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Plaza Pública

Maniqueos político-judiciales al final de la pandemia

Ambiente en la Puerta del Sol de Madrid tras el fin del estado de alarma.

Gaspar Llamazares

Al final del tercer estado de alarma, con el furor del converso, resurge la exigencia de su prórroga y el lamento ante la decisión firme del Gobierno de no pedir al parlamento su continuidad, dejando con ello en manos de la legislación de salud pública y de las Comunidades Autónomas el proceso de desescalada, eso sí sujeto al control y en algún caso sonado incluso al descontrol judicial.

Tal parece como si las evidencias científicas fueran las únicas a valorar y las limitaciones políticas fuesen de menor categoría para tomar decisiones. Es cierto que la incidencia sigue lejos del objetivo de los cincuenta por cien mil habitantes para controlar la pandemia y que por eso es obligado conjugar la esperanza de la vacuna con la prudencia. Como también es evidente la inexistencia de mayoría parlamentaria que respalde en el Congreso de los Diputados la prórroga de la alarma, y, por otra parte, que el resultado demoledor de las elecciones de Madrid nos sitúa ya psicológica y socialmente, lo queramos o no, de hecho en el terreno de la postpandemia. Una paradoja que la política tiene la obligación de entender y si es posible conciliar.

Hay quien, a pesar de todo, considera que el Gobierno debe proponer al Congreso una prórroga del estado de alarma, porque sería la mejor forma de garantizar la desescalada, independientemente de la previsible derrota parlamentaria, de las encuestas de opinión pública y de los resultados electorales en sentido contrario que muestran que de la fatiga pandémica hemos pasado, sin solución de continuidad, sobre todo con el rápido avance de la vacunación, a una actitud de minusvaloración de la pandemia en aras de la urgencia por recuperar la normalidad.

En el otro extremo están aquellos que, casi desde el principio, han negado la gravedad de la pandemia o en su defecto han rechazado la declaración del estado de alarma como dictadura de salud pública frente a la libertad de mercado y de consumo a modo de resumen y paradigma de todas las libertades. Algo muy similar en sus propios términos a lo dicho en la pandemia de gripe del siglo pasado. No hemos cambiado tanto.

Para algunos de estos, la mejor forma de gestionar las olas de la pandemia sería su famoso plan B, consistente en una serie de reformas de la legislación de salud pública, al objeto de actualizarla con la casuística de una mal llamada ley de pandemias y dotar asimismo a los ejecutivos autonómicos de la capacidad de limitar derechos fundamentales en su ámbito por razones de salud pública, cosa que ya existe en el carácter orgánico de la ley de medidas especiales. Un mal plan que no garantiza la seguridad jurídica que se pregona, que se escapa al actual reparto de competencias de las autonomías en materia de salud pública, y que significa por tanto una extralimitación inconstitucional. Por todo ello, no contaría con el apoyo de los partidos nacionalistas y ni siquiera de la propia derecha en el Congreso de los Diputados.

En esta situación, el Gobierno se ha encontrado de nuevo ante la necesidad de gestionar la desescalada, como en la primera ola, en base a la legislación de salud pública realmente existente y las medidas de control y aislamiento de contactos por parte de las Comunidades Autónomas. Algo muy similar a lo desarrollado en la legislación de los países de la UE, si bien cada uno con sus propias tradiciones jurídicas. A diferencia de entonces, y con objeto de evitar que las garantías judiciales y sus posibles contradicciones dificulten las medidas de control, ha modificado de nuevo la legislación de lo contencioso administrativo para además de atribuir el control a los TSJ de las autonomías, permitir el recurso al Tribunal Supremo al objeto de armonizar las previsibles contradicciones.

Lo que se ha echado en falta, sin embargo, ha sido un plan conjunto de desescalada pactado en el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, como en la primera ola, que logre conjugar la inevitable flexibilización de las medidas de control con el rápido avance de la vacunación en los colectivos y edades de riesgo.

La demostración es que, sin que hayamos traspasado siquiera el estado de alarma, ya se han producido las primeras medidas que pretenden el mantenimiento de los cierres perimetrales y toque de queda del estado de alarma por parte de algunos ejecutivos autonómicos, si bien minoritarios, y como consecuencia  las primeras resoluciones de sus respectivos tribunales superiores de justicia, que, como era de esperar, han sido contradictorias e incluso opuestas entre sí.

Lo curioso son los términos opuestos de los argumentos, entre aquellos que consideran que basta que las medidas sean proporcionadas y selectivas para hacer frente a la situación de la pandemia para autorizarlas, y otros que atribuyen un carácter indeterminado a la ley de medidas especiales en materia de salud pública, cuando habla de adoptar las medidas que sean necesarias para controlar la transmisión.

Por eso entienden que las mencionadas limitaciones de derechos fundamentales sólo pueden hacerse con el paraguas del estado de alarma, incluso con el de excepción, de forma que, en su interpretación, la ley orgánica de medidas especiales quedaría restringida a dar cobertura exclusivamente a medidas casi quirúrgicas y limitadas a los ciudadanos infectados y sus contactos estrechos, es decir fuera de cualquier transmisión comunitaria.

De tal manera  que para ellos la única legislación posible mientras dure la pandemia sería la del estado de alarma o incluso de excepción, independientemente de las fases de su evolución. Cabe preguntarse por qué entonces el legislador se preocupó en elaborar una ley de medidas especiales de salud pública complementaria y en darle además un carácter orgánico, si no era para situaciones intermedias de la pandemia en las que fuera necesaria una restricción de derechos fundamentales, si bien con un carácter menos generalizado en el número de afectados, en un ámbito territorial más acotado y en un tiempo más definido, que el propio del estado de alarma. Así lo han entendido la mayor parte de las autonomías en sus medidas de desescalada.

En resumen, que el maniqueísmo no ha sido solo político y legal sino que ha trascendido hasta el poder judicial, si bien con carácter minoritario, en las distintas fases de la pandemia.

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Gaspar Llamazares es fundador de Actúa

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