De acuerdo, no nos gusta Putin, pero él no es el único culpable

Luis Matías López

Stalin con cuernos y rabo. Que se prepare Putin. Eso es lo menos que le van a llamar a partir de ahora en la gran mayoría de los medios de comunicación occidentales, incluso los considerados más solventes. La escenografía que ha escogido para orquestar la intervención militar en Ucrania tampoco va a mejorar su imagen a este lado de lo que quizá no tarde en llamarse nuevo Telón de Acero: una reunión del Consejo de Seguridad, con él aislado y su corte a 20 metros de distancia, meros comparsas incapaces de sostenerle la mirada o plantear la mínima discrepancia; y un anuncio de la “operación militar especial” que, con increíble desfachatez, justifica en la Carta de Naciones Unidas, que exige la rendición incondicional, que los soldados ucranianos tiren sus armas y se vayan a casa y que advierte a quien le plante cara con “consecuencias como nunca antes han experimentado en la historia”.

Con los cohetes rusos impactando en diversas ciudades, el reguero de muertes empezando a cobrar consistencia, con lo que de hecho es ya una invasión en toda regla que ni siquiera se limita a las zonas del Donbas cuya “independencia” acababa de reconocer, Putin ha lanzado un mensaje claro: Ucrania es parte inalienable de Rusia y debe volver de forma inmediata al seno de la 'madre patria'.

El ataque ruso ha suscitado la condena unánime de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN, el anuncio de sanciones nunca antes vistas y la coincidencia casi milagrosa entre rivales políticos como el PP y el PSOE, que no se ponen de acuerdo ni siquiera cuando se trata de saber si el sol sale por el este o por el oeste.

No hay que engañarse: a casi nadie a esta parte del mapa le gusta la catadura de este antiguo espía de medio pelo aupado al poder con la guerra de Chechenia y con su perfil de tipo duro, implacable con sus enemigos, tolerante con la corrupción de sus amigos y que degrada la palabra democracia apenas sale de su boca. Y mucho menos se va a encontrar a quien justifique, a este lado del nuevo Muro, una guerra terrible, de dimensión todavía desconocida, aunque sea para corregir viejas afrentas y restaurar una parte, siquiera parcial, del antiguo imperio soviético.

Y, sin embargo, nada de lo que está ocurriendo se explica tan solo con el perfil político y humano del zar Putin. Los barros que trajeron estos lodos se forjaron con la perestroika de Gorbachov, la debilidad e incompetencia de Yeltsin y la voracidad de Estados Unidos (obedientemente secundado por sus aliados europeos) que, de manera inexorable, fue tendiendo un cerco absorbiendo en su Alianza militar a la totalidad de los antiguos países satélites de la URSS e incluso a algunos de la propia Unión Soviética (los tres bálticos).

Hay que haber vivido en Rusia (yo lo hice cuatro años como corresponsal en el cambio de milenio) para ver cómo esa herida nunca dejó de supurar, hasta qué punto, no ya tan solo el Gobierno sino también la inmensa mayoría de la población, sufrió por una humillación histórica que redujo a su país de la condición de superpotencia a la de actor irrelevante en el mundo. Putin no estaba solo a la hora de considerar la desintegración de la URSS como la mayor catástrofe geopolítica de la historia pero, cuando en el año 2000 llegó al Kremlin, tardó en estar en condiciones de retorcer ese giro del destino.

Sin embargo, a medida que mejoró la economía, que se recuperaron los precios del monocultivo energético (gas y petróleo), que se fue llenando la saca de las divisas y se sacó de la miseria a decenas de millones de personas, el designio imperial de Putin comenzó a hacerse visible. Un designio limitado, pero que permitiría al menos recuperar la influencia en zonas especialmente sensibles y, más concretamente, en Georgia (patria chica de Stalin) y Ucrania.

Si EE UU y Occidente hubieran entendido la profundidad de la herida rusa, probablemente no habrían dado alas a las aspiraciones de entrar en la OTAN de esos dos países de la antigua URSS. En cualquier caso, el primer aviso de hasta dónde estaba dispuesto a llegar Putin llegó en 2008 a Georgia y concluyó con la secesión de Osetia del Sur, el reconocimiento por Moscú (también de Abjazia) y, de hecho, el retorno a la 'madre patria'. Porque una cosa es respetar el derecho de los pueblos a regir sus propios destinos y otro desconocer la cruda realidad, los complejos entramados históricos y estratégicos, los juegos de poder. Sobre todo cuando la alineación de las naciones no siempre viene determinada por la libre decisión de sus ciudadanos sino, con frecuencia, por luchas intestinas, incluso guerras civiles de cuyo resultado depende el rumbo a tomar. En cualquier caso, ya se vio lo que ocurrió en Georgia: que hoy es una tierra fracturada y amenazada. Una lección que debería haberse tenido en cuenta en Ucrania.

