“Confesiones” de un rey Clara Ramas San Miguel
Afganistán, apartheid de género
En julio de 2005, en mi condición de eurodiputado, viajé a Afganistán. Hacía cuatro años que los terroristas islámicos obedientes a Osama bin Laden habían causado más de tres mil muertos al destruir las neoyorquinas Torres gemelas y pasarían seis antes de que fuerzas especiales norteamericanas acabaran con la vida de Osama en su refugio de Pakistán. Concluía así, en 2011, la denominada guerra contra el terrorismo declarada por el presidente Bush hijo, quien en 2001 había ordenado la invasión de Afganistán, cuyo 90% del territorio estaba controlado por los talibanes. Guerra a la que se sumó la OTAN en apoyo al empeño norteamericano. Diversos Estados miembros, España incluida, participaron. La misión militar internacional finalizó en 2014 y España inició su retirada en 2012. Con su habitual cáustica mirada, El Roto lo reflejó así: “Nos vamos de Afganistán con la satisfacción del deber cumplido, que no sabemos cuál ha sido” (El País, 25-6-2012).
En octubre de 2004, bajo tutela estadounidense y de la OTAN, Hamid Karzai había sido democráticamente elegido presidente del país. A ese país llegué un año después. Visité diversas zonas, además de Kabul. Herat, cercano a la frontera de Irán, es un crisol de poblaciones. La mayor la constituyen los tayikos, de lengua persa, pero los pastunes, hazaras y uzbekos, debido a la influencia del gran vecino, también la hablan. El dari es el nombre afgano del idioma persa. Dari y pastún son los dos idiomas oficiales de un país multilingüe de unos 35 millones de personas, la mitad aproximadamente de los cuales son mujeres, con 40 idiomas menores y unos 200 dialectos diferentes. Dada la importancia geopolítica de Teherán en esta parte del mundo y la contigüidad de Herat, la visita tenía interés de cara a sondear el sentimiento de la población hacia los talibanes antes de la invasión occidental de 2001, sondeo que idiomáticamente no presentó problemas puesto que los cuatro diputados que integrábamos la misión del Europarlamento disponíamos de un intérprete de dari y pastún.
No necesité de intérprete alguno en la visita realizada al lugar más significativo desde el punto de vista que este artículo quiere afrontar. Me refiero a Bamiyán, capital de la provincia del mismo nombre, a unos 300 km al oeste de Kabul. Flotando en el ambiente la ausencia de las dos monumentales estatuas de Buda en el acantilado del valle de Bamiyán, construidas en el siglo V y dinamitadas por los talibanes en marzo de 2001, unos meses antes de que las Torres gemelas corrieran la misma suerte, tuve ocasión de visitar una escuela femenina en la ciudad. El propósito en esta ocasión era indagar sobre la situación de la educación nueve meses después de que, como ya he dicho, Hamid Karzai asumiera democráticamente el poder. Una profesora me invitó a acudir a su clase y en un más que aceptable inglés me proporcionó la información requerida. Mientras lo hacía, en el aula treinta muchachas de unos quince años, escuchaban atentamente, si bien ignoro si comprendían el inglés. Jóvenes con un ligero pañuelo en la cabeza, con la cara plenamente descubierta y una franca sonrisa, muy lejos de lo que mujeres, jóvenes y niñas experimentan en el Afganistán de hoy. Ante un ambiente tan naturalmente normal, pregunté a la profesora si podía hablar con las jóvenes. Acabé sentándome en un pupitre en medio de ellas, acogido con normalidad y simpatía y con sonrisas, que no risas, por su parte. Escribo estas líneas teniendo al lado la foto que conservo del momento, yo entre ellas, que hizo la profesora con mi cámara.
Lejano 2005 del Afganistán de hoy. El 14 de abril de 2021, el presidente Biden decide la completa retirada de Afganistán de las tropas norteamericanas. “Es hora de poner fin a la guerra más larga de los Estados Unidos”, dice. El 38 de agosto de ese año se completa la retirada de las tropas y se deja al país en manos de los talibanes. Más de 120.000 personas son evacuadas. Biden: “Los Estados Unidos deben aprender de los errores cometidos. La retirada significa el final de una era de grandes operaciones militares con el fin de rehacer a otros países”.
