Una democracia no tan plena

Pues tenía que llegar el momento de poner pie en pared, aunque quizás sea demasiado tarde. Hemos visto mil veces traspasar las líneas rojas que definen un Estado democrático y de derecho. Cuantos políticos, ministras, periodistas o profesionales de enorme valor se han apartado de la escena pública por no soportar el peso de la ciénaga, por compromiso con su propia dignidad y por defender a su entorno familiar y cercano.

Hay quien desea el poder cueste lo que cueste, y para ello estructura y articula todo tipo de métodos e instrumentos pese a quien pese. Hay a quien no le cuesta nada triturar a las personas y saltarse las líneas básicas del respeto a las instituciones. El adversario político se convierte en un enemigo al que masacrar personalmente, buscando lo que más hiera y utilizando la mentira, el bulo y hasta la agresión física si fuera preciso. Se trata de echarle, de que se vaya, y para ello cuentan con recursos en los distintos poderes del Estado, pero también y especialmente de medios de comunicación que actúan como punta de lanza de la voz de sus amos.

Levantarte cada día con un titular insidioso y falso, que se extiende a tu perímetro familiar, de amistad o cercano, no es fácil de sostener en el tiempo. Hasta la coraza más dura acaba desgastándose si tus hijos se ven acosados y si temes salir a la calle. Y sí, creo que lo hemos soportado demasiado tiempo, que hemos perdido activos políticos de enorme valor, y que hemos ido permitiendo que los pilares del sistema se pudran. Ya no es solo el deterioro de los debates públicos, incluidos los que se producen en el seno de las instituciones, es la propia instrumentalización del sistema en beneficio propio.

Hay que dejar de ser cómplices por omisión. Busquemos y trabajemos por una democracia no solo plena sino militante, donde exijamos a nuestros representantes el compromiso permanente con la misma

La dignidad de las personas no solo es un valor constitucional, también incluye el derecho a exigir el respeto de los demás y la protección del Estado, la tutela de las reglas básicas de convivencia de que nos hemos dotado y que no afectan exclusivamente al grupo, sino también al individuo como sujeto de derechos, y esa protección ha de llegar a todos y cada uno sin distinción, y no admiten ni medias tintas ni atajos. Solamente el respeto a la dignidad humana legitima el ejercicio del poder político, y marca el camino de la ética pública.

Sea como sea, hasta aquí hemos llegado, y ahora toca intentar revertir el triste camino andado, y para ello hay que hacer autocrítica conjunta, y esto nos apela a todas, pero especialmente a los intransigentes, los mentirosos, los que utilizan sus funciones públicas de manera torticera, los que no cumplen la Constitución, lo que usan sus togas como arietes, los que extienden y propagan discursos de odio. Son ellos y ellas quienes han de rectificar o marcharse, son ellas y ellos quienes sobran.

Pero también hay una responsabilidad colectiva en los asuntos públicos. Hay que dejar de mirar a otro lado, de ser cómplices por omisión. Busquemos y trabajemos por una democracia no solo plena sino militante, donde exijamos a nuestros representantes el compromiso permanente con la misma y con la dignidad de todos, que por supuesto afecta también a los sentimientos.

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María José Landaburu Carracedo es Doctora en Derecho, experta en derecho laboral y autora del ensayo 'Derechos fundamentales, Estado social y trabajo autónomo'.

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