar de ser periodista y empezar a ser simplemente una persona”. Esa ponderación, claro, es mucho más asequible para la prensa escrita, un producto de cocina sofisticada, meditada, y en cambio apenas da margen de maniobra al periodismo televisivo, cuya inmediatez sirve necesariamente sus carnes poco hechas.
Pero en el penúltimo episodio de este vía crucis familiar, el debate periodístico es otro, porque el elemento central ha pasado a ser la voluntad y el dolor de un menor de 11 años, ahora que Gabriel Arcuri, su hermano, ya es mayor de edad. Y hemos oído y casi visto los duelos y quebrantos de un niño aterrorizado ante la idea de volver con su padre. He ahí la irresoluble paradoja: el testimonio de un menor, cuya consideración será crucial en la causa judicial y cuya voluntad es aún más precaria que la cualquier otra víctima, no debería, al menos en teoría, formar parte del arsenal de persuasión emocional, pero es precisamente esa carga la que lo vuelve eficaz en la batalla mediática que siempre acompaña y condiciona la jurídica. Hay pues, en términos periodísticos, una intimidad violentada en pos de una justicia pública.
El que todo lo sabe, Arcadi Espada, postuló hace años, a cuenta de la aparición de cadáveres de víctimas de ETA en las portadas, que hay muertos que, siendo siempre privados, también son públicos, y que, por tanto, en su exposición mediática debe considerarse su valor ejemplar e icónico aun cuando colisione con el pudor y el respeto que merecen sus allegados. Si la atacada era la democracia, ese muerto no es solo de los suyos, es de todos, venía a decir, tal vez con razón. Espada, ateo enamorado de los catecismos, siempre tiene respuestas asertivas para asuntos que a los demás mortales nos empujan al “depende”.
El caso Juana Rivas, con la exposición mediática del terror de un menor, interpela al periodismo sobre una cuestión central: el conflicto del bien público y el abuso privado
Pero un buen ejemplo para ilustrar esa doble naturaleza de la víctima, esa ambivalencia entre el pudor y el impacto, es el cuerpo sin vida de Aylan Kurdi, de tres años, tendido boca abajo en la arena de una playa turca, convertido, de forma brutal e instantánea, en un ícono del fracaso colectivo de Europa y de la humanidad entera frente al drama de los refugiados. Es una imagen terrible y necesaria, impúdica y reveladora, instrumental y profundamente humana; su publicación provocó un impacto inmediato: portada en medio mundo, reacciones políticas y movilización social. Incluso hubo gobiernos que anunciaron (algunos sinceramente, otros no) cambios en sus políticas migratorias. Y aunque las vallas de Europa, por diversas razones, sean hoy aún más altas que entonces, con Aylan se habló por fin, no de cifras de ese holocausto mediterráneo, sino de un niño. Ese niño. Su eficacia informativa, en todo caso, no exonera del dilema porque lo que vimos fue el cadáver de un niño de tres años, sin pixelar, sin disimulo, sin distancia, en la portada de los periódicos, en la cabecera de los noticiarios y en los timelines del desayuno. Y la decisión de exponerlo –y esto es quizá lo más importante al caso– la ha de tomar el periodismo antes de saber si está ante una imagen que cambiará el mundo o que solo añadirá una víctima más al cementerio visual de lo insoportable.
Pero nadie se atrevería a decir hoy que la exposición diaria y constante de los niños gazatíes, mutilados, calcinados o famélicos, no es una estrategia legítima para tratar de frenar un genocidio. Los niños de Gaza, Aylan, tal vez Daniel, tienen derecho a no convertirse en metáfora, en emblema, pero la pregunta es si nosotros podemos permitirnos respetar ese derecho en la batalla por salvar a la humanidad de la barbarie. El criterio periodístico, y ahí es donde siempre yerra Arcadi Espada, a menudo es más una hipótesis ética que una certidumbre moral. En estas mismas cuestiones han buceado Susan Sontag, Judith Butler o Ariella Azoulay y –quizá porque no son hombres– son más prudentes en sus conclusiones.
Para darse cuenta de en qué medida esa precariedad de nuestras verdades penúltimas ennoblece al oficio, basta repasar cómo este mismo texto, tan lleno de tormentos y de callejones sin salida, aspira a una ética del cuidado al menor, mientras los concursos de talento culinario o musical explotan la emocionalidad de los niños sin plantearse si hay algo sucio u obsceno en ello. Como si la lágrima que llora un niño en un talent show fuera distinta, menos frágil, menos digna de protección. Hay algo profundamente hipócrita también en esa escenografía: nos horrorizamos ante el niño de 11 años llorando porque no quiere volver con su presunto maltratador, pero aplaudimos el temblor de voz de una niña de cinco cuando no puede terminar su postre en MasterChef Junior. A uno lo llamamos "víctima", a la otra "protagonista", pero ambos están expuestos, ambos están siendo consumidos, ambos quedarán atrapados en esa imagen, quizá para siempre. Y sin embargo, solo uno nos conduce a una reflexión ética, mientras que el otro se ufana de ser edificante. Esa es la paradoja final de este tiempo terminal: somos sutiles con el dolor y cínicos con la alegría.
Como casi cada historia de la actualidad, la entrega de Daniel Acuri, hijo menor de Juana Rivas, a su padre para su regreso a Italia, ha hecho salir a la palestra al expertise jurídico –que tiene el colon irritable debido a los palos que la horizontalidad digital le propina, día sí, día también, por su historial de arbitrariedad, impunidad y altivez– para informarnos (sobre todo a los que informamos) de lo demasiado sentimentales que somos. Natalia Velilla, una de las juezas por lo común más cabales de cuantos practican el corporativismo digital, decía estos días, con toda la razón, que “superior interés del menor” no es sinónimo de “deseo del menor” y que “derecho a ser escuchado” no significa “hacer lo que el niño diga”. Cabría añadir que no significa tampoco hacer lo contrario y, sobre todo, uno echa a faltar alguna reflexión sobre lo extraño de la ausencia de medidas cautelares de la justicia italiana ante el juicio que espera en septiembre a Francesco Arcuri por el presunto maltrato continuado a sus dos hijos, toda vez los bienes jurídicos que puede lesionar esa decisión son, en caso de ser aceptadas las cautelares, la patria potestad del progenitor durante dos meses, o la seguridad y bienestar de un menor. Y para medir el valor de ambos bienes jurídicos a proteger no hace falta resolver sobre la credibilidad del testimonio de los hijos (que alguna tendrán en todo caso si la causa ha llegado a juicio) sino sobre la distinta magnitud del daño derivado de decidir en uno u otro sentido.