Hace tres años los victoriosos talibanes firmaron un acuerdo con los invasores occidentales en retirada. En él se comprometían a respetar los derechos humanos, la libertad de expresión y amnistía para los funcionarios del anterior Gobierno. Muy pronto se desvaneció la esperanza de que actuaran de acuerdo a lo que habían firmado. Violencia, represión e impunidad. El aula abierta de Bamiyán en la que en 2005 me senté, escuché y opiné, ya no existe hoy. Todas las aulas del país han sido violentamente clausuradas para niñas, jóvenes, mujeres. Más de ochenta decretos emitidos por los talibanes en tres años han hecho de numerosos sectores de la sociedad objeto de discriminación y persecución.
Estos bárbaros han creado el sistema más perverso y extendido de sistemática violación de los derechos de las mujeres. Quienes de estas batallan y denuncian dicho sistema se enfrentan a detenciones, tortura e incluso desaparición forzosa. Huérfanas de un marco jurídico y judicial justo que las ampare puesto que los bárbaros acabaron con él en noviembre de 2022 al introducir la sharia. La versión de la misma que los talibanes practican implica que no se permite la presencia de abogados en los juicios, que han sido sustituidos por los “eruditos” religiosos de las madrasas, las escuelas islámicas.
Muy recientemente (21-8-2024) los bárbaros impusieron la denominada Ley sobre la promoción de la virtud y la prevención del vicio, título que por sí mismo probablemente no necesitaría de ulterior comentario. Aun así, comento. El engendro legal otorga poderes especiales a la denominada policía de la moral a propósito de la conducta de las mujeres. El artículo 13 estipula que las mujeres deben cubrirse su cuerpo por completo, reducir la voz en determinadas ocasiones (?) y no mirar a hombres extraños (?). El absurdo se evidencia todavía más con la institución del “mahram”: ninguna mujer puede viajar, acceder a un avión o entrar en un edificio administrativo para cualquier gestión si no va acompañada de un pariente masculino. ONU Mujeres es la organización de Naciones Unidas que desarrolla programas, políticas y normativas con el fin de defender los derechos humanos de mujeres y niñas. Acaba de publicar un informe según el cual solo el uno por ciento de las afganas entrevistadas estiman que tienen algún tipo de influencia en las comunidades a que pertenecen. El 64% no se sienten seguras cuando salen de casa y el 8% conocen a a alguna mujer o niña que ha intentado suicidarse desde que los talibanes lograron el poder en 2021.
El colmo de las insensateces de los bárbaros lo refleja el hecho de que se han visto forzados a no llevar a cabo la vacunación contra la polio porque la mayoría de quienes debían ejecutarla eran enfermeras, mujeres. Aducen que protegen los derechos de mujeres y niñas de acuerdo a la sharia y las costumbres y normas de la sociedad afgana. Sin embargo, las costumbres y tradiciones culturales o religiosas no pueden justificar la violación de los derechos humanos. Si bien no es plausible que los bárbaros presten atención, el artículo 4 de la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer estipula que los Estados no pueden invocar costumbres, tradiciones o consideraciones religiosas para eludir la obligación de eliminar la violencia contra la mujer.
La Ley talibán sobre la promoción de la virtud institucionaliza un sistema de discriminación y opresión de mujeres y niñas que debería movilizar la conciencia de la humanidad
En julio de 2024, Richard Bennet, Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en Afganistán, presentó su Informe sobre el tema. Merece la pena concluir este artículo con algunas de sus conclusiones y recomendaciones: “El sistema de discriminación, segregación, desprecio de la dignidad humana y exclusión institucionalizado por los talibanes está motivado por, y se traduce en, un profundo rechazo de la plena humanidad de las mujeres y niñas. Es omnipresente y metódico y se institucionaliza a través de edictos y políticas que sancionan y refuerzan la grave privación de derechos fundamentales” (párrafo 14). El Relator Especial recomienda a los Estados y la comunidad internacional que “eviten la normalización o legitimación de las autoridades afganas de facto hasta que no se produzcan mejoras palpables… en materia de derechos humanos, especialmente en lo que respecta a las mujeres y las niñas” (párrafo 133, a).
