Acrobacias históricas, memoria y víctimas

José Manuel Rambla

Historia y espanto suelen marchar de la mano, como lúcidamente apreció Walter Benjamin en el rostro desencajado del ángel de Paul Klee. Pero también, a menudo, la historia se ve acompañada por actos más propios del circo: el contorsionismo, la acrobacia, el malabarismo. En 1988, Felipe González nos dio un perfecto ejemplo de ello. En pleno frenesí modernizador, el primer ejecutivo del PSOE tras la muerte del dictador realizó un triple salto mortal sin red para, aprovechando la oportunidad de su bicentenario, reclamarse heredero del legado de Carlos III. Más allá de la paradójica metáfora de un Felipe González presentándose como un posmoderno “déspota ilustrado”, lo cierto es que aquel ejercicio conmemorativo no carecía de implicaciones: aquella cabriola histórica lograba sortear la II República para entroncar el proyecto modernizador de la España posfranquista con el de la monarquía absolutista ilustrada. Pocos años después llegaría el turno de los fastos del 92: España volvía a proyectarse en todo su esplendor, como un modelo internacional a seguir, y las empresas españolas repetían la gesta de Colón en los mercados latinoamericanos. A falta de tres carabelas surcando el non plus ultra, tres fragatas zarparon por aquellos meses con destino a la primera guerra del Golfo.

Estos recuerdos me vienen a la cabeza, claro, con motivo de la nueva Ley de Memoria Democrática y la beligerancia con que ha sido recibida por la derecha. Poco ha sorprendido Vox y su argumentario anclado en el pensamiento político del oso de Don Favila. Más ríos de tinta ha provocado la nada nueva postura del PP bajo la “moderada” batuta de Alberto Núñez Feijóo. Frente a una ley que pretende reivindicar la memoria de las víctimas del franquismo, su respuesta ha sido clara: ETA. Y no menos rotunda ha sido la interpretación que de tal aptitud se ha hecho en ámbitos progresistas: criticar el sistemático uso electoralista que el PP viene haciendo de las víctimas del terrorismo de ETA. Una crítica sin duda justificada, pero que, a mi juicio, no profundiza en las causas profundas y las consecuencias graves que esa postura tiene en la realidad política española. Porque esta obsesión por ETA, diez años después del cese de la violencia, no responde solo a tacticismos del partido de Feijóo en su pugna por el electorado de Abascal, sino que hunde sus raíces en el existencialismo democrático de la propia derecha.

A diferencia de Felipe González, la derecha no tiene que recurrir a acrobacias históricas tan extravagantes para sortear la experiencia democrática de la II República. Los conservadores, sencillamente, no consideran la fugaz República un periodo democrático, pese a que desde noviembre de 1933 a las elecciones de febrero de 1936, fueron quienes la gobernaron. Incómodos también con las Cortes de Cádiz, desde su perspectiva el verdadero parlamentarismo liberal español no se consumó hasta la Restauración monárquica de Cánovas del Castillo. Es decir, no encuentran sus raíces ideológicas liberales frente a ningún rey absolutista, sino en la caída de la I República, lo que alimenta desde su origen el imaginario antirrepublicano de la derecha española. Y, lo que no es menos importante, su referente liberal no llegó a través de ninguna revolución sino de un golpe militar, algo que inevitablemente influirá en la interpretación interesada que décadas más tarde se haga de la sublevación franquista.

En coherencia con estas premisas, para la derecha la auténtica reconciliación política entre españoles no fue otra que el Abrazo de Vergara que puso fin a las guerras carlistas. Superada aquella división, todo lo que viene después deja de ser percibido como parte del conflicto político. Para ellos es algo mucho más peligroso: es conflicto social. Por eso, en 1931 la proclamación de la República no es vista como un avance democrático, sino como la antesala de una imaginaria revolución. Esto explica a su vez el desapego histórico que la derecha española siente ante una cuestión social siempre puesta bajo sospecha. O su incompatibilidad con el estado del bienestar. Sin la sensibilidad de la democracia cristiana europea tras la II Guerra Mundial, los conservadores patrios sienten pocas inclinaciones por las políticas redistributivas. En los asuntos económicos sus preferencias se han dirigido tradicionalmente hacia los tecnócratas, vengan del Opus Dei o de Bruselas.

