¿Es fascista el Partido Popular?

La pregunta resulta incómoda pero necesaria ante la evolución del Partido Popular desde la llegada de Feijóo al liderazgo. El auge de Vox lo ha radicalizado hacia posiciones que trascienden la confrontación democrática convencional. Feijóo acusa sistemáticamente al Gobierno de "secuestrar la democracia", y su lugarteniente Tellado tilda al ejecutivo de "ilegítimo" sin fundamento jurídico, en tanto las huestes de Díaz Ayuso en la Asamblea de Madrid insultan al presidente proclamando que "cuando alguien grita Pedro Sánchez hay tres palabras que resuenan en todas nuestras cabezas". Más recientemente, el PP ha desatado una guerra política por la suspensión de la última etapa La Vuelta a consecuencia de las movilizaciones contra la masacre en Gaza, desdeñando las conclusiones de la comisión independiente de Naciones Unidas sobre el genocidio palestino y tildando de antisemitas a quienes se oponen a la barbarie israelí. La normalización de esta violencia retórica cristaliza una estrategia política que plantea serios interrogantes sobre nuestra salud democrática. Sin embargo, la respuesta directa es no: comparado con los fascismos históricos, el PP no es fascista en sentido estricto, si bien se constatan inquietantes elementos que dan cuenta de lo que Stuart Hall denominó "populismo autoritario". 

El fascismo clásico del siglo XX exhibía características que no concurren en el PP actual. Robert Paxton documenta en The Anatomy of Fascism (Knopf, 2004) que los movimientos fascistas de entreguerras anhelaban someter a la sociedad al control total del Estado a través de la destrucción de las instituciones liberales y su sustitución por regímenes totalitarios basados en la movilización de masas fanatizadas. El Partito Nazionale Fascista y el NSDAP alemán organizaban milicias paramilitares, empleaban sistemáticamente la violencia física contra opositores y rechazaban el pluralismo democrático. El PP español mantiene su compromiso con las reglas electorales, no organiza grupos violentos y asume su rol de oposición cuando pierde elecciones, aunque cada vez más a regañadientes. Esta diferencia fundamental respecto al fascismo histórico invalida comparaciones directas. La ausencia de elementos coercitivos directos, milicias organizadas y la aceptación explícita del sistema electoral distingue claramente al PP español de los regímenes totalitarios de entreguerras. 

Volviendo al teórico cultural jamaicano-británico, Hall interpretó a finales de la década de 1970 el thatcherismo como "populismo autoritario", forma política que definió como "forma excepcional del Estado capitalista que, a diferencia del fascismo clásico, ha conservado la mayoría de las instituciones representativas formales en su lugar, y que al mismo tiempo ha sido capaz de construir a su alrededor un consentimiento popular activo". Este concepto permite diferenciar fenómenos contemporáneos del fascismo histórico. La noción describe movimientos que respetan procedimientos legales-formales sin por ello renunciar a erosionar controles y contrapesos democráticos a través de la descalificación constante de instituciones incómodas. El PP español exhibe dinámicas similares cuando caracteriza a Sánchez como amenaza existencial que requiere corrección extrainstitucional. Esta aproximación permite a los conservadores mantener apariencias democráticas en tanto que erosionan las bases sustantivas del pluralismo político. 

El concepto de "nacionalismo del desastre" desarrollado por Richard Seymour complementa el análisis de Hall, describiendo movimientos que canalizan múltiples fuentes de resentimiento popular en una revuelta más amplia contra el propio orden liberal. Seymour estudia cómo estos movimientos construyen narrativas apocalípticas que presentan la crisis civilizacional como inevitable, movilizando el descontento hacia la destrucción del orden existente y no hacia alternativas constructivas. Esta dinámica se distingue del populismo tradicional porque no promete restauración, sino que abraza el colapso como purificación necesaria. Por su parte, Hall había detallado cómo la derecha moviliza "pánicos morales irracionales" sobre criminalidad, invasiones migratorias y subversión izquierdista para vender "una marca particularmente viciada de capitalismo corporativo depredador". A diferencia de los fascismos clásicos que empleaban violencia directa, el PP opera bajo esta lógica cuando retrata la gobernabilidad constitucional como patología que requiere intervención. Wilhelm Reich ya había observado en sus pioneros análisis del nazismo cómo los movimientos de masas emplean "simbolismo, emociones e imaginería" para movilizar el resentimiento popular.