Probablemente el Relator tiene en mente que, desde la asunción de los bárbaros al poder en 2021, la ONU rechazó en tres ocasiones su pretensión de ocupar en la Asamblea General el puesto que tenía el anterior Gobierno apoyado por Occidente. Desde 2021 se sucedieron disputas entre ambos aspirantes al puesto. En mayo de 2024, la ONU zanjó la cuestión suspendiendo los derechos de voto de Afganistán en la Asamblea General. Es llamativo y loable que el Relator Especial indirectamente aluda a las distintas interpretaciones del islam al pedir que “los países de mayoría musulmana y la Organización de Cooperación Islámica redoblen los esfuerzos para persuadir a los talibanes para que modifiquen las políticas y prácticas contrarias a los principios islámicos dominantes, incluida la igualdad de acceso a la educación para todos” (párrafo 133, d).
Por otro lado, hay que constatar que la barbarie no se ceba únicamente en las mujeres. Objeto de la misma son igualmente un cúmulo de actores: minorías étnicas y religiosas, homosexuales y transexuales, personas con discapacidades, defensores de derechos humanos, trabajadores sanitarios, periodistas, educadores, jueces, profesionales del derecho, antiguos funcionarios… Conviene asimismo tener en cuenta que todo esto tiene lugar en una situación de catástrofe humanitaria, social y económica, en la que dos tercios de la población afgana (28 millones) precisan asistencia humanitaria para sobrevivir.
Ayuda humanitaria, por supuesto, pero pienso que, en este y otros temas de parecidas características, nos hallamos ante una crisis… de humanidad. ¿Cómo es posible que asumamos que la tan cacareada comunidad internacional permita atrocidades como las que he relatado? Que el proceso de apartheid, limpieza étnica y genocidio que bárbaros de otro tipo están llevando a cabo en Gaza continúe. Sí, salvedad establecida: Hamás es un engendro terrorista y bárbaro, pero…
En esta comunidad internacional que no es tal existen cómplices de uno y otro lado que impiden el progreso. Estados Unidos vetando en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas cualquier resolución que dañe a su aliado israelí. Rusia y China oponiéndose en ese Consejo a “interferir en los asuntos internos de Afganistán”.
Existen mecanismos e instrumentos jurídicos y judiciales en esta poco atenta sociedad internacional para, teóricamente, hacer frente a la barbarie. La Ley talibán sobre la promoción de la virtud institucionaliza un sistema de discriminación y opresión de mujeres y niñas que debería movilizar la conciencia de la humanidad. Supone un ataque sistemático y generalizado a la población civil que podría calificarse de crimen de lesa humanidad. Hay en curso negociaciones internacionales para lograr un Tratado sobre crímenes de lesa humanidad, ocasión que podría aprovecharse para codificar el apartheid de género como delito en Derecho internacional. El Tribunal Penal Internacional tendría puerta abierta para actuar. Hay que valerse de los mecanismos de rendición de cuentas existentes. El Tribunal Internacional de Justicia debería encausar a Afganistán por violación de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, adoptada por la Asamblea General onusiana en diciembre de 1979 y ratificada por 189 Estados. Sí, pero…
Michael Ignatieff cita a Butros Butros Ghali, secretario general de Naciones Unidas, quien en 1995 dijo que Afganistán se había convertido en “uno de los conflictos huérfanos del mundo, esos que Occidente, selectivo y promiscuo en su atención, prefiere dejar de lado a favor de Yugoslavia”. El mundo había apartado la vista de Afganistán, dejando que la guerra civil, la fragmentación étnica y la polarización desembocaran en la quiebra del Estado. El país había dejado de existir como un Estado viable, y cuando un Estado quiebra la sociedad civil es destruida. Generaciones de niños crecen sin raíces, sin identidad ni razón para vivir sino la de luchar (con matices, aplicable a los niños palestinos).
En aquellos años, Ahmed Rashid entrevistó a Lakhdar Brahimi, mediador de la ONU, quien le dijo: “Estamos tratando con un Estado en quiebra que parece una herida infectada. Uno ni siquiera sabe por dónde empezar a limpiarla”. En 2005, durante mi breve estancia, viajé por un país escabroso, árido, áspero y desierto. En su libro Los Talibán, Rashid relata: “Hace muchos años, un sabio y anciano muyahid afgano me contó la historia mítica de la creación divina de Afganistán: 'Cuando Alá hizo el resto del mundo, vio que había quedado un montón de desechos, fragmentos, trozos y restos que no encajaban en ninguna parte. Tras reunirlos, los arrojó a la tierra y eso fue Afganistán'”. En medio de esos desechos malviven, padecen, sufren las mujeres afganas. Hasta que la tan cacareada comunidad internacional o Alá las libere.
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Emilio Menéndez del Valle es embajador de España.
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