Tenemos derecho a mantener una opinión sobre Carlos Mazón Guixot, o sobre Isabel Díaz Ayuso y su novio, o sobre Juan Manuel Moreno Bonilla, pero conviene no olvidar que ellos no son el problema.
Nos hemos acostumbrado al escándalo. Hablar de política se ha convertido en una condena a convivir con la noticia crispada, la polémica diaria y los torbellinos personales. Resulta paradójico, pero se precipitan los tonos hostiles y los argumentos más ruidosos para desviar la atención. Los procesos comunicativos de las sociedades contemporáneas han aprendido que levantar la voz es un modo seguro de guardar silencio. Se levanta la voz sobre un punto o un personaje concreto para ocultar, bajo la espuma sucia y los rugidos inmediatos, las importantes realidades que están en juego, el origen verdadero de los sucesos que nos rodean.
La vida nos prueba todos los días, cuando caminamos por lo público o por lo privado, que la economía dirigida a los ajustes y las bajadas de impuestos sirve para defender los intereses de los más ricos, mientras degrada las condiciones de una mayoría social marcada por la precariedad y la desigualdad. La mayoría de la gente no está preparada para mantener una discusión teórica sobre los entresijos de la economía neoliberal en España, Europa o EEUU, pero puede comprender las consecuencias de lo que significa en el bienestar de sus familias un desmantelamiento de la sanidad pública o de la educación, convertidas de manera impudorosa en negocio. La autoridad del dinero pierde su compromiso con la justicia social, su compromiso con la cultura humana, para legitimarse en las cuentas de beneficios que acaban por aumentar el patrimonio de unos pocos a costa de deteriorar la riqueza colectiva de una comunidad.
Que en los medios de comunicación impere la polémica diaria, y que se evite el análisis calmado sobre las inversiones y los impuestos, implica una estrategia para convertir la información en desinformación, la noticia ruidosa en ocultamiento
Las evidencias se diluyen en los escándalos para desviar las dinámicas de la opinión. Es una evidencia que recortar los impuestos tiene que ver sobre todo con un trato privilegiado a los más ricos. Es una evidencia que los recortes en la inversión suponen un deterioro de los cuidados sanitarios, una pérdida alarmante de calidad cuando se trata de atender a los enfermos. Es una evidencia que los espacios públicos se debilitan y que la desatención a la dignidad humana adquiere repercusiones notables a la hora de atender a las personas cuando sufren un problema grave o cuando necesitan por su edad ser atendidos en unas residencias decentes.
Pero estas evidencias se diluyen si la crispación oculta las razones y la política deja de ser una discusión sobre la regulación de lo público, sobre una economía capaz de sostener un orden justo de convivencia. Que en los medios de comunicación impere la polémica diaria, y que se evite el análisis calmado sobre las inversiones y los impuestos, implica una estrategia para convertir la información en desinformación, la noticia ruidosa en ocultamiento.
Los comportamientos personales son, desde luego, importantes cuando se trata de analizar las consecuencias en la protección de la ciudadanía ante el enfurecimiento de las nubes y las aguas, o ante el abandono de unos ancianos en brazos de la muerte, o ante la falta de rigor y de vergüenza en los cuidados que merece una mujer afectada por el cáncer. Pero el debate sobre la persona no puede olvidar que el origen de la desgracia se debe a una política que pierde el respeto a los derechos y los deberes públicos, a unas organizaciones que someten la economía al interés de las grandes empresas y de los millonarios. Y no se trata ya de que la economía de mercado esté limitando las posibilidades de la economía social, porque lo que se vive en estos momentos de la historia es un asalto del capitalismo más feroz a la propia economía de mercado.
Convertir las consecuencias de las posibilidades políticas en simples asuntos personales hace que el valor de lo político pierda su protagonismo. El alejamiento de la gente y su desprecio o su rebeldía antisistema caracterizan una realidad donde los debates sobre la economía y sus consecuencias son sustituidos por los ruidos del escándalo. Y los protagonistas del escándalo llegan incluso a ser personajes admirados en un contexto en el que la ley del más fuerte sustituye a las responsabilidades colectivas.
Tenemos derecho a mantener una opinión sobre Carlos Mazón Guixot, o sobre Isabel Díaz Ayuso y su novio, o sobre Juan Manuel Moreno Bonilla, pero conviene no olvidar que ellos no son el problema.