No es que la derecha, política y sociológica, sea heredera del franquismo, es el franquismo quien hereda en gran medida el imaginario conservador español

Alérgicas a la cuestión social y defensoras de un antirrepublicanismo feroz, que solo moderarán para incorporar a personajes como Lerroux, las derechas españolas arrastran así un titubeo democrático que va más allá de la mera herencia franquista. De hecho, en gran medida el proceso es inverso: no es que la derecha, política y sociológica, sea heredera del franquismo, es el franquismo quien hereda en gran medida el imaginario conservador español. De ahí la naturalidad con que ambos se entremezclan. Por eso no es extraño que ahora la derecha sociológica reclame con insistencia a Feijóo y Abascal que protagonicen una reedición de aquel abrazo de Vergara.

Y por eso, también, los conservadores españoles son incapaces de asumir el legado de la República y el antifranquismo sin poner en cuestión las raíces de su propio pensamiento. Esto explica la insólita realidad que, como advirtiera Georges Rudé, se vive en España: es el único país del mundo donde a los perdedores de una guerra se les niega el derecho al rencor y son los vencedores quienes se arrogan su monopolio. De ahí que el más tímido paso en el reconocimiento de las víctimas del franquismo sea percibido por la derecha como un intento inadmisible de reabrir “viejas heridas”, como un intento de apropiación de un rencor que solo le corresponde a ella por derecho.

La consecuencia de esta situación es una crisis democrática existencial consustancial al pensamiento conservador español. Esta anomalía solo podría ser superada con un cambio sociológico de la derecha nacional. Sin embargo, hasta ahora, tras casi medio siglo desde la muerte del dictador, ese cambio ha sido imposible. Incluso pese a que en este tiempo se han incorporado nuevas sensibilidades de “centro”. Las recientes afirmaciones de Edmundo Bal asegurando que España había conseguido la democracia no por la lucha antifranquista sino respetando las “normas” de la dictadura, evidencian la inmutabilidad del discurso conservador. También ponen de manifiesto las acrobacias, tan extravagantes como las que en su día protagonizó Felipe González (a quien, por cierto, tampoco le “suena” bien la nueva ley), a las que debe recurrir la derecha para aparentar una coherencia liberal. Porque para que su ideario fuera coherente debería defender abiertamente que la restauración de la monarquía parlamentaria, único modelo democrático que es capaz de asumir, solo fue posible por el golpe de estado de Franco, premisa lógica para su pensamiento pero difícilmente homologable en el contexto occidental.

El auge de la ultraderecha y la sinceridad sin sonrojos con que recientemente se vanagloriaba John Bolton de los golpes de estado que había organizado Estados Unidos cuando él era asesor de Seguridad Nacional, no hacen descabellado que la derecha española acabe dando el paso de asumir sin complejos del franquismo. Pero ello sería tanto como cuestionar abiertamente la democracia, algo que, por el momento, no está en la agenda de los populares, ni siquiera en la de Vox. La consecuencia es ese sentimiento acomplejado que lastra las convicciones democráticas de la derecha española, carente, a diferencia de la derecha nacionalista vasca y catalana, de una tradición antifranquista que la legitime. Solo una cosa le permite a los conservadores intentar corregir mínimamente ese déficit democrático frente a una izquierda que cuenta con el aval ético y político de miles de fusilados, encarcelados y torturados por la dictadura: las víctimas de ETA. Por eso el PP –pero también Vox o el agonizante Ciudadanos– no pueden renunciar a su monopolio.

No se trata pues de tacticismos electorales. Es la única legitimación democrática que pueden presentar en su haber. Ahí radica el gran problema, que no afecta solo a los conservadores sino el conjunto de este país. Si la derecha española asume por fin que hace diez años que ETA no existe, estará obligada a reconocer que las víctimas del terrorismo forman ya parte de la historia de España, al igual que las víctimas del franquismo, a las que difícilmente podrá negar la misma dignidad que reclama para las primeras. Por eso el PP y la derecha necesitan creer que ETA sigue viva, porque de lo contrario deberían revisar por completo su relación con la historia española para afianzar de forma crítica y sobre otras bases sus convicciones emocionales democráticas. Sin embargo, no parece que ese paso vaya a producirse. Los populares, lo hemos visto estos días, insisten en perseverar en el uso y abuso de la víctimas del terrorismo mientras ponen bajo sospecha a las víctimas del franquismo. El problema no es que detrás de ello haya tacticismo o ignorancia histórica. El problema es que se está condenando la normalización que este país tiene pendiente con su pasado. Y lo que es más grave: se están bloqueando las posibilidades de profundización democrática que este país necesita y se merece.

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José Manuel Rambla es periodista.

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