Las nuevas generaciones han comprado el mensaje: “Ya está. Ya conseguimos la igualdad. Ahora, a otra cosa”. Y lo compran sin ticket de devolución. Les molesta el feminismo, les da urticaria lo que llaman “feminazismo” y prefieren vivir creyendo que todo está resuelto porque ellos, por el simple hecho de existir, ya lo han entendido todo. Bravo, chavales.
Repiten sin sonrojo el argumentario de la ultraderecha, como si hubieran nacido sabios. Que una mujer no sea bombera, que puede que no tenga fuerza. Que no sea militar, que eso es cosa de machos de pelo en pecho, no vaya a resultar que sean aberraciones homosexuales (Levítico 18:22), dicen algunos con cara de rosario y sotana. Y así, sin darnos cuenta, lo que se impone no es la razón ni el derecho, sino el catecismo en hora punta.
Desprecian la ciencia y la filosofía como si fueran asignaturas optativas de la vida. En su lugar, se tragan sin masticar el espectáculo del Cónclave, esa pasarela de ancianos emperifollados que juegan a ser la voz de dios. Una empresa de hombres en faldas largas con un libro de normas que prohíbe mezclar tejidos (Levítico 19:19) y permite vender a las hijas como esclavas (Éxodo 21:7), pero con un toque de incienso que lo hace todo parecer elegante, sí que se permiten las casullas de seda y oro.
Tras veinte siglos de vigencia han decidido que había llegado el momento de progresar, de ampliar las paredes del cuarto de servicio y la cocina para dar cabida al género causante de la desgracia de la humanidad. Y, para ello nada, como un gran gesto, el nombramiento de Simona Brambilla. Ahora tenemos un ejemplo de una carrera profesional para mujeres dentro de la Iglesia que va de limpiadora y secretaria a prefecta por promoción interna, eso sí, como ocurre en estos casos, sin pasar por la casilla de sueldo digno. Y encima te lo venden como un logro. Como si el techo de cristal fuera ahora de vitral y eso fuera progreso.
Mi hija, hace años, me preguntó por qué no creía en dios. Le respondí que prefería ser buena persona por convicción y no por miedo al castigo de un dios vigilante
Aquí, el mensaje de dios solo lo pueden repartir los hombres. Si quieres ser obispo, olvídate si has nacido mujer. Ser papa ya ni te lo plantees. Y si tienes suerte, puede que te dejen barrer la sacristía. La teología del “ustedes callen y limpien”. Todo esto con la bendición de obispos eméritos que sueltan que las discapacidades vienen del pecado y del caos natural. Palabras dichas con cara de pena y voz de púlpito que pretenden ser consuelo y son pura metralla para la razón.
Porque cuando se acaba la esperanza, llega el miedo. Y cuando gobierna el miedo, vuelve la magia, la superstición, el dogma. Entonces, pensar por uno mismo se convierte en peligro. Creer es más fácil que entender. Y obedecer siempre requiere menos esfuerzo que dudar.
Mi hija, hace años, me preguntó por qué no creía en dios. Le respondí que prefería ser buena persona por convicción y no por miedo al castigo de un dios vigilante. Ahora, en su adolescencia, parece que duda de aquello. No sé si es una fase o un desvío curioso en su viaje mental. Pero sé que la quiero aunque recite catecismos.
Solo espero que su generación, con sus vértigos y sus contradicciones, sepa valorar el ruido maravilloso de la democracia, la desobediencia del pensamiento libre, la belleza de lo imperfecto. Que no se conformen con heredar un espejismo, lo que otros defendieron a gritos.
Como decía Fitzgerald: hay que saber que es inútil cambiar las cosas, y aun así, intentarlo.
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José Manuel Nevado es director de Comunicación Institucional de la Secretaría de Estado de Comunicación.
Las nuevas generaciones han comprado el mensaje: “Ya está. Ya conseguimos la igualdad. Ahora, a otra cosa”. Y lo compran sin ticket de devolución. Les molesta el feminismo, les da urticaria lo que llaman “feminazismo” y prefieren vivir creyendo que todo está resuelto porque ellos, por el simple hecho de existir, ya lo han entendido todo. Bravo, chavales.