Los ciudadanos necesitamos reconocer esta amenaza para desarrollar respuestas adecuadas que fortalezcan la democracia, evitando tanto la dramatización excesiva como una imprudente minimización de sus implicaciones

El caso de Gaza ilustra afinadamente esta dinámica emocional. Cuando el PP desdeña las conclusiones de la comisión independiente de la ONU sobre el genocidio palestino y convierte la solidaridad internacional en arma política contra el gobierno, revela la estrategia de movilización de un "pánico moral" fabricado para atacar al ejecutivo. La suspensión de La Vuelta ciclista por las protestas contra la masacre se transforma en "ataque a España" y "antisemitismo", redefiniendo conceptos para excluir del "pueblo legítimo" a quienes critican la barbarie. El PP convierte la compasión humanitaria en traición nacional, evidenciando una redefinición del pueblo según estrechos lineamientos que caracteriza a los populismos contemporáneos. Esta instrumentalización, aunque menos brutal que la empleada por los fascismos históricos, normaliza discursos que presentan la solidaridad humanitaria como traición a la patria, preparando condiciones culturales para futuras restricciones del debate público.

Como advierte Ian Kershaw, "fascismo" describe "una fuerza destructiva única en la política, para la cual no tenemos palabra mejor"; pero aplicar el término incorrectamente puede ocultar las fallas de nuestros sistemas políticos de las que se nutre el populismo. Establecida la distinción conceptual, el PP no es fascista, pero desarrolla un "populismo autoritario" que comparte elementos estructurales preocupantes: redefinición excluyente de la comunidad política, erosión de normas y valores democráticos no escritas y descalificación sistemática de instituciones independientes. Su táctica resulta más pérfida que el fascismo tradicional porque opera con sutileza, manteniendo legitimidad formal en tanto socava la sustancia democrática. El riesgo actual no es un golpe de Estado como en los fascismos clásicos, sino la normalización gradual de prácticas que debilitan el pluralismo político y preparan el terreno para restricciones futuras de derechos y libertades. Los ciudadanos necesitamos reconocer esta amenaza para desarrollar respuestas adecuadas que fortalezcan la democracia, evitando tanto la dramatización excesiva como una imprudente minimización de sus implicaciones.

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David Alvarado es Doctor en Ciencia Política, profesor universitario, periodista y consultor.

La pregunta resulta incómoda pero necesaria ante la evolución del Partido Popular desde la llegada de Feijóo al liderazgo. El auge de Vox lo ha radicalizado hacia posiciones que trascienden la confrontación democrática convencional. Feijóo acusa sistemáticamente al Gobierno de "secuestrar la democracia", y su lugarteniente Tellado tilda al ejecutivo de "ilegítimo" sin fundamento jurídico, en tanto las huestes de Díaz Ayuso en la Asamblea de Madrid insultan al presidente proclamando que "cuando alguien grita Pedro Sánchez hay tres palabras que resuenan en todas nuestras cabezas". Más recientemente, el PP ha desatado una guerra política por la suspensión de la última etapa La Vuelta a consecuencia de las movilizaciones contra la masacre en Gaza, desdeñando las conclusiones de la comisión independiente de Naciones Unidas sobre el genocidio palestino y tildando de antisemitas a quienes se oponen a la barbarie israelí. La normalización de esta violencia retórica cristaliza una estrategia política que plantea serios interrogantes sobre nuestra salud democrática. Sin embargo, la respuesta directa es no: comparado con los fascismos históricos, el PP no es fascista en sentido estricto, si bien se constatan inquietantes elementos que dan cuenta de lo que Stuart Hall denominó "populismo autoritario". 

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