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Aprender a dar clase más allá de un máster

Albano de Alonso Paz

Cada año, el centro escolar donde trabajo recibe a un número importante de alumnado en prácticas del llamado Máster en Formación del Profesorado. Al proceder de universidades públicas y privadas, así como de carreras universitarias variopintas, entre las paredes del instituto se da durante unos meses una mezcolanza de aptitudes, personalidades y singularidades diversas que comparten una misma inquietud: completar el camino formativo inicial de estos estudios que habilitan para ejercer la profesión docente en las etapas a partir de la ESO.

El ritual va más allá de lo estrictamente burocrático, que ya tiene su complejidad: comienza con una bienvenida lo más calurosa que podemos —entre el trajín del timbre y el bullicio constante del “pasilleo”— y un recorrido por la instalaciones de todo el instituto. Imagínense: muchos de ellos y ellas reconocen que pisan un centro por primera vez desde que salieron del Bachillerato y, además, sienten que es demasiada información para arrancar. Casi todo suena "a nuevo". A eso se le suma la incomparable sensación de estar rodeados de adolescentes, cada uno a su vez con una historia propia, y con los que empezarán a interactuar todavía como aprendices en una simbiosis muy singular: un discente que aprende también de otros discentes.

Con el paso de las semanas, los estudiantes del Máster se aclimatan al entorno educativo: un tutor o tutora (profesorado del centro, de la misma especialidad) los acompaña en todo este proceso que completa esta primera inmersión en lo que en realidad es la escuela, y acaba con la cumplimentación de una memoria que representa el final de un ciclo. En teoría, la superación de estos créditos, junto a los del Trabajo de Fin de Máster, habilita para entrar en el apasionante y singular mundo de la enseñanza, en el que ya están más de sesenta millones de personas en todo el mundo, según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

Nadie nace aprendido; nadie posee el conocimiento o la verdad absoluta, y más en una profesión que soporta a sus espaldas el peso de la incertidumbre que nos rodea. En una conversación de cafetería (otro punto neurálgico donde se cuece más de lo que aparenta), recuerdo que una de las alumnas del Máster intercambiaba conmigo algunas impresiones: “es más complicado de lo que pensaba, pero apasionante y muy diferente a otros trabajos; es una labor que tiene mucho de social, de ayuda a los demás”, me decía sobre la enseñanza. No pude sino darle la razón, porque, con los años, uno se va dando cuenta de que es así: ser docente es un trabajo cargado de compromiso social, y no solo de virtudes académicas.

Quien se haya acercado a esta profesión y esté leyendo este texto, podría concluir que para ejercer el magisterio hoy es necesaria esa especie de virtud cívica de la que hablaba Aristóteles: aquella que nos alienta en la construcción de los lazos para un mundo más justo y nos predispone a entender la escuela como lugar de aprendizaje y cuidados donde socialización, culturización y cooperación van de la mano. Y nadie nos forma para ello.

El Máster en Formación del Profesorado es una oportunidad única, pero a la vez escasa y con un enfoque que urge revisar en su estructura. La vigencia en él de un modelo que se aferra con vigor a la propedéutica y a la teoría en exceso, alejada de realidades de las aulas, son algunas de las críticas que esos mismos estudiantes que se adentran en los centros para la fase de prácticas vuelcan sobre ese modelo academicista que sobrevive a trompicones en toda institución educativa, también para instruir a futuros profesionales escolares.

Quien se haya acercado a esta profesión podría concluir que para ejercer el magisterio hoy es necesaria esa especie de virtud cívica de la que hablaba Aristóteles: aquella que nos alienta en la construcción de los lazos para un mundo más justo

Los que cursamos hace algunas décadas el antiguo Curso de Aptitud Pedagógica (CAP) y ahora vemos la deriva similar de la actual formación inicial del profesorado nos damos cuenta de cómo no hemos sabido cubrir esa permanente necesidad de orientar la preparación didáctica hacia una “ciencia más aplicada”, como la llama el investigador Francisco Imbernón. Una ausencia que logra que quienes cursan estos estudios tras haber pasado por otros grados y másteres detecten el enorme impacto que supone aterrizar en un aula con un proceso de aprendizaje teórico superado y chocar de bruces con experiencias o situaciones que no saben resolver, en lo metodológico y lo humano.

La solución es compleja, porque la tradición escolar (también universitaria) parece seguir en su gobernanza anclada a una cultura académica que se aferra en los planes de estudio a sus orígenes. Los intentos de cambio de una parte del cuerpo docente de estos niveles que, en sus nuevas generaciones, está sometido a elevados índices de precarización, chocan con la hegemonía de políticas neoconservadoras que siguen imperando, con el fin de rechazar cualquier transformación avalada que concluye que la mala formación transmisora no tiene sentido en el mundo actual.

Las soluciones para cambiar esta tendencia no son sencillas, pero desde luego seguir la corriente actual plagada de mantras sobre la educación no hace sino entorpecer la actualización pedagógica inicial de los futuros docentes. Mientras, se engorda la facturación de las universidades privadas que sacan tajada de este caos también ante la pobre oferta de plazas en universidades públicas, para quedarnos con la triste idea de que, al final, se trata de eso: de pagar para obtener un título. Un paso más hacia la devaluación del saber didáctico de los que se van a dedicar a una de las profesiones más trascendentales de la sociedad.

Actuales estudios sobre la cuestión concluyen que para volver a prestigiar el acceso a la profesión hay que establecer itinerarios desde los propios estudios de grados, para quienes quieren inclinarse ya desde pronto por la profesión. Apuestan también por el viraje hacia un modelo práctico-reflexivo amplio, con base en el saber pedagógico y a partir de las características reales de los centros escolares. Ello precisa de mayor voluntad de escucha y colaboración entre todos los niveles de enseñanza, para lo cual debemos dejar de mirarnos el ombligo de una vez por todas y pensar que el aprendizaje en diálogo y en comunidad para compartir recursos y experiencias ofrece mejores resultados. Una revisión de lo que es la escuela, para rescatarla de complejos del pasado (que también son los nuestros) que la conciben como institución cerrada al exterior. Con ciertas virtudes de antaño, sí, pero también con debilidades anacrónicas que nos hacen más endebles y, sobre todo, temerosos ante el cambio.

Seguiremos, los que estamos en centros de Secundaria, recibiendo a estudiantes del Máster. Les volveremos a dar la bienvenida y les ofreceremos una cálida acogida y tutorización. Les contaremos cómo es entrar en clase y ser un poco de todo a la vez. "Esto no es lo que aprendí", dirán muchos. Pero no importa, se trata de eso: de entenderlos también, de pensar en cómo ven el tránsito de la teoría a la práctica e interesarnos por las dificultades que encuentran, y así entre todos mejorar cómo nos formamos para ser docentes. Se trata, en definitiva, de aprender a dar clase más allá de un máster. Y de aprender también habiendo escuchado.

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Albano de Alonso Paz es profesor de Lengua Castellana y Literatura y miembro del Colectivo DIME de Docentes por la Inclusión y la Mejora Educativa. Divulga sobre educación a través de su blog www.albanoalonso.info

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