"Españoles, Franco ha muerto". Con estas palabras, el presidente del Gobierno Carlos Arias Navarro anunciaba lacrimosamente al país, el 20 de noviembre de 1975, el fallecimiento del dictador que había gobernado España con mano de hierro durante casi cuatro décadas. Medio siglo después de aquel anuncio, muchos nos preguntamos si Franco murió realmente. Recientes sondeos revelan datos alarmantes sobre la percepción que tienen los jóvenes del régimen franquista.
Según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), uno de cada cinco jóvenes de 18 a 24 años valora positivamente aquellos años de dictadura. Cuando una generación que nunca conoció la represión manifiesta semejante ambigüedad moral hacia un sistema culpable de tantos crímenes, debemos preguntarnos qué falla en la transmisión de la memoria democrática. El padre del psicoanálisis, Freud, enseñó que las sociedades, como los individuos, necesitan completar el parricidio simbólico para alcanzar la madurez. España nunca mató al padre.
El barómetro del CIS publicado el pasado octubre, un mes antes del 20N, resulta inequívoco: el 21,3% de la población considera que los años de dictadura fueron "buenos" o "muy buenos", cifra que casi duplica el 11,2% registrado en el año 2000. Más preocupante aún, entre los menores de 19 años que aún no pueden votar, el porcentaje asciende al 32,8%, revelando que la nostalgia franquista crece precisamente entre quienes nunca vivieron la represión.
El estudio del instituto 40dB para El País confirma esta deriva: el 23,6% de la generación Z y el 22,9% de los millennials entienden que en determinadas circunstancias un régimen autoritario podría ser preferible a la democracia. Entre los votantes de Vox, el apoyo al legado franquista alcanza el 70%, mientras que entre los simpatizantes del Partido Popular se eleva al 54,7%. Uno de cada tres españoles mantiene una opinión favorable del dictador en una de las 25 democracias plenas del planeta, conforme al más reciente ranking elaborado por The Economist.
Este revisionismo histórico responde a profundas causas estructurales. La encuesta de 40dB muestra que el 48% de la generación Z ignora cómo murió Federico García Lorca y solo la mitad de los encuestados atribuye el inicio de la Guerra Civil española a un golpe de Estado militar contra el gobierno democrático de la Segunda República. Esta laguna educativa se combina con la proliferación de contenidos en redes que normalizan e incluso glorifican el franquismo, reinterpretando la dictadura como época de orden y prosperidad. En Totem und Tabu, Freud desarrolló el concepto del "asesinato del padre" como acto fundacional necesario para que una comunidad alcance su madurez simbólica. La Transición española optó por un pacto del olvido en lugar del ajuste de cuentas, impidiendo ese parricidio simbólico que habría permitido construir una democracia sobre bases sólidas en lugar de sobre el silencio cómplice.
Las consecuencias de esta deriva resultan evidentes e inquietantes. La extrema derecha ha capitalizado el descontento, transformando la precariedad y la frustración generacional en nostalgia de un orden supuestamente perdido. Los jóvenes españoles enfrentan la tasa de desempleo más alta de la UE, dificultades para acceder a la vivienda y la certeza de que vivirán peor que sus padres.
En este contexto de vulnerabilidad, las narrativas que presentan el franquismo como época de estabilidad encuentran terreno fértil, aunque ignoren la represión sistemática, las ejecuciones, las cárceles, la censura y la policía secreta. Como advierte el historiador Robert Paxton en The Anatomy of Fascism, los movimientos autoritarios prosperan no solo por su ideología explícita, sino por su capacidad para nutrir emociones colectivas de frustración y resentimiento. El fascismo, recuerda Paxton, debe comprenderse no por lo que dice sino por lo que hace: supresión de libertades, demonización de enemigos políticos e instrumentalización del miedo.
Las heridas abiertas de una transición que optó por el silencio, que renunció al juicio de los crímenes del franquismo a cambio de estabilidad, continúan supurando
En La mémoire, l'histoire, l'oubli, Paul Ricoeur analizó cómo las sociedades pueden desarrollar "memorias enfermas" cuando no procesan adecuadamente su pasado traumático. España padece esta patología memorial, que se traduce en incapacidad estructural para realizar el duelo colectivo necesario para superar el trauma sin negarlo ni mitificarlo. La banalización del franquismo en el discurso público español reproduce los patrones de erosión democrática que Ricoeur identifica como característicos de sociedades que no completan el "trabajo de la memoria". Sin este, el pasado no pasa sino que permanece enquistado, envenenando el presente y comprometiendo el porvenir de la democracia.
La batalla por la memoria histórica es también la lucha por nuestro horizonte político. No basta conmemorar los cincuenta años sin Franco si permitimos que el revisionismo erosione los fundamentos de la convivencia democrática.
Las heridas abiertas de una transición que optó por el silencio, que renunció al juicio de los crímenes del franquismo a cambio de estabilidad, continúan supurando. Como advierte Anna López Ortega, autora de La extrema derecha en Europa, el fenómeno actual responde a "la repetición constante de mensajes simplificados que blanquean la dictadura, la falta histórica de una respuesta institucional firme que hubiera frenado estas narrativas y la legitimación política que ha dado la derecha radical".
El franquismo, subraya López, "nunca fue vencido culturalmente" y hoy "se expresa sin complejos bajo formas más digeribles: el revisionismo histórico, la negación de los crímenes del régimen o la banalización del fascismo". España aprobó la Ley de Memoria Democrática en 2022, obligando a incluir en el currículo escolar el conocimiento de la represión franquista, si bien la medida llegó con décadas de retraso.
Mientras no seamos capaces de transmitir a las nuevas generaciones por qué la democracia merece ser defendida incluso cuando decepciona nuestras expectativas, condenaremos nuestra memoria a la manipulación y nuestro porvenir a la repetición de errores que creíamos superados. Franco quizás pereció y su cadáver fue enterrado, pero su sombra continúa proyectándose sobre una sociedad que no ha ajustado cuentas con su pasado.
La cuestión ya no es si el dictador está muerto, sino si el país está dispuesto a sepultarlo definitivamente o permitirá que su legado autoritario continúe envenenando el presente. El simbólico parricidio pendiente no es un acto de violencia sino expresión de madurez colectiva, reconociendo que construir una sociedad libre exige desprenderse de los fantasmas que la habitan. La Transición nunca mató al padre y por eso el fantasma del caudillo sigue amenazando nuestra democracia.
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David Alvarado es doctor en Ciencia Política, profesor universitario, periodista y consultor.
"Españoles, Franco ha muerto". Con estas palabras, el presidente del Gobierno Carlos Arias Navarro anunciaba lacrimosamente al país, el 20 de noviembre de 1975, el fallecimiento del dictador que había gobernado España con mano de hierro durante casi cuatro décadas. Medio siglo después de aquel anuncio, muchos nos preguntamos si Franco murió realmente. Recientes sondeos revelan datos alarmantes sobre la percepción que tienen los jóvenes del régimen franquista.