Putin en La Haya

Vladimir Putin llegó por primera vez al Kremlin en 1999 como primer ministro, y seguidamente fue elegido presidente de la Federación Rusa, cargo en el que se turnaría varias veces con Dmitry Medvédev. Reorganizó el país, saneó la economía gracias a las exportaciones de gas y petróleo ruso a la Unión Europea, y comenzó el paulatino vaciamiento de la incipiente democracia rusa impidiendo el reconocimiento de las víctimas de los crímenes del régimen soviético, en el que él mismo había participado como agente de inteligencia exterior del KGB.

Putin se propuso además pacificar los territorios de la antigua Unión Soviética. Chechenia, una región de importancia estratégica en el corazón del Cáucaso, que cuenta con grandes recursos petrolíferos, se había declarado independiente en 1991. Bajo la presidencia de Boris Yeltsin, los rusos ahogaron la primera insurrección entre 1994 y 1996 a costa de 100.000 muertos, pero las milicias islamistas siguieron atacando objetivos rusos y cometiendo ataques terroristas. Vladimir Putin inició entonces, apenas nombrado primer ministro, la segunda guerra de Chechenia en 1999 con el bombardeo masivo de los enclaves islamistas, arrasando luego completamente la capital, Grozny. La denominada campaña antiterrorista se prolongó durante diez años y costó 60.000 vidas.

Más allá de las protestas diplomáticas y las denuncias de los crímenes de guerra y la persecución sistemática de la población civil chechena mayoritariamente musulmana y señalada como objetivo en tanto que grupo étnico, la comunidad internacional no reaccionó.

En 2008, Putin decidió apoyar a los insurgentes de Abjasia y Osetia del Sur que habían autoproclamado su independencia de Georgia, ordenando al ejército ruso invadir esas provincias georgianas para —según dijo— defender a la población rusa, desencadenando así una nueva guerra. Esos territorios, que conducen a través de oleoductos hasta el Mar Negro el petróleo del Caspio, han permanecido independientes de facto. La comunidad internacional no intervino.

En noviembre de 2013, la revolución ucraniana del Euromaidan depuso al presidente prorruso Viktor Yanukovich. En respuesta, Vladimir Putin decidió incorporar en marzo de 2014 a la Federación Rusa el territorio ucraniano de Crimea y lo ocupó militarmente. La comunidad internacional protestó, pero no hizo nada. La anexión se consumó.

En 2015, Putin organizó una nueva misión antiterrorista en Siria para sostener la dictadura de Bashar Al Assad que se tambaleaba. Desplegó 60.000 soldados y realizó 40.000 incursiones aéreas. La comunidad internacional tampoco se inmutó ante la intervención rusa. Estados Unidos, Israel y Arabia Saudí apoyaron militarmente a los rebeldes sirios. Al Assad se ha mantenido en el poder merced al apoyo ruso.

Nadie puede extrañarse, vistos los precedentes, de que Vladimir Putin estimase en 2022 que podía invadir Ucrania y anexionarse la región de Donbas con un limitado esfuerzo militar y sin tener que asumir ninguna responsabilidad legal. Proyectó la operación como una guerra relámpago destinada a deponer al gobierno prooccidental de Kiev para seguidamente anexionarse Donetsk, Lugansk y el corredor de Mariupol, al este del Dnieper, uniendo por tierra la península de Crimea con Rusia y convirtiendo el Azov en un mar interior íntegramente ruso.

El plan se le complicó ante la resistencia inesperada de los ucranianos apoyados por Estados Unidos y la Unión Europea, y la reacción de 43 estados, España entre ellos, que presentaron una denuncia ante la Fiscalía de la Corte Penal Internacional. La denuncia revitalizó la investigación que se había iniciado en 2014 cuando la propia Ucrania refirió la situación a la Corte; en apenas un año, la nueva denuncia ha permitido que la Sala de Cuestiones Preliminares haya emitido dos órdenes de captura por crímenes de guerra, contra el propio Vladimir Putin y contra la Comisionada presidencial para los derechos de los niños, María Lvova-Belova.

La responsabilidad de Putin y Lvova parece indiscutible, pues ambos se han ocupado de difundir lo que estaban haciendo a través de los medios de comunicación dispuestos a escucharlos. Evacuar a los civiles de las zonas de combate para protegerlos no está prohibido, pero deportarlos o trasladarlos ilegalmente al territorio del ocupante es una grave violación de las Convenciones de Ginebra y del derecho consuetudinario, un crimen de guerra tipificado en el artículo 8 del Estatuto de Roma.

