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Iberismo, ahora con mayor motivo

En un artículo publicado en infoLibre hace un año se planteaba el renacer el iberismo, entendido como doctrina que propugna la unión política de los Estados de la península ibérica (España, Portugal, Andorra). Este renacimiento del viejo sueño ibérico estaba conectado con la reciente aparición de partidos políticos ibéricos en España y Portugal –un movimiento político transversal todavía en ciernes, pero con una clara proyección de futuro– como respuesta unitaria al deterioro de la situación socioeconómica en los países del sur de Europa tras el impacto de la crisis de principios de siglo.

La profunda crisis de Estado que sufre España, agudizada por el oportunismo desleal de los separatistas catalanes, aboca a la superación del actual status quo. Por una parte, hay que considerar la inviabilidad objetiva de la independencia de Cataluña, que carece de toda legitimidad por su intento de imposición antidemocrática a una (todavía) mayoría social, la incapacidad técnica de controlar los imprescindibles recursos estatales -administración, seguridad, hacienda, infraestructuras- sin colaboración de las autoridades españolas y el bloqueo insuperable que sufriría ese eventual nuevo Estado tras la salida automática del espacio institucional europeo.

El nacionalismo catalán, reconvertido en movimiento separatista, despierta pocas simpatías entre las cancillerías europeas, que no tienen el más mínimo interés en promocionar secesiones exitosas que despierten las tensiones internas latentes en todos los grandes Estados-nación. La opinión pública interclasista no puede dejar de ver en estos movimientos separatistas de regiones opulentas de Europa occidental una pretendida supremacía de clase y origen. Históricamente, la independencia está asociada a la conquista de la libertad de pueblos oprimidos, aquellos sometidos a explotación, violencia y anulación de su identidad nacional por potencias coloniales extranjeras. El derecho de autodeterminación, definido y amparado por Naciones Unidas, exige una previa relación colonial. Difícilmente puede inscribirse el “conflicto” catalán en estas coordenadas históricas.

Sin embargo, por otra parte, no puede ignorarse el considerable aumento del sentimiento independentista, alentado y financiado durante décadas con recursos autonómicos públicos, de una parte sustancial de la sociedad catalana, y no importa ahora las razones coyunturales que explican este vertiginoso crecimiento –en cinco años se estima que ha pasado aproximadamente del 20 al 40%–, que sufrirá una gran decepción cuando la realidad se imponga a la utopía. La gestión de esta frustración, y la consiguiente recuperación con generosidad e inteligencia de muchas de estas personas de buena voluntad en un nuevo consenso nacional, es uno de los grandes retos que dejará este desnortado “Procés”.

La salida del atolladero en que se encuentra España deberá hacerse por la negociación política en el marco de la Constitución de 1978. Son muchos los intereses que tendrán que ponderarse en una eventual reforma constitucional para conseguir el respaldo mayoritario de la ciudadanía. No será fácil conciliar la particularidad de identidades que no comparten o no sienten con la misma intensidad la identidad nacional con la obligada preservación del principio de igualdad de derechos y obligaciones de los ciudadanos en todo el territorio nacional. La actual estructura estatal deberá ser revisada, probablemente en un sentido federal, para dar cabida a estos objetivos y es aquí dónde puede jugar un papel relevante la búsqueda de la unión ibérica.

El iberismo del siglo XXI, basado en el sentimiento de hermandad y afinidad cultural, permite ampliar la actual perspectiva para la exploración de una solución global de aplicación a todas las comunidades de la península ibérica. Se conseguiría así revertir la tendencia a la fragmentación, que tantos perjuicios trae consigo, por una unificación de provecho mutuo que pone en marcha sinergias internas beneficiosas para todos en los campos político, económico y social. Y en el ámbito externo, supondría un reforzamiento de la influencia y presencia ibérica en Europa y en el mundo al aumentar, en términos relativos, su peso específico.

Sin desconocer las dificultades políticas y técnicas que la unificación ibérica plantea al tener que armonizar realidades nacionales diversas, no debe dejar de reconocerse que, pese a las actuales convulsiones, nos encontramos tal vez en la mejor coyuntura histórica para dar pasos decididos en esta dirección. Hace décadas que han desaparecido los viejos recelos -pocas fronteras son hoy más inútiles que la “raya” que divide España y Portugal, salvo para los estudiosos de los baluartes militares defensivos- y el grado de integración económica y utilización compartida de recursos naturales e infraestructuras nunca ha sido mayor. La unificación no sería sino una fase avanzada de esta aproximación múltiple.

Los estudios demoscópicos de universidades y centros de investigación españoles y portugueses sugieren que, siempre que se respeten las respectivas identidades nacionales, cualquier fórmula de unificación que se estudiara partiría con un considerable apoyo en la población de ambos países, ligeramente superior entre los portugueses, hecho destacable si consideramos que la eventualidad de una unión ibérica no se ha sometido nunca a debate público, permaneciendo siempre fuera de la agenda de los partidos políticos más representativos.

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