Nada de lo antedicho justifica el ataque ruso a Ucrania. Pero no se trata de justificar, sino de entender. Y se debería entender que no estaríamos donde hoy estamos si Occidente no hubiera sido tan voraz a la hora de tragarse el antiguo imperio europeo soviético. Pase que los ciudadanos de ese espacio, que nunca asimilaron el modelo social y el control rusos, fueran captados por una forma de vida más atractiva (aunque también más desigual), incluso que pudieran llegar a integrarse en la UE, un club económico y político más que militar, pero algo muy diferente es que todos esos países fueran cayendo como fruta madura en brazos de la OTAN, hasta cercar a una Rusia siempre obsesionada por su seguridad, y que ya fue invadida por Napoleón y Hitler. Pero nadie, y menos Estados Unidos, hizo caso de esas líneas rojas implícitas y en parte explícitas que formaban parte del acta de capitulación de Rusia tras la caída del Muro de Berlín.

Se debería entender que no estaríamos donde hoy estamos si Occidente no hubiera sido tan voraz a la hora de tragarse el antiguo imperio europeo soviético

Por otra parte, la Alianza Atlántica no está al servicio de Europa, sino que es ante todo un brazo armado de Estados Unidos, que recurre a él cuando le conviene (como en Afganistán), pero que no duda en menospreciarlo cuando cree que no sirve a sus intereses, como hizo Trump. De forma que no es tan solo que Ucrania se haya convertido en rehén de Rusia y Estados Unidos, sino que otro tanto le ocurre a Europa, sin que la unanimidad entre aliados que se muestra tras el ataque a Ucrania refleje una comunidad de intereses reales, sino más bien el reflejo de la sumisión al imperio americano.

No me cansaré de decir que todo esto no justifica una guerra abierta en Europa, lo peor que ha ocurrido en el continente desde las de Yugoslavia en los años noventa del siglo pasado. Si cada vez que hay un cataclismo histórico se tuviera que resolver décadas después por la fuerza, rectificando o restaurando fronteras, nada parecido a una paz duradera podría existir jamás. Pero algo está claro: que le sirve a Putin ante los suyos. Porque, además, se da la circunstancia de que, cuando afirma que Ucrania es parte inalienable de Rusia, solo está diciendo un media mentira. O, en cierto sentido, y con muchos matices, una media verdad.

Ucrania no es Rumanía, ni Lituania, ni siquiera Georgia. Un ucraniano y un ruso no son dos extraños. Muchos de ellos sienten que son lo mismo, por historia, por cultura, por su esencia eslava, incluso por lengua (muy similar). La huella rusa no solo es patente en Crimea (ya anexionada) y el Este de Ucrania, sino en todo el país, incluida Kiev (en buena medida todavía bilingüe). Eso añade una dimensión trágica a este conflicto que muchos ciudadanos, a uno y otro lado de la frontera, creen que es entre hermanos, por lo que la victoria rusa, que se da por descontada, será una lacerante derrota para todos. Y de paso para Europa, incapaz de jugar un papel diplomático propio, que presume mucho de su independencia pero que, en los momentos clave, se comporta como un “leal aliado”, o sea, como un actor secundario que se limita a obedecer lo que mande Washington. Así nos va.

A este análisis le falta un elemento que no es ajeno a lo que está ocurriendo: la renovada alianza entre China y Rusia, que completa el esquema de un mundo dividido, como en la Guerra Fría, en dos bloques con estrategias e intereses contrapuestos, con una disputa por la hegemonía con Pekín reclamando su papel crucial en el mundo. Pero, como se suele decir, esa es otra historia…   

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Luis Matías López es periodista, excorresponsal de 'El País' en Rusia y en la antigua URSS, columnista y miembro del Consejo Editorial de Público.

Stalin con cuernos y rabo. Que se prepare Putin. Eso es lo menos que le van a llamar a partir de ahora en la gran mayoría de los medios de comunicación occidentales, incluso los considerados más solventes. La escenografía que ha escogido para orquestar la intervención militar en Ucrania tampoco va a mejorar su imagen a este lado de lo que quizá no tarde en llamarse nuevo Telón de Acero: una reunión del Consejo de Seguridad, con él aislado y su corte a 20 metros de distancia, meros comparsas incapaces de sostenerle la mirada o plantear la mínima discrepancia; y un anuncio de la “operación militar especial” que, con increíble desfachatez, justifica en la Carta de Naciones Unidas, que exige la rendición incondicional, que los soldados ucranianos tiren sus armas y se vayan a casa y que advierte a quien le plante cara con “consecuencias como nunca antes han experimentado en la historia”.

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