Putin y Lvova no han evacuado a niños de los escenarios del conflicto: se han apropiado de todos los menores que han encontrado en los orfanatos, reformatorios o campamentos de las zonas ocupadas, y sin autorización de sus padres o guardadores legales, se los han llevado a Rusia, donde los han sometido a un proceso acelerado de rusificación. Les han atribuido la nacionalidad rusa —para lo cual han modificado la ley por un procedimiento de urgencia aprobado por la Duma—, y seguidamente los han ofrecido en adopción. Según las autoridades ucranianas, 150.000 menores han sido trasladados ilegalmente a Rusia desde los territorios ocupados.

En el caso de Putin, esa actuación supuestamente filantrópica destinada a salvar a los niños de la guerra se inserta en el corazón de su discurso de propaganda bélica, según el cual la intervención en Ucrania tenía carácter humanitario y el propósito de proteger a los rusos amenazados de genocidio por las autoridades fascistas de Kiev, procurando con ello vincular este conflicto con la heroica guerra patriótica que derrotó a los nazis en 1945.

María Lvova-Belova es una fanática nacionalista rusa, casada con un sacerdote ortodoxo integrista. Tiene cinco hijos biológicos, otros cuatro adoptados (incluido un adolescente ucraniano trasladado desde Mariupol) y ostenta además la tutela de otros trece menores discapacitados. Lvova ha reconocido que los menores trasladados insistían al principio en que eran ucranianos y venían cargados de negatividad hacia Rusia, pero proclama orgullosa que, tras la oportuna reeducación, todos ellos profesan ahora un gran amor a Rusia y a su líder. El papel asumido por María Lvova como arquetipo de la abnegada y patriótica madre rusa evoca lúgubremente al que desempeñó Magda Goebbels como modelo de mujer y madre alemana en el Tercer Reich.

El procesamiento de Putin pone punto final al inexplicable apaciguamiento de más de dos décadas de la comunidad internacional, y representa por fin la reprobación solemne de sus innumerables tropelías. Es sin duda una buena noticia, por más que la materialización del reproche esté preñada de dificultades.

La orden de detención no va a ser reconocida por Rusia. A Lvova—Belova le bastará con no viajar o limitarse a hacerlo a países afines. La situación de Putin es más compleja. El derecho internacional —como pudo comprobar personalmente en 1998 el general Pinochet— no reconoce inmunidad alguna, ni siquiera a los jefes de Estado, frente a una acusación por crímenes internacionales. Putin gozará, sin embargo, de inmunidad soberana y diplomática mientras sea jefe de Estado, por lo cual su arresto planteará el mismo conflicto normativo que ya protagonizó el presidente de Sudán Omar Al Bashir, sujeto como Putin a una orden de arresto de la Corte Penal. Viajó oficialmente a Sudáfrica, que había ratificado el Estatuto de Roma, pero también la Convención de Viena sobre relaciones diplomáticas, y no fue detenido.

La situación de Putin es más bien similar, pues, a la de Slobodan Milosevic: su orden de arresto estuvo congelada varios años mientras el dirigente serbio desempeñaba la presidencia de su país. Cuando dejó el cargo, fue detenido y entregado al tribunal internacional. Para ver arrestado a Putin habrá que esperar a que la situación política evolucione.

Es difícil aventurar, por otra parte, cómo afectará la decisión de la Corte Penal a las negociaciones de paz en Ucrania, que deberán ser abordadas antes o después. De momento, a la vista de la primera reacción oficial de la Federación Rusa, que ha anunciado el despliegue de armas nucleares en Bielorrusia, no cabe ser optimistas. En todo caso, no parece que las órdenes sean un obstáculo insalvable para las negociaciones si éstas llegasen a plantearse, como no lo fueron las del tribunal internacional para la ex Yugoslavia para los acuerdos de paz de Dayton. El Consejo de Seguridad de la ONU, en última instancia, tiene la facultad de requerir a la Corte Penal para que suspenda el procedimiento iniciado.

El procesamiento de Putin por crímenes de guerra aleja, además, la posibilidad de que se constituya el tribunal internacional ad hoc que se ha venido reclamando en el último año desde diversas instancias para perseguirle por el crimen más grave que se le imputa, el de agresión, que la Corte Penal no tiene competencia para perseguir. Esa propuesta será posiblemente descartada ahora, puesto que ya no se percibe tanto su necesidad, y resulta además inquietante para Rusia, pero también para los artífices, entre otras, de la invasión de Irak en 2003.

