La sangre de Gaza

Gaza sangra ante los ojos del mundo. Lo hace en silencio, sin que las bombas se detengan, sin que los líderes globales levanten la voz más allá de los comunicados estériles. Gaza sangra, y con ella sangran los valores democráticos que decimos defender, y se volatizan todas las declaraciones en pro de los derechos humanos que han sedimentado los pilares de nuestra civilización. Con decenas de miles de muertos a la espalda, estamos legitimando la violencia como forma de expresión política.

Si atendemos a nuestro propio país, parece que hemos necesitado un concurso musical para despertar aún lentamente. Hace apenas unos días resultaba difícil hablar de genocidio sin que alguien te acusara de exagerada o antisionista, o te replicara con el injustificable ataque terrorista que sufrió Israel y que todos y todas condenamos, intentando confundir los argumentos. No se trata de elegir bando entre Hamás o Israel como pretenden hacernos creer, es un debate absurdo, un intento pobre de taparse las vergüenzas de la propia cobardía. Se trata de elegir bando entre el derecho y la barbarie, entre el respeto a la vida o la normalización de la muerte y el dolor ajenos. La ocupación despiadada no puede seguir siendo el elefante en la habitación que nadie quiere nombrar. No hay paz posible sin justicia, y no hay atisbo de justicia mientras un pueblo entero viva sin derechos, sin libertad de movimiento, sin acceso a agua, comida, salud o educación, sin todos los elementos que otorgan dignidad a la vida.

Cada ataque sobre un hospital, cada niño rescatado de los escombros, cada mujer que da a luz entre bombardeos y sin atención médica, es una derrota para quienes decimos que la vida humana es sagrada

Los que creemos en los derechos humanos, no como eslóganes ni declaraciones vacuas, sino como principios universales e irrenunciables, no podemos callar ni un minuto más ante lo que está ocurriendo. No hay excusas. No hay contexto que justifique el castigo colectivo a una población de más de dos millones de personas atrapadas en una franja de tierra donde no hay refugio ni salida, donde la pólvora y la hambruna actúan a dúo como armas mortíferas. No es la primera vez que los líderes israelíes actúan contra el pueblo palestino, son ya décadas de colonización sangrienta, pero es esta la más salvaje y desnortada de todas. No van a parar si de forma común y colectiva no les hacemos sentir las consecuencias de su indignidad.

Cada ataque sobre un hospital, cada niño rescatado de los escombros, cada mujer que da a luz entre bombardeos y sin atención médica, es una derrota para quienes decimos que la vida humana es sagrada. Gaza no es un campo de batalla: es una cárcel de exterminio que recuerda a los peores tiempos de la humanidad donde la población civil es rehén de la geopolítica, del extremismo y de la hipocresía de quienes permiten que esto continúe y les dan la espalda.

Es imposible parar de pensar en las mujeres palestinas. Las que dan a luz sin anestesia en clínicas sin recursos. Las que no pueden enterrar a sus muertos, las que cuidan solas a sus hijos bajo drones que atacan desde el cielo. La guerra tiene rostro de mujer cuando arrasa lo poco que queda en pie en sus vidas: su autonomía, su salud, su esperanza y la de sus hijos e hijas. La guerra convierte el cuerpo femenino en centro de batalla. Más allá de las más de nueve mil mujeres asesinadas están las que han perdido a sus familias enteras y sufren violencias sexuales que no se cuentan, pero existen. Es el patrón habitual de maltrato estructural que en las guerras se acentúa: Palestina, Siria, Sudán, Sudáfrica, Ucrania. Siempre víctimas de una misma batalla contra las más vulnerables.

Por eso duele tanto asistir a la tibieza de la comunidad internacional y la Unión Europea hasta el momento, ver cómo parte de la izquierda europea se ha dejado paralizar por el miedo a ser malinterpretada, y la derecha se ha alineado en el desinterés. Defender los derechos del pueblo palestino no es justificar a Hamás, es exigir que el derecho internacional se cumpla siempre, no solo cuando conviene. Es afirmar que la vida de una niña gazatí vale lo mismo que la de una niña israelí o ucrania o rusa o española. Ni más, ni menos.

Callar ahora nos convierte en cómplices. No llamar a esta masacre genocidio es esconderse tras la ausencia de palabras o los rigores técnicos. Los estándares más básicos de protección a los pueblos han sido obviados por todos desde hace meses. Las personas no pueden vivir eternamente bajo ocupación ni bajo el fuego y la hambruna. La comunidad internacional tiene la responsabilidad de actuar, y quienes creemos en la política como herramienta de transformación, debemos alzar la voz con claridad y sin ambigüedades.

Hay instrumentos colectivos para parar esta barbarie, y deben ser decididos y proporcionales. La inteligencia, el comercio, la diplomacia y la política en su conjunto deben actuar porque es su razón de ser como abrazo de relación entre los pueblos; hasta las religiones deben alzarse porque no hay dios alguno ni cultura posible tras la que parapetarse.

Ya no se puede aspirar a justicia para este pueblo, son varias las generaciones que se han visto cercenadas, y tanto sufrimiento no tiene arreglo, pero al menos no permitamos el exterminio. La solidaridad y la compasión lo exigen. Si no lo hacemos no seremos mejores que quienes desatan el horror y tendremos las manos eternamente manchadas de la sangre de Gaza.

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María José Landaburu es doctora en Derecho y experta en Derecho laboral y autoempleo.

Gaza sangra ante los ojos del mundo. Lo hace en silencio, sin que las bombas se detengan, sin que los líderes globales levanten la voz más allá de los comunicados estériles. Gaza sangra, y con ella sangran los valores democráticos que decimos defender, y se volatizan todas las declaraciones en pro de los derechos humanos que han sedimentado los pilares de nuestra civilización. Con decenas de miles de muertos a la espalda, estamos legitimando la violencia como forma de expresión política.

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