74 años después

En el antiguo régimen de monarquías absolutas, hasta el siglo XVIII, toda la autoridad de los estados correspondía al monarca, a cuya legitimidad se atribuía origen divino. Los súbditos no tenían más derechos que aquellos que el soberano tuviera a bien reconocerles.

Los nobles ingleses fueron precursores de las declaraciones de derechos —la Carta Magna, el Bill of Rights— y cada vez que las circunstancias históricas se lo permitieron, obligaron a sus reyes a suscribirlas. Fueron formando así una Constitución adelantada a su tiempo, al punto que cuando, siglos después, empezó a hablarse de derechos humanos, ellos dijeron que no los necesitaban porque ya tenían sus derechos de ingleses.

No fue sino hasta las revoluciones americana y francesa que tales declaraciones empezaron a hacerse universales, favoreciendo no solamente a la nobleza o el clero, sino a todos los seres humanos por su mera condición de tales. Los súbditos se convirtieron en ciudadanos, titulares por serlo de derechos fundamentales inalienables. Se consagró enseguida, en todas las constituciones aprobadas a partir del siglo XIX, que los derechos humanos constituían el núcleo central del contrato social entre gobernantes y gobernados.

Se trataba, sin embargo, de acuerdos cuya vigencia se circunscribía al territorio y la población de cada Estado soberano. Los gobernantes ejercían su autoridad y recibían su legitimación a través del sufragio, y esa legitimidad les era reconocida por los gobernados, que sostenían la administración con sus impuestos, en la medida en que aquellos fueran capaces de respetar la legalidad y garantizarles sus derechos.

Ese contrato social doméstico de los derechos hizo crisis en 1945 al comprobarse, al final de la Segunda Guerra Mundial, que habían perecido muchos más civiles en retaguardia que combatientes en los campos de batalla, y que habían sido víctimas precisamente de los gobiernos que tendrían que haberles protegido. La soberanía nacional se había convertido en una trampa mortal.

Es por ello que la recién nacida Organización de Naciones Unidas entendió que, a partir de aquel momento, la protección de los derechos humanos ya no podía ser dejada al arbitrio de los Estados, y que la comunidad internacional tenía la obligación de garantizar los derechos cuando los Estados no pudieran o no quisieran asegurar su vigencia.

Se produjo entonces el cambio de paradigma que alumbró el nuevo contrato social global: los Estados seguirían siendo los principales garantes de los derechos humanos de sus ciudadanos en el territorio sometido a su soberanía, pero ese poder ya no sería ilimitado, puesto que del cumplimiento de ese deber serían responsables ante la comunidad internacional, que podría intervenir en los casos más graves para poner fin a las violaciones cometidas o toleradas por los gobernantes. Se comenzó por ello a redactar en 1946 un proyecto de convención mundial de los derechos humanos, que constituiría el mínimo humanitario, universal, común y obligatorio, que todos los Estados deberían respetar.

Comenzaba, sin embargo, la guerra fría; los países del bloque soviético recordaron enseguida la vigencia, para ellos ilimitada, de la soberanía estatal y del principio de no injerencia en los asuntos internos; algunos Estados árabes denunciaron que el modelo desconocía sus tradiciones y defendieron la preeminencia de la ley islámica; el bloque occidental, celoso de su predominio territorial —los imperios francés y británico controlaban todavía dos terceras partes del planeta— tampoco se mostró partidario de la aprobación de un instrumento obligatorio, y menos si contemplaba el derecho de autodeterminación de los pueblos sometidos a dominio colonial. El 10 de diciembre de 1948, finalmente, el documento fue aprobado por la Asamblea General, pero ya no era una Convención con fuerza obligatoria, sino únicamente una Declaración. Aunque rebajada, la declaración, por lo menos, proclamaba el carácter universal de los derechos humanos.

La Declaración Universal de 1948 fue, pues, un acuerdo de mínimos, inicialmente desprovisto de efectos jurídicos, pero aun así era un paso de gigante, una semilla destinada a fructificar. Un año más tarde, las Convenciones de Ginebra establecieron con carácter obligatorio ese mínimo humanitario para todos los conflictos armados. Y en los años siguientes, los diferentes derechos fueron viéndose garantizados en sucesivas Convenciones.  

El derecho internacional de los derechos humanos importa. Es importante incluso cuando es violado, sea en Ucrania, África, Oriente Medio o América Latina. También en Melilla

Los Pactos de 1966 establecieron los derechos civiles y políticos, económicos, sociales y culturales, comunes a toda la humanidad. Se protegió la vida de todos, la libertad, la seguridad, la personalidad jurídica y la nacionalidad, la integridad física y moral; las libertades de expresión, información y asociación; se reconocieron los derechos de los inculpados en el proceso penal, el principio de legalidad, la presunción de inocencia, el derecho de defensa; se garantizó la protección judicial; se prohibió la tortura, la discriminación; se protegió la vida privada, el secreto de las comunicaciones, la intimidad, la familia; se reconoció el derecho al trabajo, a la Seguridad Social, a la propiedad, a la salud, la educación y la vivienda. Se crearon organismos internacionales para velar por los derechos de todos, y en especial por los de los grupos más vulnerables.

La tarea, sin embargo, dista mucho de estar completada. Algunos derechos, como el de asilo, y el derecho a emigrar, son constantemente ignorados por las naciones más desarrolladas, sin consecuencias. Los derechos de las minorías étnicas, de las mujeres, los niños, la población civil en los conflictos armados, no tienen el reconocimiento y la protección que deberían. Otros, como el medio ambiente, están seriamente amenazados.

Nadie discute ya la vigencia del contrato social global que establece los derechos humanos como el núcleo esencial de las relaciones internacionales. Hubo que esperar al final de la Guerra Fría, sin embargo, para que la responsabilidad de la comunidad internacional de proteger de manera efectiva los derechos humanos tomara carta de naturaleza. Y los avances que esa misma comunidad fue capaz de articular en la última década del siglo XX se desvanecieron en buena medida, desgraciadamente, después del surgimiento del terrorismo islamista al iniciarse el presente siglo. 

El derecho internacional de los derechos humanos importa. Es importante incluso cuando es violado, sea en Ucrania, África, Oriente Medio o América Latina. También en Melilla. Importa cuando lo violan los actores no estatales, y también cuando lo violan los Estados más poderosos del planeta.

Los derechos humanos nos permiten distinguir los actos legítimos de nuestros gobernantes de aquellos otros que no están permitidos y son inaceptables. Nos permiten darnos cuenta de los avances que hemos sido capaces de consolidar desde 1948 para vivir en un mundo más decente y habitable. Nos recuerdan cada día la inmensa tarea que nos queda por delante.

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Carlos Castresana Fernández es fiscal del Tribunal de Cuentas, y antes lo fue del Tribunal Supremo y de la Fiscalía Anticorrupción. Ha sido también Comisionado de la ONU contra la Impunidad en Guatemala.

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