La orden de captura contra Putin vuelve a poner en cuestión la estrategia de la Corte de centrar la persecución de los crímenes en los jefes de Estado, que hasta la fecha ha producido resultados desalentadores. La acusación contra Uhuru Kenyatta fue desestimada por la propia Corte Penal; la dirigida contra Muamar el Gadafi concluyó con la ejecución del inculpado por las milicias que le habían depuesto. El juicio contra Omar Al Bashir no ha podido celebrarse porque la orden para su captura no ha sido ejecutada. El juicio contra Laurent Gbagbo terminó con su absolución porque no se logró aportar un solo elemento de prueba que le vinculase con los crímenes. El pronóstico respecto de Vladimir Putin, si llegase a ser juzgado, no parece ser más favorable a la condena que los anteriores.

¿Hubiera cambiado el escenario actual si la comunidad internacional hubiera mostrado antes la voluntad política suficiente como para oponer la justicia internacional a la impunidad de los crímenes? ¿En qué situación estaríamos?

Cabe preguntarse, igualmente, si el caso de los traslados de menores, independientemente de su extrema gravedad, es el más indicado para iniciar la persecución de los crímenes cometidos en la guerra de Ucrania, porque es el más sensible políticamente y refiere inevitablemente a la raíz del conflicto, una realidad reivindicada por Moscú y negada por el gobierno de Kiev: que casi un 20% de la población de Ucrania es de ascendencia rusa, tiene una lengua, religión y tradiciones distintas de las de la mayoría, y se siente discriminada en su propio país.

Para resolver ese diferendo —herencia maldita de los procesos de deportaciones masivas y rusificación de Stalin durante la segunda guerra mundial—, las partes habían negociado en 2014 y 2015, con el auspicio de la OSCE, Francia y Alemania, los acuerdos de Minsk, que establecían un alto el fuego en el Donbas y reconocían autonomía a las regiones ucranias mayoritariamente rusas. Esos acuerdos saltaron por los aires con la guerra.

La elección de ese caso puede comprometer, además, el interés prioritario de las víctimas, los niños, puesto que la orden de detención contra Putin puede precipitar una reacción de las autoridades rusas para eliminar cualquier rastro de los menores trasladados, haciendo imposible su recuperación. Es urgente una negociación humanitaria con mediadores internacionales —Cruz Roja, Unicef— para posibilitar la rápida identificación, localización y repatriación de los niños trasladados. Hasta la fecha, los niños solo han contado con el esfuerzo heroico —que evoca inevitablemente al de las madres argentinas de Plaza de Mayo, y más cerca de nosotros, a los familiares de los bebés robados del franquismo— de algunas madres ucranianas que han ido hasta Rusia a buscarlos, pero que, ayuno de apoyo institucional, ha permitido encontrar y devolver a sus familias apenas a 300 niños.

Queda, por último, para los estados parte del Estatuto de Roma, la tarea pendiente y el compromiso político de asegurar y demostrar la imparcialidad de la Corte Penal Internacional. No se discute la pertinencia de proceder contra los responsables de los crímenes en Ucrania, pero es difícil hacer entender a las víctimas de otras latitudes la celeridad con la que se ha obrado en este caso comparado con otras situaciones cuyas investigaciones no han recibido la misma atención. El mismo crimen imputado ahora a Vladimir Putin es el que llevan cometiendo más de cincuenta años las autoridades israelíes en Palestina. Los crímenes denunciados en Ucrania tampoco son distintos de los imputados a las fuerzas de la coalición occidental en Afganistán, que la Fiscalía de la Corte ha estado investigando desde 2003 sin consecuencias apreciables. 

Nos quedan por valorar las lecciones aprendidas de la historia que no fue. La Corte Penal ha investigado durante catorce años la situación de Georgia con magros resultados. Empleó también ocho años investigando infructuosamente la situación de Ucrania antes de que empezase la guerra. ¿Hubiera cambiado el escenario actual si la comunidad internacional hubiera mostrado antes la voluntad política suficiente como para oponer la justicia internacional a la impunidad de los crímenes? ¿En qué situación estaríamos si Putin hubiera recibido a su debido tiempo la respuesta que le hemos dispensado tan tardíamente? La conclusión parece obvia: la paz y la seguridad del mundo dependerán a partir de ahora de la capacidad disuasoria que seamos capaces de conferir al derecho internacional.

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Carlos Castresana es fiscal del Tribunal de Cuentas, y antes lo fue del Tribunal Supremo y de la Fiscalía Anticorrupción. Ha sido también Comisionado de la ONU contra la Impunidad en Guatemala. 

 

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